Un libro potentísimo, crudo y lleno de desesperanza, como la vida misma cuando se cuenta “A tumba abierta”. Raúl Argemí
Siempre he sido fiel lectora de novela
negra. En la adolescencia descubrí, gracias a Hollywood, a autores clásicos
como Raymond Chandler y Dashiell Hammett, a través de ejemplares baratos que
compraba en la Cuesta de Moyano. Con los años llegaron James Ellroy, Henning
Mankell, Stieg Larsson, y a nivel nacional las historias de Pepe Carvalho de
Manuel Vázquez Montalbán y Petra Delicado de Alicia Giménez Bartlett. Mi
penúltimo descubrimiento fue Carlos Zanón, con sus historias “negras”, en las
que no hay cadáveres ni polis pero sí mucho rock and roll. Y el último autor de
novela negra que ha llegado a mi estantería es el argentino Raúl Argemí (La
Plata, 1946) de la mano de una gran novela de tintes políticos, “A tumba
abierta”, publicada en 2015 por Navona.
El título es toda una declaración de
intenciones. El protagonista, antiguo integrante de una organización
clandestina que luchaba contra la feroz dictadura militar argentina, narra en
primera persona un relato “a tumba abierta”. A cara descubierta, sin esconder
errores o ahorrarse detalles escabrosos, narra cuarenta años de su vida, desde
que la juventud furtiva e idealista hasta la madurez desencantada y solitaria. Se
trata de una historia con varios tiempos narrativos, dos escenarios, Argentina
y España, y un protagonista con diferentes identidades y una peculiar voz
narrativa que no se descubre hasta el final de la novela, y que por supuesto no
vamos a desvelar aquí.
El argumento gira en torno a una negra
trama política, con dinero de por medio. A su regreso a Argentina, tras años de
exilio, el protagonista se ve envuelto en una trama oscura en la que se mezcla
un dinero guardado en un banco suizo, antiguos compañeros muertos que regresan
“resucitados”, delaciones, desengaños y las redes sociales como el peor lugar
donde estar si se quiere pasar desapercibido. Si “los porteros llevan en los
genes el mandato de ser confidentes de la policía”, las redes actúan como
un implacable sabueso donde es imposible ocultarse.
Novela llena de rabia y muy potente en la
que se aprecia el buen hacer de Argemí, un maestro del contar. Guerrillero del
ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo, brazo armado del Partido
Revolucionario de los Trabajadores) y escritor, en el año 2000 se trasladó a España
donde residió durante doce años. Anteriormente había estado encarcelado por
motivos políticos y fue puesto en libertad con la llegada de la democracia a su
país. Actualmente vive en Argentina. Las experiencias vitales de Argemí, algunas
extremas, se ven reflejadas en esta novela. Ofrece la mirada dolida de quien
tiene la certeza de que cualquier tiempo pasado fue igual de malo aunque la
juventud no se lo dejara ver, “Tal vez
por esa cosa de ser jóvenes e inmortales nos cagábamos en todo”, con la
amargura añadida de la certeza que trae la madurez de que el mundo no tiene remedio.
El dominio del lenguaje del autor le lleva
a lograr unas imágenes muy poderosas: “Cerradas
como ojos que duermen”; “Un café como
para caminar sobre él”; “El pasado me
había salido al paso como una bestia viva”; “Con la muerte mirándote a los ojos la vida se acelera”; “Sonrisa
de tanguero de vuelta de mil traiciones”. Escupiendo sentencias duras
como el pedernal, “El arrepentimiento no
borra el pasado”, “No quería ceder a
ese impulso por seguí vivo que te lleva a la tortura, a la vejación y también a
la traición”; “Todos aspirábamos a
morir heroicamente. Una manera bastante estúpida de sentirse trascendentes”;
“¿Si no apostamos por la vida para qué
carajo hacemos la revolución?”. El deseo de vivir se topa con
los años con la inevitable decrepitud: “Uno
se empeña en sobrevivir a todo, para terminar hecho una porquería”.
El amor es otro de los temas de “A tumba
abierta”. Como el héroe trágico que es, el protagonista vive el amor con
desesperanza. Una desgraciada historia de juventud le llevará a pasar años en
soledad. Sin embargo, “la casualidad
siempre te tiende trampas”. Cuando se encontraba “refugiado en las rutinas de un viejo lobo solitario”, se topa en
España con Adela, una mujer con la que vivirá una cruda historia de amor, una
auténtica batalla campal que le dejará destrozado, porque “el amor, pese a lo que digan los románticos, es una forma de suicidio”.
La poderosa pulsión de la carne se impone a todo, “Lo único que puede con la sensación de muerte inminente es el sexo”.
Adela es esa femme fatale que aparece
en toda novela negra, una mujer que hace del “no te salves” su forma de vida. Supone para el protagonista un
abismo que le aterra y le atrae al mismo tiempo.
El autor sitúa la estancia en España del
protagonista a finales de los años 70, coincidiendo con los duros años de la
dictadura militar en Argentina, cuando su organización se disuelve y muchos de
sus compañeros de lucha han desaparecido. Se exilia para salvar la vida, con el
pensamiento puesto en los que no han podido escapar. Argemí dirige una lúcida
mirada hacia el exilio, hacia aquellos que se encontraban “a miles de kilómetros de donde se mataba y moría”. Su visión es,
una vez más, amarga. “A veces el exilio
saca a la luz nuestras peores mugres”. Argentina vista desde el exilio en
España es “Rapa Nui, el ombligo del mundo”.
El protagonista azota a esa “lacra de exiliados profesionales, que vivían
del blando corazón de los españoles progresistas” y que con “sus
trapicheos cagaban la labor de los exiliados de verdad”, los que se habían
jugado el tipo, “A los que iban en serio los respetaba más que a mí mismo”;
todos ellos tenían “un fondo triste en la mirada”, porque “para ellos
el exilio era parte de una derrota, no una fiesta”; desprecia a aquella “mezcla
de locos y militantes que me ponía muy violento”, concluyendo que “sólo
el que se hubiera jugado la vida más de una vez, y siguiera adelante, tenía
derecho a abrir la boca, y que yo le reconociera derecho de opinión”.
Al mismo tiempo hace una acertada
descripción de la España de la transición, tanto política como socialmente. Tan
sólo hay algún leve desliz, que entiendo es resultado de extrapolar su
experiencia en la España de la década del 2000 a la época de la transición. Su
mirada es lúcida y por tanto crítica hacia nuestro país, que desde mi punto de
vista tiene mucho en común con el país de origen de Argemí. Dos pueblos
desmemoriados que parecen olvidar su triste pasado de represión.
La novela refleja de manera auténtica el
aprendizaje en la calle y los códigos de barrio. “Los únicos caballeros, en todo el mitológico y gaucho sentido de la
palabra, salieron de algún barrio, heredando conductas, códigos, de la barra de
la esquina, o de los primos mayores”. Criarse en la calle, algo que no se
puede hacer en el loco mundo contemporáneo, implicaba respetar a aquellos con
los que has crecido, “Allí se aprendía
que de las mujeres se habla poco y nunca mal (...) porque en el fondo era como
hablar mal de tu madre”, no ser un chivato ni un traidor, “Tampoco se hablaba de los flacos del barrio
que se metían en líos robando y terminaban presos”. Esos códigos implican
saber que “Hay cosas que se hacen pero no
se cuentan”, que no hay que ser fisgón ni chismoso, “Tampoco se pregunta, salvo que sea necesario y pidiendo disculpas”,
“Si el otro te quiere contar, abrís las orejas, porque te está eligiendo para
una confidencia”. Los amigos están “para escuchar y arrimar un brazo si
el otro necesita sacarse un entripado”.
El personaje que vertebra estos códigos de
calle, aprendizaje, lealtad y amistad es otro argentino que el protagonista
conoce en España y con quien comienza a trabajar, Tato el Podrido. “Con Tato
no hubo necesidad de establecer reglas, teníamos las mismas”. El personaje
del Podrido en la novela resulta un pirata encantador. La relación entre los
dos, un poco a lo Quijote y Sancho, caballero y escudero, es uno de los
logros de la historia. En esta parte de la novela domina la ironía y el humor
ácido y unos brillantes diálogos llenos de ritmo.
El protagonista se queda colgado cuando se separa
de Tato. A partir de ahí llega lo malo. El final será amargo, en un libro
potentísimo y crudo y seco y lleno de desesperanza, como la vida misma cuando
se cuenta “a tumba abierta”.
1 comentarios:
Mientras hay vida hay esperanza y Mientras hay vida hay desesperanza. Las dos pueden ser validas. Las dos pueden ir mezcladas. Una cierta desesperanza puede ser buena.
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