El cementerio
“Un par de kilómetros a las afueras de Auserd, dos pequeñas colinas batidas por los vientos acogían el solitario camposanto. Las tumbas se extendían desordenadas en las faldas y las alturas de ambas lomas, y la arena traída por los sirocos cubría muchas de ellas hasta casi hacerlas invisibles. Aquí y allá, el viento había dejado envases de yogures, botellas de plástico para zumos y agua mineral, jirones de ropas, papeles, cartones y toda clase de desechos de poco peso.
Mitad camposanto y mitad basurero, el lugar guardaba una rara belleza. Arriba de los dos cerros se alzaban sendas casetas de adobe rojo, con la entrada tapada tan sólo con cortinas de paño grueso, que eran utilizadas como oratorios por quienes acudían a visitar a sus muertos. La arena liviana refulgía bajo el sol de la atardecida, teñida de una luz anaranjada. En la lejanía, hacia el sur, un erg de rubias dunas cerraba el paisaje. El aire que soplaba desde el oeste producía un silbido apenas audible y traía colgado un rastro sutil de humedad desde el lejano mar.
Cada sepulcro había sido excavado allí donde quedaba un hueco entre los otros, sin aparente propósito de orden o concierto, como si el cementerio se hubiera improvisado tras una cruenta batalla. No se veían grandes losas cubriendo los enterramientos; cada uno de ellos era señalado por una sucesión de piedras que formaban círculos y óvalos para distinguir el sexo de los muertos. En la cabecera de cada tumba se alzaba una pequeña estela, por lo general de piedra o de latón”*.
Le robaron la tierra para la vida y también para la muerte. Su sueño era volver a ver su tierra, los montes que recorrió cuando era niña, las verdes sabanas donde acampaban con los camellos en los años de lluvia, los frig llenos de vida, de vecinos, de buen humor y hermandad. No le fue posible. La enfermedad le llegó en un campo de refugiados, donde huyeron treinta años atrás pensando que sería para unos meses, mientras el enemigo del norte recobraba la cordura y volvía a sus tierras. Pero la locura duró más de lo previsto. Ella no dudaba que aquel infierno acabaría, sin embargo sus ojos ya no lo podrían ver.
Mitad camposanto y mitad basurero, el lugar guardaba una rara belleza. Arriba de los dos cerros se alzaban sendas casetas de adobe rojo, con la entrada tapada tan sólo con cortinas de paño grueso, que eran utilizadas como oratorios por quienes acudían a visitar a sus muertos. La arena liviana refulgía bajo el sol de la atardecida, teñida de una luz anaranjada. En la lejanía, hacia el sur, un erg de rubias dunas cerraba el paisaje. El aire que soplaba desde el oeste producía un silbido apenas audible y traía colgado un rastro sutil de humedad desde el lejano mar.
Cada sepulcro había sido excavado allí donde quedaba un hueco entre los otros, sin aparente propósito de orden o concierto, como si el cementerio se hubiera improvisado tras una cruenta batalla. No se veían grandes losas cubriendo los enterramientos; cada uno de ellos era señalado por una sucesión de piedras que formaban círculos y óvalos para distinguir el sexo de los muertos. En la cabecera de cada tumba se alzaba una pequeña estela, por lo general de piedra o de latón”*.
Le robaron la tierra para la vida y también para la muerte. Su sueño era volver a ver su tierra, los montes que recorrió cuando era niña, las verdes sabanas donde acampaban con los camellos en los años de lluvia, los frig llenos de vida, de vecinos, de buen humor y hermandad. No le fue posible. La enfermedad le llegó en un campo de refugiados, donde huyeron treinta años atrás pensando que sería para unos meses, mientras el enemigo del norte recobraba la cordura y volvía a sus tierras. Pero la locura duró más de lo previsto. Ella no dudaba que aquel infierno acabaría, sin embargo sus ojos ya no lo podrían ver.
Le hubiera gustado al menos ser enterrada en zona liberada, pero no pudo ser. Es triste no poder volver a tu tierra. Es triste no poder descansar en tu tierra. Allí se quedarán cuando los saharauis retornen. Ellos son ya parte de la tierra, pero de una tierra que no es la suya.
*El médico de Ifni, Javier Reverte
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