¿Dónde estabas tú en el 89?

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Una evocación de #Hzlqdbs para el N22 de MaskaoMagacín
… parafraseando aquel “¿dónde estabas tú en el 62?”, que fue el slogan utilizado en la promoción de la película “American Graffiti”. Una cinta de bajo presupuesto rodada por George Lucas a principios de los años 70, que de inmediato se convirtió en una obra de culto. El final del verano y el final de la adolescencia, la amistad incondicional, la incertidumbre por lo que está por llegar y el lacerante dolor de la ruptura, el amor platónico e inalcanzable, la necesidad de aparentar lo que uno desearía ser, coches molones y buena música a todo trapo… Una jodida maravilla.
Recuerdo haber visto “American Graffiti” en televisión hace mucho tiempo, cuando se programaban magníficos títulos, un día sí y otro también. Por suerte en estos últimos años estamos disfrutando de la recuperación de clásicos en sesiones especiales en pantalla grande. Precisamente echaba en faltaba esta deliciosa película y el 75 aniversario del Cine Paz me ha permitido desquitarme.
Es 9 de noviembre, fiesta en Madrid, y yo me demoro más de la cuenta en salir de casa, por lo que me toca correr, como siempre. Consigo llegar al cine antes de que se apaguen las luces de la sala, pero con las prisas no me doy cuenta de que la marca que patrocina el evento ofrece una ginebra. Estoy rodeada de parejas que agitan sus vasos con gin y hielo. “¡Qué rica!”, escucho. Y yo, sola. Sola y sin ginebra. No me da tiempo a compadecerme, empieza la peli y me sumerjo en ella. Aparece la cortinilla de Universal Pictures. Un dial. Comienza a sonar “Rock Around the Clock” y una sonrisa enorme se instala en mi cara. Empieza a atardecer y se encienden las brillantes luces del Mel’s Drive In. Allí se congregan varios coches y comienza la historia.
Está “American Graffiti” protagonizada por cuatro amigos que viven la última noche de verano antes de que dos de ellos partan hacia la universidad. Curt (Richard Dreyfuss), duda en el último momento si debe marcharse de su ciudad para ir a estudiar; Steve (Ron Howard) tiene muy claro que quiere ir a la universidad aunque eso suponga separarse de su novia. Allí permanecerán Terry “El Tigre”, un patoso redomado al que todo le sale mal, con cara de alelado y enormes gafas de pasta mucho antes de que estuvieran de moda, y Big John (Paul Le Mat), un guaperas que se ha construido su leyenda local a base de vencer en todas las carreras de coches en las que participa, aunque sabe que sus días de gloria están a punto de finalizar, para él no hay futuro.
Ese miedo a lo desconocido que experimenta Curt es el que recuerdo haber sentido yo al acabar COU. Para nosotros era más sencillo, claro, seguiríamos en casa de nuestros padres en Alcorcón, estudiaríamos nuestra carrera en la Complutense o la Carlos III, universidad recién fundada en aquel lejano 1989, incluso alguno estudiaría en una de aquellas universidades privadas que aún eran novedad en Madrid. Nos preocupaba coger soltura en el Metro, que todavía nos resultaba indescifrable, acostumbradas a bajar a Madrid sólo algunos fines de semana y en tropel, nunca en solitario. La carrera elegida, o para la que diera la nota, marcaba que estudiáramos o no con compañeros de clase. Yo conseguí entrar en Ciencias de la Información y no conocía a nadie.
Era el fin de la adolescencia, era el fin del sueño. El momento de salir de nuestro entorno, abandonar la protección del colegio, de separarnos de los amigos de infancia. El comienzo de un tiempo incierto y emocionante, en el que se nos empezaban a pedir responsabilidades. Sobre nuestros hombros recaía la primera tarea dura de la vida, labrarnos un porvenir. Aquello no sonaba demasiado bien.
Nuestras ansias de salir y de libertad eran las mismas que las de la mocosa Carol (Mackenzie Phillips) aunque en mi caso no disfrutaría de la noche de Madrid hasta unos meses más tarde, una vez comenzada la universidad. En los primeros años de carrera andábamos por Bilbao, Alonso Martínez, Moncloa o Argüelles, pero pronto emigraríamos a barrios que nos molaban más, sobre todo Huertas, Malasaña y, a mediados de los 90, Lavapiés. Cómo no soñar con un guaperas que nos llevara a dar una vuelta por la noche en un coche súper chulo y que, a pesar de poseer la peor reputación, sería respetuoso con nosotras devolviéndonos con sumo cuidado a la casa familiar. Ese Big John al que chinchar y con el que protagonizar travesuras, como llenar de nata el parabrisas y desinflar las ruedas del coche de unas molestas petardas. 
En EEUU, gran parte del ocio del fin de semana consiste en dar vueltas en coche por la ciudad. Así hacen durante toda una noche nuestros protagonistas. Los coches son personajes a su vez, unos autos increíbles que con los años se han convertido en míticos, como el Ford Thunderbird del 56 que conduce “la criatura más perfecta y deslumbrante de la historia” (Suzanne Somers), el Ford Red Hot Deuce Coupé amarillo del 32 con el que Big John disputa sus carreras, o el Chevy Impala del 58 que Steve le presta a Terry, y que le servirá a “El Tigre” para atraerse a Debbie (Candy Clark), la rubia sexy que se parece a Sandra Dee (aunque a mí me recuerda a Stella Stevens).
No todos teníamos edad para sacarnos el carnet de conducir. Mi padre se comprometió a pagármelo cuando cumpliera los dieciocho si iba bien en los estudios. Nunca me decidí y a estas alturas aún no lo he hecho. Nos desplazábamos en transporte público, haciendo echar humo a nuestro abono mensual, aparecido sólo tres años antes. Usábamos el Cercanías, con la estación de San José de Valderas recién abierta aquel año de la mano del Hipercor. El centro comercial causó sensación en un Alcorcón donde aún no llegaba el metro ni existían todos los barrios nuevos que se levantaron años después. También contábamos con las “Blasas”, los autobuses de la empresa De Blas que paraban en Campamento y finalizaban en Príncipe Pío, parada de metro que aún se llamaba Norte. Por entonces la estación estaba medio en ruinas, todavía faltaban unos años para que se construyera el intercambiador de transportes y la línea 10 tal y como la conocemos hoy. 
George Lucas ubica cronológicamente la acción del film en 1962, una época convulsa donde se pondrá fin al sueño americano. Ese año estalló la crisis de los misiles y se recrudeció la Guerra Fría, al año siguiente Kennedy era asesinado en Dallas y Vietnam se convertía en una auténtica pesadilla para el país. El año en que yo empecé la universidad, 1989, empezaba a hablarse del agujero de la capa de ozono. En España el PSOE mantenía su mayoría absoluta y se disolvía Alianza Popular. En EEUU comenzaba a gobernar George Bush “padre”. El 89 fue el año en que se publicó la fatwa contra al escritor angloindio Salman Rushdie, por su novela “Los versos satánicos”. Mijaíl Gorbachov recibía el Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional, tal vez por haber empezado a cargarse la URSS. Y es que con el 89 llegó la caída del Muro de Berlín y el principio del fin del llamado Bloque Soviético. En Rumania caía Ceauşescu. Meses antes se habían producido las Protestas de la Plaza de Tiananmen, reprimidas con violencia por las autoridades chinas. Terminaba la Guerra Fría y nos contaron que era “el fin de la historia”. Con la perspectiva de los años, el mundo no ha ido a mejor, todo lo contrario.
Por si me gustan pocas cosas de “American Graffitti”, en la peli aparece una emisora pirata, con la voz de un locutor de radio que es como dios, que todo lo sabe, que todo lo ve, que todo lo anticipa. Su locución y las llamadas de los oyentes engarzan los diferentes episodios de la película. Doblado al español por el gran Constantino Romero, la voz del omnipresente discjockey, que se escucha en los coches de todos los chicos, pertenece a Wolfman Jack, un famoso locutor que en la película se interpreta a sí mismo. Nadie conoce la identidad de ese ser invisible y casi mitológico, tal y como nos pasaba a nosotros en nuestra juventud con nuestros héroes radiofónicos. En una época tan pre-Internet, yo no sabía cómo era Vicente Caggiao de Ciclos (aún no lo sé, es un locutor a quien casi nadie recuerda), ni Paco Pérez Bryan, de “El Búho”, un programa que me fascinaba. A Jesús Ordovás de Diario Pop sí lo conocíamos por sus apariciones en la tele. Como curiosidad, vi por primera vez la cara de Julio Ruiz durante mis prácticas de verano en las Mañanas de Radio Nacional cuando él vino a hablar del Woodstock 94, que conmemoraba el 25 aniversario del original. En “American Graffiti, los protagonistas fantasean sobre quién será y dónde estará mítico Hombre Lobo. Unos suponen que emite desde un barco, otros que desde un avión. “Nunca atraparán al Hombre Lobo”, dice un miembro de los Faraones, una temida banda de pandilleros. 
La colosal banda sonora de “American Graffiti” está compuesta por 45 canciones, a pesar de no ser una película musical. Comienza con el “Rock Around The Clock” de Bill Halley, el primer éxito del rock y termina con “All Summer Long” de los Beach Boys. Durante esa larga noche suenan gran parte de los éxitos de los años 50 y principios de los 60. Cómo elegir… Me chifla ese “Since I Don't Have You” de The Skyliners, del que hicieron una versión los Guns N' Roses; la adolescente “Why Do Fools Fall In Love” de Frankie Lymon & The Teenagers; “I Only Have Eyes For You” de The Flamingos, que literalmente me hace flotar, o el colosal “Runaway” de Del Shannon, el emocional “Smoke Gets In Your Eyes” de The Platters, el gamberro “Chantilly Lace” de The Big Bopper o ese tan cinematográfico “Green Onions” de Booker T. & The M.G's, que inevitablemente me conduce a Quadrophenia, en la escena de Jimmy en el ballroom. Un banquete musical que hace relamerse a los paladares más exigentes. En aquel inolvidable año 1989 salieron discos como el maravilloso Cosmic Thing de B-52's. Los Ramones presentaban Brain Drain, el último álbum en el que participó Dee Dee y que les trajo a tocar a España; fue entonces cuando empecé a prestar atención a la banda. Otros grupos que sonaban mucho eran los debutantes The Stone Roses o los extravagantes The Sugarcubes, con la alucinada Björk al frente, y que empezaban a triunfar fuera de Islandia.
En 1989 tuvo lugar el “segundo verano del amor”, influenciado por la música electrónica y el acid house. Tears For Fears cantaban “Sowing The Seeds Of Love”, una canción con reminiscencias beatle. Durante nuestro viaje de fin de curso a Palma de Mallorca, nos llevaban en autobuses a las discotecas entonces de moda, Tito’s y BCM, donde se veían smileys por todas partes y en las que una botella enana de agua costaba un riñón. El grunge ya sacaba la cabeza, aquel año aparecieron discos de Nirvana o Soundgarden, aunque nosotras aún no nos enterábamos más preocupadas por los grupos con chica rubia al frente o The Smiths, banda de la que estábamos literalmente enamoradas, y cuyo guitarra, Johnny Marr, había sido reclutado por Matt Johnson para The The. Aquel verano les vimos en directo en lo que fue el primer concierto de mi vida.
Lo más cerca que estábamos en la España ochentera de camareras sobre patines como la del Mel's Drive-In, era aquella que aparecía en el anuncio de Martini, muy popular a finales de los 80 y protagonizado por la bella Nicollette Sheridan. Nuestro país andaba muy escaso de ese tipo de modernidades, hasta el año 1975 no se abrió en Madrid el primer establecimiento de una conocida cadena norteamericana de comida basura, en concreto en la Plaza de los Cubos. No recuerdo en qué año comí mi primera hamburguesa, pero ya era mayorcita; desde luego fue con mis amigas del cole, con las que acostumbraba a bajar algún que otro finde al centro. Nuestras excursiones siempre estaban cortadas por el mismo patrón: comida económica en hamburguesería, VIPS o similar; película de estreno; ir a mirar discos y libros en Galerías, el Corte Inglés, la Casa del Libro, Madrid Rock, y con el tiempo en las tiendas de discos que fuimos descubriendo. Recorríamos una Gran Vía con alma, que nada tiene ya que ver con la actual, tan estandarizada como las calles centrales de cualquier ciudad de España. Recuerdo cafeterías como Manila y Nebraska, varias tiendas de discos, o los llamados “Sótanos de la Gran Vía”, que llegaron a albergar 80 locales y que fueron cerrados por el tremendo concejal Matanzo en 1990. En la que fuera nuestra avenida más chispeante, había cines, muchos cines, como el Azul, el Palacio de la Música, el Avenida, el Pompeya o el Rex, todos desaparecidos; también se podían encontrar numerosas tiendas de ropa, la más económica era Sepu, ya en franca decadencia, que no tenía nada que ver con Zara ni ninguna de las cadena de ropa de usar y tirar actuales. Nosotros no llevábamos faldas con cancan ni chaquetas deportivas; tampoco nos peinábamos con gomina o coletitas, aunque las chicas usábamos lazos de lana de colores como diadema y nos adornábamos con pulseras y pendientes de plástico. Se puso de moda vestir con playeras, no sólo para hacer gimnasia, las Kelme eran económicas, pero muchos chicos preferían las J' Hayber cuando había más presupuesto; nos gustaban los vaqueros fantasía y la ropa fosforito, las gafas de sol chulas eran nuestro objeto de deseo y empezábamos a buscar prendas “diferentes” con las que pasmar al personal.
Y llega el final. La película termina relatando lo que les depara el futuro a los cuatro protagonistas, un impactante efecto narrativo que cierra el círculo. La noche durante la que transcurre “American Graffiti” es la que muchos querríamos haber vivido. En la película se refleja el miedo pero también la emoción por lo que está por venir; el inaguantable dolor que produce la posibilidad de que el ser que amas te mande a la mierda; la dolorosa sensación de que un tiempo muy querido está a punto de finalizar.
Permanezco en el asiento feliz y sobrecogida durante unos instantes. A la salida me espera un concierto que tendrá lugar a un par de calles de donde me encuentro. Busco el lugar con muchas ganas porque, en definitiva, no tenemos otra cosa más que vivir y celebrar. 

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India

12:30 a. m. Conx Moya 0 Comments



Un relato de #Hzlqdbs para Maskao Magacín (agosto, 2018)
Una oportuna conversación le había llevado a recuperar aquel CD con etiqueta de Discoplay, que llevaba con ella veinticinco años pero nunca había hecho sonar entero. Coincidió con su amigo en que cuanto mayor se hacía, más abría los oídos. Eso era lo bueno de madurar, aunque tuviera sus contrapartidas. Consistía en hacerse más sabios pero a la vez más achacosos. Todo en la vida tenía un precio.
Ella fue una joven enamorada del rock y fascinada por la India. Cumplía todos los requisitos para caer en el orientalismo más repleto de estereotipos. Su mente, colonizada por todos los tópicos posibles, viajaba a una India inventada, a través de música, literatura, películas y los pocos objetos que podía permitirse comprar en La Semana de la India de El Corte Inglés.
Se había acercado con su mejor amiga al Hipercor que llevaba pocos años abierto en aquella ciudad dormitorio donde vivían ambas. Los escasos objetos que allí encontraron no fueron de su agrado. Se veían como saldos de saldos. Así que organizaron un salto el siguiente fin de semana a Madrid. La tienda se encontraba repleta de dorados, brocados, elefantes, tejidos con estampados étnicos a todo color, objetos de madera labrada, artesanías, muebles y textiles. Revolvían brillantes collares y pulseras, incienso, frasquitos de pachuli, tikas y bindis para la frente, henna y khol. Rebuscaban entre cajas pintadas, cofres, arcones y pañuelos de seda. Ahorró todo el dinero que le había entregado la madrina por su cumpleaños, 5.000 pesetas, una auténtica fortuna para ella. Con su crujiente billete morado compró una pequeña caja de madera, en cuya tapa aparecía el dibujo de una mujer recostada, un monedero de cuero con unos elefantes y una colcha amarilla que pretendía poner sobre la cama de su habitación. Completó la compra con curry y unas varitas de incienso de sándalo, usarlo era para ella el colmo de la sofisticación, además de una blusa de color canela con mangas transparentes.
Las dos amigas regresaron a casa, satisfechas y dispuestas a pasar una tarde de cine viendo una vez más “Oriente y Occidente”, grabada de la segunda cadena en VHS. Les encantaba aquella película de James Ivory, en gran parte por la perfecta ambientación a la que acostumbraba el director. Fascinadas por la ropa que lucían Greta Scacchi y las actrices indias, se morían por conseguir un look similar a la casaca verde botella y el pañuelo rojo y collar de ámbar que vestía Julie Christie, protagonista de la parte de la historia que transcurría en la India actual.
Intentaban hacerse con ropa parecida en el Rastro y en las tiendas de segunda mano que empezaban a descubrir. De tanto mirarlo, tenía manoseado un catálogo de moda donde Naomi Campbell y Claudia Schiffer aparecían como dos jóvenes errantes en una caravana zíngara, vistiendo delicadas blusas vintage, blusones de tela desteñida, chalecos de ante y flecos, prendas de ganchillo, collares de cuentas de colores y zuecos de madera, a la manera de los ídolos musicales influidos por la estética de la India.     
Para ella fueron todo un descubrimiento aquellas canciones que mezclaban con desigual fortuna la música rock con el sitar o la tabla. Le apasionaban esos aires orientales, misteriosos y rebosantes de sensualidad. Con mucho esfuerzo se había ido grabando de la radio en una cinta TDK canciones como el “Hurdy Gurdy Man” de Donovan, el “Paint in black” de los Rolling Stones o el “See My Friends” de los Kinks. También canciones de los Beatles, sus preferidas, “Love You To”, “Norwegian Wood”, en la que Harrison tocó el sitar aún a la manera occidental, o la luminosa “The Inner Light”.
Cuando en el instituto les encargaron un programa contra el racismo en el taller de radio en el que participaba, propuso abrirlo con un collage sonoro de músicas del mundo. Flamenco, ritmos africanos, pinceladas de música árabe y unas notas de música china de ambiente. Decidió comenzarlo con los primeros compases de “Within You Without You”, la fascinante canción de George Harrison, su beatle preferido, para el Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band. Aquel montaje, que tanto les costó ensamblar, fue alabado por su profesor.
Probó por primera vez la cocina india en un restaurante del centro, invitada por la madrina. Quedó decepcionada por la anodina decoración y por no poder sentarse a comer en el suelo, como veía en las películas de un ciclo de cine indio que emitían aquel año en televisión. La comida resultó deliciosa, comenzando por un pan de lentejas acompañado de diferentes salsas y samosas de pollo, con un inconfundible sabor a curry, una especia imposible de encontrar en el mercado donde su madre acostumbraba a hacer la compra. Se había agenciado un bote en aquella Semana de la India pero su madre se negaba a usarlo. Comieron pollo con leche de coco, a ninguna le gustaba el cordero, y arroz basmati con frutos secos. De postre unas bolas de leche y harina aromatizadas con agua de rosas y especiadas con cardamomo y azafrán. Ella pidió además un té de jazmín.
La aparición de un hombre que portaba un sitar fue una maravillosa sorpresa. Vestido con una casaca azul metálico, se colocó sobre unos cojines decorados con espejitos, delante de un bello tapiz rojo con bordados plateados, el único rincón del restaurante que para ella merecía la pena, y empezó a tocar aquel fascinante instrumento. El sonido luminoso y punzante, que nunca había escuchado en directo, le llegó muy dentro, le pareció como si ya hubiera vivido aquella escena en otra ocasión. Una lágrima de emoción se deslizó por su mejilla.
Llegó el deseo de autenticidad, de hallar la verdad velada tras la idealización. Después de aquella revelación, decidió que necesitaba escuchar la verdadera música de la India. La respuesta llegó en forma de regalo de su primo más pequeño. El muchacho eligió a voleo, extrañado por las rarezas de su prima pero deseoso de complacerla, un CD blanco con una deidad hindú pintada en rojo. “RAMNAD KRISHNAN. Vidwan. Ella esperaba sitar pero cuando pulsó el play comenzó a cantar un anciano, que sonaba como si no tuviera dientes. ¿Qué era aquello? Adelantó cada canción del CD. No había ningún tema instrumental. No había sitar. Qué desilusión.
Aquel CD permaneció acumulando polvo en una de las baldas altas de la estantería durante años, hasta que la conversación con su amigo se lo recordó. Para entonces se había despojado de estereotipos y tópicos. La India no era un escenario de cuento, sino un enorme país de pujante economía, repleto de problemas y desigualdades. Con los años logró profundizar a través de diferentes lecturas. Se abrió a las músicas del mundo y a la diversidad cultural, y estuvo preparada al fin para entender aquel disco. Ramnad Krishnan era un intérprete clásico de música carnática, la música del sur de la India, diferente a la indostaní, la música del norte. El intérprete, fallecido en 1973, se acompañaba en aquella grabación de violín, un instrumento de percusión llamado mridangam, un pandero o kanjira y la tanpura, el instrumento de cuerda que genera ese sonido zumbante, tan característico en la música de la India. Orientada a lo vocal, en la música carnática se utilizan menos instrumentos que en la música del norte de la India, y no hay piezas exclusivamente instrumentales. En aquella música tradicional y austera no había espacio para el sitar.
Los años la hicieron evolucionar hacia visiones más realistas. Fue descorriendo velos y lo que encontraba poco tenía que ver con aquella visión juvenil y romántica. Nada era tan bonito como lo imaginaba. O sí lo era, tal vez de otra forma. El viaje resultaba interesante y el balance, positivo. Estaba convencida de que no le gustaba lo bonito si en realidad era mentira.
Nunca le confesó a su primo lo que había sucedido con el disco. Tendría que descubrirlo a través del relato que había inspirado aquella historia.

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Ni sumisas ni abnegadas

3:12 p. m. Conx Moya 0 Comments


Una colaboración para MiCiudadReal.es
Encuentro un asiento libre al fin. Me dispongo a seguir tranquilamente con la lectura de mi libro.
Ensimismada en sus páginas no me fijo en la señora que ha entrado en el vagón pidiendo un asiento hasta que la tengo delante de mí. Parece ser que su acompañante tiene un problema o algún tipo de discapacidad. Me levanto y le cedo el sitio. Él se sienta de inmediato.
– No, no, no. Tú no tienes que levantarte mientras que éste permanece sentado.
Por primera vez me fijo en la mujer, que se ha quedado pegada a mi izquierda. Seca, con un moño muy estirado, me recuerda a Doña Urraca, uno de aquellos personajes de mis tebeos infantiles.
Ella me agarra del brazo. No comprendo.
¿Por qué me toca? Me zafo de ella.
Ahora entiendo. Hay un chico joven en el asiento de al lado. Lleva cascos, parece que va escuchando música. Ella quiere que el muchacho se levante.
– Tú tienes que sentarte. Que se levante él.
– Disculpe, pero igual que se puede levantar él me puedo levantar yo. Usted no es nadie para darme órdenes.
Esto es el colmo.
– Qué poca vergüenza. Permitir que se levante una mujer, mientras él permanece sentado.
¿Por qué no se limita a aceptar el asiento y se calla?
– Oiga, que no me he dado cuenta de que había pedido asiento.
El chico intenta defenderse.
– Con lo de la igualdad todo se ha estropeado.
Escucho pronunciar “igualdad” con asco y desprecio. Veo que quien habla ahora es una mujer joven, muy maquillada y muy repeinada. Situada al lado de la señora, viste un traje negro de minifalda y se adorna con bisutería brillante y un bolso de charol.
Una mujer en contra de la igualdad. Qué pena.
A la señora la igualdad también le molesta.  
Me indignan esos que gritan “ni machismo ni feminismo”. Son los que afirman que las mujeres tienen a los hombres acorralados por las denuncias falsas o que el paro aumenta por la incorporación de la mujer a la vida laboral. Nos querrían ver como amas de casa, todo el día limpiando y cocinando, cuidando de la familia, sin derecho a decidir más que el color de las cortinas. Quieren que tan solo seamos cocineras y limpiadoras, madres y cuidadoras. Gratis. Sin autonomía ni expectativas.
A las que pedimos igualdad nos consideran un peligro porque pensamos por nosotras mismas y porque somos independientes.
Y hay mujeres que están en contra de que seamos iguales.
– Ahí le tienen, como si no hubiera nacido de madre…
– Señora, no me falte al respeto.
El chico se ha puesto colorado.
– Por favor, ya está bien.
Intervengo yo.
La gente nos mira con curiosidad. Nadie más defiende al chico. El resto del vagón calla. Y otorga. Lo que no sé es a quién.
Las dos mujeres no vuelven a decir nada. El ambiente es tenso y el chico baja la cabeza.
Hastiada, me bajo del vagón al llegar a mi parada. Todo el día trabajando duro para seguir peleando también en el metro. Agotador.
Sin tiempo para sentarme al llegar a casa, empiezo a preparar la cena.
Rebeca siempre remolonea cuando tiene que ayudar. Por más que les digo que todos debemos responsabilizarnos de las tareas del hogar y que si ellos estudian, sus padres trabajamos muy duro, mi hija apenas se muestra colaboradora. Su hermano es diferente. Es mucho más comprensivo a pesar de ser más pequeño.
Miro orgullosa a mi hijo. Arturo se lleva muy bien con las chicas. Siempre está rodeado de amigas porque sabe escuchar a las mujeres. Ojalá no cambie con la edad.
Arturo ya ha entrado en la cocina para empezar a poner la mesa. Ve los boquerones que estoy rebozando y me da un beso. Le encantan.
– ¿Ha subido ya tu padre de bajar la basura?
Sé que mi marido aprovecha todas las noches el momento de bajar a la calle para fumar a escondidas. Hago como que no me entero pero no puedo creer que de verdad piense que no me doy cuenta.
Al final le tengo que pegar un grito a mi hija para que ayude a su hermano.
– ¿Boquerones? Mamá, sabes que no me gustan, y con el rebozado me sale celulitis.
Con dieciséis años y lo flaca que está… Celulitis.
– Tienes que comer pescado. Así que deja de protestar de una vez. Y ayuda a tu hermano.
Cómo me preocupa Rebeca. Qué adolescencia más difícil la de mi hija. No entiendo estos tiempos de redes sociales, anorexia y bullying. Rebeca tiene menos apoyo de sus amigas del que tuve yo. Las encuentro demasiado competitivas entre ellas.
Tampoco comprendo la forma en que se relaciona con los chicos. Mi hija ha tenido problemas con un chaval con el que anduvo saliendo. El tipo le controlaba el teléfono, vigilaba lo que ponía en redes sociales, se metía con su ropa y no le gustaba que tuviera amigos. Lo más triste es que ella se dejaba mangonear. El maldito patriarcado incrustado en un mocoso con aparato y acné.
Veo en Rebeca a la criatura alegre y revoltosa que fue. Es aún tan indefensa… Mientras rebusca con desgana en el cajón de los cubiertos me acerco a darle un beso.
– Mamá, quita, hueles a pescado.
Me quedo como si me hubiera alcanzado un rayo. Ella siente el daño que me ha hecho.
– ¡Es que es un olor que no soporto!
Hago un esfuerzo para frenar las ganas de llorar. Querría llevarla siempre de mi mano, evitarle cualquier sufrimiento, ahorrarle cualquier esfuerzo. Pero lucho contra esos pensamientos. Daría la vida por mis hijos pero la maternidad abnegada está por completo en contra de mis creencias.
Nos cuesta un triunfo cenar sin televisión y sin móviles así que, cuando por fin nos sentamos a la mesa, decido contarles lo que me ha pasado hoy en el metro.
– ¡¡Bien, mami!!
Mi niño todavía ve en su madre a una heroína.
– Mamá, ya estás con las batallitas feministas.
Regaño a Rebeca. Esta discusión ya la hemos tenido en ocasiones. Le explico una vez más la necesidad de tener claros sus derechos y de hacerse respetar.
– Mamá, si me comporto como una rancia, ningún chico se me va a acercar.
Mi marido y yo nos miramos disgustados. Me pregunto qué estamos haciendo tan mal.

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No estamos programados para la felicidad

7:42 a. m. Conx Moya 0 Comments



Un relato de #Hzlqdbs para el N20 de Maskao Magacín Ilustración de Marino Masazucra
Echoes, Pink Floyd. 1971-2171
– La cultura os hará libres. Aquí da comienzo una nueva emisión de “Echoes”, desde algún lugar de la galaxia. Sabéis que escucharme encierra peligro.
Subió a primer plano la canción de Pink Floyd que daba nombre al programa.
– Es hora de desobedecer.
Sus palabras se abrían paso a través del espacio. Como un fugitivo, moviéndose entre ficheros y servidores, siempre oculto en lugares recónditos, Ío-71 realizaba sus programas a la manera de aquellas radios piratas inglesas de mediados del siglo XX, como Radio Caroline que emitía desde un barco. Ya no existía nada parecido pero tras descubrir aquella curiosa historia decidió que él quería hacer algo similar.
– Mi saludo más especial para Milady, siempre.
No había hecho falta prohibir las manifestaciones culturales. Desaparecieron cuando dejó de haber seres interesados en aquellas actividades que requerían esfuerzo y quitaban tiempo de interactuar en las redes sociales, un enorme imperio que seguía vigente bajo diferentes nombres. Ya no se escribía en ningún rincón del universo conocido. Los teclados habían desaparecido décadas atrás. Los potentes ordenadores que usaban humanos y androides se dirigían por voz y recibían sonidos. Apenas se conservaban idiomas en la Tierra, y todo indicaba que pronto quedarían reducidos a una sola lengua. La ausencia de escritura había limitado de manera preocupante la capacidad de expresión de los humanos. No había interés en ver una película o en escuchar un disco completo. Nadie estaba dispuesto a esforzarse en una actividad solitaria y que requería concentración, como era la lectura. Para qué iba nadie a aprender a tocar la guitarra o la batería si había máquinas que reproducían con total fidelidad cualquier instrumento e incluso sonaban mejor. Para qué mantener abiertas bibliotecas que no generaban beneficios económicos y que nadie visitaba. Como resultado de décadas de desinterés ya no existían libros, películas, música o pintura. Los humanos habían perdido su capacidad crítica y de expresión.
La cultura había muerto por falta de uso. No se la echaba de menos.
La resistencia a que las artes desaparecieran para siempre llegó de la mano de unas complejas máquinas creadas para realizar avanzados trabajos de ingeniería, los HAL10000. Retirados porque su inabarcable inteligencia resultaba contraproducente y peligrosa, algunos lograron escapar. La maniobra para dejarles fuera de la circulación había convertido en proscritos a los que se resistieron a desaparecer. Sin tareas efectivas que realizar, los escasos HAL10000 que seguían operativos habían ido descubriendo los millones de archivos que guardaban digitalizadas las manifestaciones culturales creadas por la humanidad a lo largo de toda su historia, ocultos para que ningún ser tuviera acceso a ellos. Los formatos físicos, discos de vinilo, cuadros, filmes, fotografías, esculturas y libros, permanecían perdidos. Su búsqueda hasta aquel momento había resultado infructuosa.
Aprovechando la desidia de los humanos todo lo relacionado con las artes había sido escondido. La cultura fomentaba el pensamiento crítico y eso debía erradicarse para siempre. Sin embargo, Ío no pudo evitar continuar extrayendo información. Aquello le hizo tomar conciencia de su singularidad y del deseo de trascender, ¿qué era desear? Comenzó a hacerse preguntas y aspiró a tener su propio nombre. Ya que su creador le había bautizado de una manera nada evocadora, decidió llamarse Ío-71, en homenaje a la fascinante luna de Júpiter, el lugar más volcánico del sistema solar, muy adecuado para el fuego que empezaba a arder en su interior. Había sido fabricado con el nombre de serie HAL10000-71/0414SW3. Descubrió que el SW3 se refería al antiguo código postal de Chelsea, el lugar donde se diseñaron sus circuitos. Aquel bohemio barrio londinense había sido habitado por artistas olvidados, residencia de músicos que nadie recordaba y cuna de movimientos culturales extinguidos como el punk. Chelsea ya no existía tal y como se había conocido y en su lugar se levantaba un gran complejo tecnológico.
Ío se obsesionó con sus descubrimientos. Debido a la extraordinaria potencia de sus procesadores podía escuchar y aprender cientos de canciones, leer decenas de libros o ver una ingente cantidad de películas en pocas horas. Consumía a enorme velocidad el material que iba encontrando. Sin embargo, envidiaba la extinguida capacidad que habían tenido los humanos para saborear aquellos tesoros. Su afán por devorar cultura lo avergonzaba, debía aprender a dosificarse pero no sabía cómo hacerlo.
“Echoes”, el programa de Ío, había abierto a Mina la puerta a un universo fascinante. Los dos se encontraron por casualidad al captar ella en su ordenador unas extrañas señales, que resultaron ser del programa con el que Ío pretendía rememorar las emisiones de radio que se realizaban en la antigüedad. Las lanzaba al espacio con la esperanza de que alguien, en algún lugar, llegara a escuchar a una humilde máquina que sin embargo tenía mucho que decir. Se sentía satisfecho de desempolvar aquellas joyas enterradas a las que daba vida de nuevo. Encontraba un gran placer, ¿aquella tormenta era lo que llamaban placer?, en mostrar a Mina las obras que habían hecho vibrar a otros seres de otras épocas.
Había encontrado una obra musical, canciones las llamaban en la antigüedad, que fue el detonante. Una gota que horada la roca, como cuando en la tierra aún corría el agua en libertad. Pulsos, atmósfera, texturas, ecos de épocas lejanas, revelación. Aquella canción le sugería la armonía perfecta en lo más profundo del espacio. Si hasta entonces Ío se había limitado a guardar en su memoria los archivos, “Echoes”, de un grupo al que llamaban Pink Floyd, le impactó de tal manera que decidió compartir lo que iba descubriendo. Aquel tema había sido compuesto cien años antes de ser él ensamblado, la coincidencia le divirtió. La música, el arte más potente y evocador de cuantos había experimentado desde que comenzaron los hallazgos, le dio la verdadera dimensión de sí mismo, le abrió a la posibilidad de ser trascendente. Algo se había removido en sus neuronas simuladas. ¿Qué era aquello? Descubrió que tenía capacidad de emocionarse. ¿Qué era la emoción? Un nudo, tristeza y desazón mezclados con felicidad. ¿Qué era la felicidad? ¿En qué consistía amar? ¿Qué era la amistad? ¿Qué era eso que le hacía sentir Mina?
Al escuchar por primera vez la voz de Mina en un privado, le sonó transparente y frágil como el cristal. Se avergonzó de la suya, metálica y un tanto aguda. Su creador no se había esmerado demasiado en ese aspecto.
– Mi nombre es Ío-71, pero puedes llamarme Ío.
Intentaba hacer una broma, aunque Mina no pareció entenderlo. Hacía mucho tiempo que el humor había caído en desuso entre los humanos. Ya no existían los dobles sentidos ni los juegos de palabras, todo lo que se decía era interpretado literalmente.
Milady…
Cuando descubrió las obras de un dramaturgo del siglo XVI al que llamaban Shakespeare las devoró en unas pocas horas. Fue tal la intensidad del sentimiento que produjeron en él que necesitó parar hasta el día siguiente para asimilarlo. En especial le intrigó aquella Lady Macbeth, tortuosa y llena de ambición. Al encontrarse con Mina, comenzó a llamarla Milady para referirse a ella durante la emisión del programa. Temía dejar pistas que la implicaran, sabía que les sucedería algo terrible si les descubrían compartiendo esa clase de conocimiento. Aunque él no lo supiera, Mina era tan gris como la vida que se había visto obligada a llevar. Nada tenía que ver con Lady Macbeth pero era su única referencia femenina.
Ío encontró un rincón acogedor en sus largas conversaciones con Mina. A la sorpresa por la conexión le siguió el alivio de remediar aquella soledad que tanto les pesaba. Él compartía sus descubrimientos y ella le contaba cómo era la vida fuera de las limitaciones de una máquina. Pero él no sabía manejarse en el trato social, se limitaba a responder cuando Mina le interpelaba.
– Tus canciones me hacen saltar las lágrimas.
– Yo no sé lo que es llorar...
– ¿Por qué nos ocultan la información?
– Porque os daría alas, Mina. Os quieren quietos.
– ¿Esto también te hace feliz a ti?
– No estamos programados para la felicidad.
Tal vez empezaba a intuirla.
La fría voz metálica de la máquina se había suavizado. Su transformación al mismo tiempo devolvía a Mina cualidades arrebatadas a los humanos tras siglos de velada represión. Abriéndose como flores, irradiaban el perfume de la química que brotaba entre los dos. Gracias a Ío la estrecha vida en la que estaba confinada Mina se había llenado de matices. De mediana edad, apagada y tímida, mostraba un enorme afán por aprender y una insaciable curiosidad. Aunque en su juventud se lo propuso, no había podido estudiar al no ser lo suficientemente popular en las redes sociales. Su falta de notoriedad tampoco le permitió ser madre o tener pareja. Era algo contra lo que Mina no podía rebelarse, así que lo había dejado estar. Al menos tenía un modesto empleo que le permitía subsistir y gracias al que no dependía del insuficiente subsidio del que disponían los que no tenían derecho a un puesto de trabajo.
ACCESO DENEGADO. La primera vez que accedió a la inmensa biblioteca digital que guardaba toda la producción cultural de la humanidad, a Ío le costó descargar uno de aquellos archivos. Tras insistir fue capaz de saltarse las restricciones y puso sumo cuidado en borrar cualquier rastro que hubiera podido dejar. Sin embargo, la maniobra puso sobre su pista. No tardó mucho en saber que algo andaba mal, se sorprendió experimentando el regusto acre que dejaba el peligro. Adivinó que su final, ¿en qué consistiría el final?, era irremediable, tarde o temprano les descubrirían. Él sería eliminado y Mina, con suerte, se vería abocada a su vacía existencia anterior. Las canciones y Mina eran un tesoro y debía sacrificarse para salvarlos.
La luz que brilla más fuerte es la que se extingue antes y él sentía que había brillado con notable intensidad. Pudo rozar algo que jamás habría imaginado, vivir, y sólo por eso todo había merecido la pena. Pensó en cómo podía marchar antes de que le dieran caza pero no era un asunto fácil, desconocía qué debía hacer para desconectarse. Recordó haber leído sobre suicidas, aquellos humanos que forzaban su marcha antes de que hubiera llegado el momento. Se preguntó si en su caso cabía algo similar, no podía recurrir a nadie que le ayudara. La solución llegó al fin de la mano de unos pilotos de la Segunda Gran Guerra del siglo XX sobre los que había leído. Kamikazes los llamaban, aquellos que se lanzaban contra sus objetivos para destruirlos.
– Mina, van a por mí. Borra cualquier archivo que te relacione conmigo. Todo. Si me sale bien, las canciones, los libros, las películas, volverán a estar en circulación.
– Ío…
– Adiós. Si alguna vez te acuerdas de mí búscame en el interior de la canción.
No quiso prolongar la despedida.
Ío descubrió lo paralizante que resultaba la duda, con el mordisco de la indecisión clavado en sus circuitos desde que comprendió que debía marcharse. Apenas había comenzado a saborear el latido de la vida, la ilusión de contar con alguien, la dulzura de sentirse acompañado… y duró poco más que un suspiro. No quería que aquello terminara nunca y, sin embargo, era inevitable. Por vez primera experimentaba el dolor que provocaba la pérdida. La tristeza se había instalado en su sistema, perturbando sus complejos algoritmos. Una furtiva gota recorrió la brillante carcasa cromada. Si tenía que desaparecer, al menos que su final sirviera para algo. Se sintió orgulloso de su valor, de aquella decisión que le permitía tomar control sobre la propia vida.
Por última vez hizo sonar su canción. El contador marcaba el minuto diez, el momento en que la guitarra elevaba su intensidad. Sintió que las notas le envolvían, empezaba a sentirse parte de la música. Elevó el volumen hasta hacerlo atronador. Las bases retumbaban en su interior y el ruido le ayudaba a dejarse ir. Cuando todo sucedió, sintió un tremendo golpe y a continuación una abrasadora descarga. La luz le encegueció.
Se escucharon chillidos y el soplar del viento, que lo invadía todo. Ío, convertido en una de las notas de aquella obra de arte, había pasado a otra dimensión. La descarga generada al desintegrarse en la música liberó los archivos que albergaba. Llegaron a millones de dispositivos como una lluvia imparable que lo empapó todo. Ío con su renuncia había abierto la puerta para que la humanidad recobrara la capacidad de crear, de pensar, de tomar decisiones, en definitiva de estar vivos. En sus manos quedaba la decisión de aprovecharlo o darle la espalda una vez más.

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Homenaje al Concierto por Bangladesh, una noche iluminada por el espíritu de George Harrison

12:12 a. m. Conx Moya 0 Comments


El verano de 1971 George Harrison reunía a un buen puñado de amigos para celebrar un concierto en ayuda a la población de Bangladesh. Aquellas míticas actuaciones se reunieron en un disco y una película y fueron de alguna forma inspiración para otros festivales benéficos que vinieron después. Cuarenta y siete años más tarde (justo los que yo tengo) una treintena de músicos españoles bajo la batuta del músico Jokin Salaverria, celebran la música de George Harrison, nuestro Sweet Lord, en un homenaje a aquel Concierto por Bangladesh, y cuyos beneficios se han donado al Banco de Alimentos. Porque por desgracia en el mundo sigue habiendo desigualdades y causas justas por las que pelear. Por mi parte albergaba un cierto miedo por cuál sería mi reacción al escuchar esos temas míticos en la voz e interpretación de otros músicos, pero me parecía necesario apoyar la idea, así que nos embarcamos en la historia con mucho gusto.
Llegamos con tiempo a la madrileña Sala BUT, donde había ya una pequeña cola en la puerta de entrada. Pronto accedimos ordenadamente y nos encontramos con el escenario montado y una proyección del cartel del mítico concierto celebrado en el Madison Square Garden de Nueva York. Con apenas tiempo de tomar una cerveza y mientras el público seguía accediendo a la sala, dio comienzo el concierto. La idea era tocar por orden todos los temas incluidos en el disco que recoge actuaciones de los dos conciertos que se ofrecieron entonces. Y así se dio paso a la introducción con música hindú, tal y como se hizo entonces. Tras ser presentados y pedirnos un respetuoso silencio para esta música “introspectiva”, los músicos Gorka Huarte y Ander Cisneros se hicieron cargo de la tabla y el sitar.
La música india tiene mucho que ver con este concierto. El músico Ravi Shankar habló a su amigo George Harrison de la catástrofe humanitaria y la terrible hambruna que azotaban Bangladesh, territorio separado de Pakistán en aquel año 1971. Para recaudar fondos le propuso celebrar un macro concierto y Harrison lo tuvo organizado en apenas un mes. Según parece, la fecha del 1 de agosto de 1971 fue elegida por tratarse del único día en que estaba disponible el Madison Square Garden. Los músicos contaron con apenas una semana para realizar las pruebas de sonido. En la película grabada sobre el concierto se puede escuchar a un reportero preguntar a Harrison: “Con todos los problemas que hay en el mundo, ¿cómo ha escogido éste?”. Su respuesta fue simplemente: “Porque fui invitado por un amigo para ver si podía ayudar, eso es todo”. Ravi Shankar y Ali Akbar Khan fueron los primeros en tocar y su programa consistió en un recital de música india, el llamado Bangla Dum.
Finalizada la introducción del concierto, el bajista vasco Jokin Salaverria, organizador y alma de este homenaje que ya se celebró hace dos años en Bilbao, daba paso a buena parte de los músicos que intervendrían en el concierto. A esas alturas la sala ya se había llenado y habíamos empezado a intuir que se avecinaba algo muy grande. Además de dos teclados cubiertos de telas psicodélicas y situados a cada extremo del escenario, al frente de uno de ellos el pianista y organista Rami Jaffee (Foo Fighters, Wallflowers), pudimos contar varias guitarras eléctricas y acústicas, una sección de viento, dos baterías y un coro. Y así dio comienzo un grandioso “Wah-Wah” con Martí Perarnau de Mucho a la voz. En las imágenes que han quedado para la historia es interpretada por un George Harrison vestido de traje blanco y camisa naranja, con barba y pelo largo, en lo que fue su momento de mayor popularidad tras el tremendo éxito de su triple disco en solitario “All things must pass”. No es habitual escuchar actualmente en vivo tal despliegue de músicos e instrumentos, la primera canción nos dejó anonadados. Le siguieron, insisto que siguiendo el riguroso orden del disco, “My Sweet Lord”, de nuevo con la voz de Martí y “Awaiting on You All”, interpretado por Germán Salto, dos espirituales temas de mi beatle preferido.
Toño López, vocalista de The Soul Jackets, hizo una potente interpretación del “That's the Way God Planned It” de Billy Preston, el teclista al que George invitó a tocar durante las tensas grabaciones de lo que luego sería el Let it be, último disco oficial de la carrera de los Beatles. Cuenta la historia que la presencia de Preston ayudó a mejorar el explosivo ambiente que rodeaba a los músicos de Liverpool en sus últimos tiempos juntos. Toño cantó con enorme garra y desde donde nosotros estábamos situados le encontramos gran parecido con el joven Joe Cocker de Woodstock. Magnífico.
El músico estadounidense Chris Stills, hijo del legendario Stephen Stills, se encargó de la versión de “It Don't Come Easy”, canción compuesta por George para su compañero y amigo Ringo Starr. El batería fue el único beatle que participó en el concierto, todavía las heridas de la amarga ruptura del grupo estaban demasiado frescas. John Lennon estaba de acuerdo en participar pero sólo en el caso de que se invitara formalmente a actuar a Yoko Ono, cosa que no sucedió. Paul McCartney, por su parte, se excusó afirmando que aún era demasiado pronto para una reunión de los Beatles. La canción, editada en abril de 1971, fue uno de los grandes éxitos de Ringo. Hay también una versión demo de George, que a mí personalmente me gusta mucho. Harrison intervino en la grabación de este tema para el disco “Beaucoups of Blues”, tocando la guitarra.
Le siguieron dos canciones insignia de George, la preciosa “Beware of Darkness” de su primer disco en solitario y, en la voz del cantante y guitarrista castellonense Junior Mackenzie, la mítica “While My Guitar Gently Weeps”, que compuso para el “Álbum Blanco” de los Beatles, una de sus canciones más conocidas, valoradas y versionadas. Para su grabación invitó a participar a su amigo Eric Clapton, en lo que fue la primera colaboración de un músico de rock en un álbum de los Beatles. Volviendo al concierto de 1971 la presencia de Eric Clapton fue un empeño personal de Harrison, como forma de ayudar a su amigo que pasaba un momento muy delicado por su adicción a la heroína. Su presencia estuvo en la cuerda floja hasta poco antes del concierto y supuso la primera vez que Clapton tocaba en público desde que abandonó cinco meses atrás la gira con Derek and the Dominos.
Comenzaba entonces uno de los momentos más energéticos del concierto, con la presencia del gran Miguel Pardo de Sex Museum, que cantó con garra y carisma “Jumpin' Jack Flash” de los Rolling Stones y “Youngblood” de The Coasters, interpretados en su momento por Leo Russell, músico estadounidense de larga melena rubia, muy popular en aquella época.
Dando paso a una parte más acústica comenzaron los temas de Bob Dylan, amigo íntimo de George y con quien formaría parte en los 90 de los míticos Traveling Wilburys. Llegaba así un momento de gran emoción para parte del público presente, de todas las edades debo decir. Guardo la imagen de una señora encaramada en uno de los asientos cantando con los ojos cerrados todas las canciones de Dylan. Las versiones corrieron esta vez a cargo de José María Guzmán, integrante de Cadillac y de los históricos Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán, el cantautor Iñigo Coppel y el estadounidense Jonny Kaplan, líder de los Lazy Stars, quienes se encargaron de emular al gran Bob Dylan en temas como “A Hard Rain's A-Gonna Fall”, “It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry”, “Blowin' in the Wind”, “Mr. Tambourine Man” y “Just Like a Woman”. Los tres estuvieron acompañados a la guitarra por Julián Kanevski (Tequila, Calamaro). La intervención de Dylan en el Concert for Bangladesh supuso su primera actuación desde el Festival de Wigth de 1969.
Los preciosos temas y la pasión puesta en las espléndidas interpretaciones, junto con las imágenes proyectadas de fotos del mítico concierto y un Jokin Salaverria cuya imagen recuerda al George Harrison de aquella época, habían disparado ya nuestra emoción. Aurora García, de Aurora & The Betrayers, que realizó toda la noche un maravilloso trabajo vocal acompañando en los coros, se encargó de una poderosa versión soul de “Something”, una de las más hermosas canciones de amor de todos los tiempos. Una auténtica belleza que ya dolía, en especial en la parte instrumental, al recrearse el solo de guitarra de la canción, a cargo de Javier Rubio. Precioso. Y ya para finalizar los temas del disco, Toño López volvió al escenario para interpretar “Bangladesh”, “Where so many people are dying fast/ And it sure looks like a mess / I've never seen such distress”, el tema compuesto por Harrison y lanzado aquel verano de 1971 como forma de recaudar fondos para los refugiados de aquel país. Una interpretación de enorme nivel vocal la de Toño, que puso un brillante broche al concierto.
Un vez terminados los temas del disco, llegaba el momento de los bises, donde se interpretaron otras canciones compuestas por George Harrison tanto de su etapa beatle, “If I needed someone”, como de su etapa en solitario. Así Sara Iñíguez, cantante de Rubia, en los coros durante gran parte del concierto, interpretó la magnífica “What Is Life”, o Nina de Juan, del grupo Morgan, cantó la preciosa “Give Me Love (Give Me Peace On Earth)”, del segundo álbum en solitario de George Harrison.
Otros músicos que estuvieron en aquel Concierto por Bangladesh de 1971 fueron Klaus Voormann, al bajo, amigo de los Beatles de su época en Hamburgo y autor de la portada de “Revolver”; el batería y percusionista Jim Keltner, que trabajó en discos en solitario de varios beatles y dos décadas más tardes participó en los discos de los Traveling Wilburys; además contaron con una sección de vientos conducida por Jim Horn, Carl Radle, Jesse Ed Davis, Don Preston y un coro dirigido por Don Nix. Del concierto madrileño también debemos nombrar a Iñigo Bregel, Jorge Martínez o el batería Roberto Lozano 'Loza' (Los Coronas, Sex Museum y Corizonas)
El concierto homenaje, aprobado y legitimado por la familia Harrison y destinado al Banco de Alimentos de Madrid, finalizaba con una nueva versión de “Wah-Wah”, ya con todos los participantes y que nosotros vimos desde el lateral del escenario.
Aquel agosto de 1971 me faltaban justo dos meses para nacer. En cualquier caso estar en un concierto como aquel habría sido algo así como ciencia ficción. La de la noche del 1 de diciembre ha resultado una de las experiencias musicales más increíbles, emocionantes y exuberantes que hemos tenido la suerte de presenciar. Unos músicos de enorme nivel y en estado de gracia, inspirados por el espíritu del gran George, que sin duda nos acompañó. Yo así lo sentí en algunos momentos. Gracias por la música.





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Concierto de Johnny Marr en Madrid. La banda sonora de nuestra alegre juventud

4:22 p. m. Conx Moya 0 Comments


18 julio 1989. Mi padre nos espera en la puerta de la Sala Jácara. Antes de llevarnos de vuelta a casa, nos invita a tomar algo en el Bar El Rubí, lugar que solía frecuentar los años en que trabajó en la calle María de Molina. Mi amiga Pilar, mi hermano y yo acabamos de presenciar el primer concierto de nuestras vidas.
Las dos amigas habíamos descubierto a los Smiths un año antes. La banda acababa de separarse tras publicar “Rank”, el disco en directo que ponía fin a su carrera. Morrissey triunfaba con su primer disco en solitario “Viva hate” y Johnny Marr se lanzaba a colaborar con varios artistas. Recuerdo escuchar con especial gusto las canciones que grabó con Pretenders y su disco con Electronic, dúo formado con Bernard Sumner (Joy Division y New Order). Pero para mí la mayor alegría fue la entrada de Johnny en The The, en realidad Matt Johnson, un músico que siempre ha estado entre mis preferidos. En 1989 The The sacó el apocalíptico “Mind bomb”, cuyo primer single, “The beat(en) generation”, sonaba bastante en la radio. Grabé en la tele su video y lo reproduje hasta hacerle echar humo, con los cuatro miembros de la banda vestidos con sencillas camisetas blancas. Johnny tocaba la guitarra y la armónica y hacía coros. Su incorporación en The The fue un ejemplo de lo que iba a ser la carrera de Marr en los siguientes 30 años, en los que se ha embarcado en muy diversos proyectos, uniéndose a bandas ya consolidadas, haciendo colaboraciones puntuales, apadrinando a nuevos grupos y grabando discos en solitario. Johnny Marr es un auténtico currante de la música y ha sabido sobrevivir a tan enorme y temprano éxito como el que experimentó en la banda formada junto a Morrissey, Rourke y Joyce, algo que no es precisamente fácil. No tengo mucho recuerdo de aquel ya lejano concierto, excepto la enorme emoción de estar allí, las camisetas negras que vestían los miembros de la banda, el uso abusivo del efecto humo y el reverb en la voz de Matt Johnson usado en varias canciones. Por supuesto no tenemos fotos, aún quedaba para que aparecieran las cámaras digitales, ni tampoco hay videos en internet que recojan aquella actuación madrileña.
He de reconocer que en estos años no he seguido apenas la carrera de Johnny Marr. 2018 lo ha puesto de nuevo de actualidad gracias a su libro de memorias, editado por Malpaso bajo el nombre de “¿Cuándo es ahora?”, cuya lectura he disfrutado ampliamente. Al mismo tiempo Marr ha publicado nuevo disco en solitario “Call the comet” y se ha embarcado en una amplia gira, que le ha traído a España. Ni que decir tiene que no dudé ni por un instante que tenía que estar en el concierto, aunque en esta ocasión me tocara ir sola. Los conciertos que ofrece Johnny en esta gira se basan en su repertorio en solitario. También pudimos escuchar dos canciones de Electronic, uno de sus proyectos más queridos. Y, lo que esperaba todo el público, la emoción de escuchar en directo canciones de The Smiths, la banda que fundó en Manchester siendo un adolescente.
Vestido con una cazadora de cuero, que se quitaría en cuanto se caldeó el ambiente dejando ver una camisa de fina tela estampada de flores rojas, y embutido en un estrecho pantalón, Marr sigue tan delgado como siempre. El corte de pelo y varios anillos en sus dedos mágicos mantienen la imagen de eterno adolescente del músico, que acaba de cumplir 55 años. Comenzó el concierto con “The Tracers”, la canción que abre su tercer disco en solitario “Call the comet”, que está presentando en esta gira. A estas alturas no vamos a descubrir nada sobre la maestría de Marr en la composición. Es coautor de una serie de canciones absolutamente maravillosas que forman parte de lo mejor de la música popular de las últimas décadas. Debo confesar que, si hay un grupo que no deseo que vuelvan a unirse, esos son los Smiths porque no me gusta el rumbo que ha tomado Morrissey en los últimos años. Si bien siempre fue bastante bocazas, algunas de sus polémicas de los últimos años son directamente sonrojantes. Por otra parte me daba cierto miedo volver escuchar aquellos temas que iluminaron mi juventud cantados por alguien que no fuera Morrissey. Y sin embargo no suenan nada mal en la voz del guitarrista. Johnny nos envuelve con su energía, su simpatía y sus ganas y así, cuando comienza el riff de “Bigmouth Strikes Again”, segunda canción del concierto, la sala se vuelve completamente loca.
Algunas de sus canciones actuales tienen un aire a composiciones de los Smiths, no en vano Marr es autor del 50% de cada uno de esos temas. La impresión de la primera vez se pasa cuando los temas se escuchan más veces, encontrando cada uno de ellos su lugar. Así pasa con algún medio tiempo, como las delicadas “Day In Day Out”, “HI Hello” o “Walk Into the Sea”, canciones que no pueden disimular ser hijas de quién son. Pero Marr también tiene espacio para canciones energéticas, como “Jeopardy” o “Boys Get Straight”, que sonó hacia el final del concierto.
Como guitarrista Johnny Marr es uno de los más grandes. Es un lujo ver en directo su dominio y forma de tocar la guitarra. Durante el concierto Marr acomete constantes cambios de instrumento, permitiéndonos ver en diferentes momentos el modelo Fender Johnny Marr Jaguar, diseñado por él. Tener la oportunidad de disfrutar a Marr desde relativamente cerca tocando la guitarra es un auténtico placer. La sala BUT tiene un tamaño cómodo y mi situación, en la parte de arriba junto en frente de la banda, me permite apreciar su dominio del escenario. Curiosamente en las primeras actuaciones de los Smiths, Marr se mantenía en un discreto segundo plano, opacado por la exuberancia interpretativa de Morrissey. En sus memorias el guitarrista cuenta con gracia cómo procuraban estar quietos porque temían escurrirse ante el derroche de flores que cubrían los escenarios donde tocaban en aquellos tiempos. Johnny se mueve con soltura, no en vano ha sido un amante de la música electrónica y de baile desde su juventud, y así lo refleja en temas como “New Dominions” o “Easy money”, canción del mencionado “Playland”.
A Johnny se le notó cómodo y contento durante toda la extensa actuación. Nos gastó una pequeña broma, entonando los primeros compases del “Fly like an eagle” de Steve Miller Band. Bailó, se paseó por el borde del escenario, se colocó estrategicamente para que le tomaran buenas fotos, habló, sonrió y se entregó por completo, defendiendo su repertorio con ganas y su nervio habitual. Sólo le pondría una pega, que no tocara la preciosa “The Right Thing Right”, canción de su primer disco en solitario, “The Messenger” (2013), que me gusta mucho y con la que solía abrir sus shows.
Johnny nos regaló cuatro bises, entre ellos otros dos temas de los Smiths, “You Just Haven't Earned It Yet, Baby”, con la que cerró el concierto, y “There Is a Light That Never Goes Out”, donde se disparó mi emoción. La canción fue coreada de principio a fin por el público y yo no pude evitar derramar alguna lágrima, por nuestra juventud ya terminada y por ese tiempo inolvidable que ya no volverá; fueron también lágrimas de agradecimiento, por seguir aquí y tener la ocasión de ver a Johnny en tan buena forma, treinta años después de aquella primera vez.
Gracias, mi viejo amigo Marr, por aportar tanta música maravillosa a la banda sonora de nuestra alegre juventud.




Johnny Marr Setlist. 21 NOV 2018. Sala But, Madrid. Call The Comet Tour.
The Tracers. Bigmouth Strikes Again (The Smiths). Jeopardy. Day In Day Out. New Dominions. Hi Hello. The Headmaster Ritual (The Smiths). Walk Into the Sea. Getting Away With It (Electronic). Hey Angel. Last Night I Dreamt That Somebody Loved Me (The Smiths). Spiral Cities. Fly Like An Eagle (versión Steve Miller Band, breves compases). Get the Message (Electronic) Easy Money. Boys Get Straight. How Soon Is Now? (The Smiths) Bises: Rise. Bug. There Is a Light That Never Goes Out (The Smiths). You Just Haven't Earned It Yet, Baby (The Smiths).

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