“Amed” y Paco
“Amed, Amed”, los gritos de Paco se escuchaban a lo largo de la avenida, ya le había pillado. Realmente no le molestaba, le divertía cada vez que Paco le encontraba en la calle, como cuando le pillaban en el escondite en sus juegos de niño en su añorado Sahara. Lo cierto era que le gustaba ver relucir los ojillos del viejo cada vez que requería entusiasmado su atención. El siempre había atraído a los niños y a los animales, que nunca se equivocan en saber quién les quiere de verdad y quién quiere hacerles daño. Y también atraía a los locos, como le decía su mujer muchas veces, se dirigían hacia él como un imán, adivinaban que no saldría corriendo, que les prestaría atención. Tal y como le había enseñado su madre desde pequeño, ella no les compadecía, de alguna manera les entendía o se ponía en su lugar. Como el anciano Heddi, el loco de su barrio de infancia. Su madre sabía que estaba falto de atención, que los vecinos le huían, que le tenían miedo, pero ella no le temía. Siempre hablaba con cariño al viejo Heddi, con su darra rota, el pelo descuidado y la eterna confusión en su mente. A menudo le regalaba cosas, le daba un dulce o una peseta y cuando no tenía nada que ofrecerle le agarraba la mano y charlaba con él.
Por eso cuando Paco, al poco de instalarse él en su nuevo barrio en Madrid, le gritó un día por la calle, él se paró. El hombre le atropelló con una sarta de incoherencias de las que apenas logró entender nada, pero le escuchó con paciencia y le respondió como pudo. Desde ese día Paco saltaba como un resorte cada vez que lo divisaba. El viejo pasaba mucho tiempo en la calle, daba igual que hiciera frío o calor, había temporadas en que tenía muy buen aspecto pero otras estaba sin afeitar y descuidado, en cualquier caso no parecía un vagabundo. Por los vecinos se enteró que tenía familia y vivía en el barrio. Paco al principio sólo entablaba con él una conversación caótica y desordenada, interrumpida por una risa nerviosa, pero con el tiempo le pedía cigarros o unas monedas. Él señalaba los dedos amarillentos del hombre:
- Paco, fumar es muy malo, te vas a enfermar, tienes que dejarlo.
Paco protestaba y le seguía pidiendo una moneda. A él no le sobraba ni mucho menos el dinero pero siempre tenía un euro para su amigo. Su madre le había animado desde pequeño a practicar la limosna o sadaga, uno de los preceptos del Corán. Y él procuraba siempre dar lo suficiente para comprar al menos un pan.
Un día, en un momento de breve lucidez, Paco le contó que había trabajado años atrás cavando zanjas en Marruecos. Tal vez por eso le reconocía como árabe y le llamaba “Amed”. El viejo nunca le había preguntado su nombre, le adjudicó ése y él lo aceptó aunque no fuera el suyo. A los gritos de “Amed, Amed”, el hombre requería su atención siempre que lo encontraba en el barrio.
Aquel gesto con Paco no era caridad, no era tampoco compasión, era un recuerdo a su infancia, un homenaje a su querida madre, sentir simpatía también por el diferente, demostrar con hechos que todos debemos ser iguales.
*Cuadro: Alicia Toscano, balada para un loco
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