La pulsera de Rabab
Llevaba treinta años buscando a quién
regalar la pulsera que había realizado con sus propias manos tanto tiempo
atrás. A veces pensaba en aquella búsqueda como en la del zapato de Cenicienta,
¿para qué mujer sería aquella joya tan especial?
Fue orfebre durante varios años en El
Aaiun, capital del Sahara Occidental, la ciudad de los manantiales, víctima de
décadas de opresión por una injusta ocupación militar. Se consideraba un
enamorado del pueblo saharaui, de quienes aprendió muchas cosas, su humanidad,
la milenaria hospitalidad del desierto, el valor de la amistad… Ellos también
le enseñaron sus formas tradicionales de trabajar la plata para hacer anillos,
las bellas pulseras para el tobillo llamadas jaljal, tocados para el pelo, y
tbalich, los delicados brazaletes saharauis. Sus joyas tradicionales eran muy solicitadas,
y había conseguido algo muy difícil, dominar las técnicas para trabajar la
plata a la manera típica del Sahara.
Los años que vivió en El Aaiun pudo
comprobar que la convivencia era buena, había casos de extranjeros que se
mezclaban con la población atraídos por el misterio de los hombres desierto,
accediendo a las familias y a sus casas. A los saharauis les agradaban los
españoles que se esforzaban en chapurrear su idioma hasania, vestían en las
fiestas la ropa tradicional que les regalaban o comían el cuscus con la mano
compartiendo una misma fuente. Siempre recordó aquella etapa como una época muy
feliz para él, incluso cuando las cosas se complicaron, cuando empezaron a
llegar malos vientos del norte y el clima se enrareció en El Aaiun. A pesar de
comentarios y rumores nunca llegaron a imaginar cómo acabaría todo, con España
saliendo de aquella vergonzosa manera, Marruecos y Mauritania invadiendo el
territorio, bombardeos, familias enteras huyendo despavoridas, y el caos, la
destrucción y la muerte cayendo encima de los saharauis como una maldición.
Coincidiendo con la época en que la
situación empezó a agitarse, él comenzó uno de sus trabajos más ambiciosos, un
brazalete de plata, con cierre y cadena, diferente de lo que había hecho hasta
entonces. Incluyó como adornos una mano de Fatma, un camello y otros relieves
tradicionales, empleando muchas horas, trabajo y plata en aquella pulsera,
realmente espectacular. No dio tiempo a que nadie la adquiriera, ningún
próspero comerciante la compró para su esposa, ninguna novia pudo lucirla el
día de su boda, no hubo ninguna saharaui que la paseara orgullosa por la Plaza
de España.
Buscó y buscó y buscó durante treinta años
a la que sería dueña de la pulsera. No pensaba en una mujer saharaui porque se
había alejado de todo lo que tuviera que ver con el Sahara durante mucho
tiempo, para él era demasiado triste siquiera recordarlo. Sentía tanta
vergüenza que no se atrevía a enfrentarse con los posibles reproches que le
hicieran los saharauis, no tenía argumentos para defenderse, España en este
terrible asunto no tenía defensa. Lo ocurrido pesaba toneladas sobre su
conciencia porque la traición le había roto el alma, y aunque la política la
hacen los gobiernos se consideraba cómplice por huir en aquellos días de
infamia sin luchar por lo que él había considerado su casa.
El brazalete siempre estuvo presente en su
vida, pese al muro de olvido que se había impuesto todos aquellos años y,
cuando pasado el tiempo se atrevió por fin a bajar a los campamentos de refugiados,
lloró por los bravos hijos de la nube encerrados en aquel inmenso pedregal,
volvió a escuchar su delicioso español con perfume saharaui y se le derrumbó la
esperanza de encontrar a antiguos amigos y conocidos, todo era muy distinto a
sus recuerdos del Sahara, aunque la esperanza y fortaleza de los saharauis, y
en especial de las mujeres, seguía intacta pese a los años de infernal
destierro.
Encontró valerosas mujeres que sacaban
adelante a sus familias. Ancianas que habían luchado por la independencia de su
tierra, combatientes, enfermeras, poetisas, universitarias, valientes madres,
hijas y esposas llenas de sacrificio y fervor. Conoció mujeres muy cultas. Se
reunió con mujeres analfabetas que se esforzaban por aprender. Habló con
jóvenes modernas, guardianas de las tradiciones. Halló las más bellas flores
creciendo en el infierno de la hamada, apoyándose unas a otras en su desgracia.
Comprobó que los saharauis en los campamentos vivían una situación penosa, pero
llena de dignidad, y la colectividad impuesta por siglos de dura vida en el
desierto se había trasladado al refugio.
Aun así regresó de los campamentos con la
pulsera en la mochila, además de grandes amigas y muchos ejemplos a seguir. El
viaje le sirvió para retomar su contacto con el Sahara y descubrió que en la
amada tierra que a él también le arrebataron miles de saharauis seguían
resistiendo y luchando por la libertad.
Seguía sin encontrar a quien entregar la
pulsera hasta que conoció a Rabab en Madrid. La joven, estudiante universitaria
de las zonas ocupadas, había salido con muchas dificultades a través del
consulado de un país del norte de Europa, para dar a conocer la represión que
se vivía en el Sahara. En sus conferencias habló con pasión de su pueblo y su
lucha pacífica por la libertad, por la tierra y por el respeto a los seres
humanos y, a través del testimonio de vida que ofreció Rabat, él pudo acercarse
a la realidad de los saharauis que resisten en las ciudades ocupadas.
Desaparecidos, cárcel, torturas, humillaciones, familias separadas,
violaciones, juicios sin ninguna garantía, discriminación, muerte y expolio
ante la más cruel indiferencia del mundo. Una resistencia de más de treinta
años silenciada por la codicia y la indignidad de los poderosos. Rabab nació
cuando España llevaba una década fuera del territorio y creció bajo las garras
de un sultán temible y sanguinario. Ahora vivía bajo la opresión de otro
dictador revestido de democracia por gobiernos sin escrúpulos. En el Sahara ser
saharaui era un problema y luchar por la libertad un crimen.
En su primer encuentro pudo ver una mujer
joven, de frágil belleza de sultana de las mil y una noches. Delgada y sutil,
se esforzaba por sonreír constantemente, hablaba hasania pero ellos se
entendieron en inglés, pronunciado por Rabab con voz cristalina y firme. Fruto
de la política marroquí de borrar cualquier huella que recordara a la antigua
metrópoli, Rabab no sabía español, aunque recitaba de corrido, entre risas y
con voz infantil, una curiosa cantinela que su madre les contaba cuando eran
pequeños: “- ¿Cómo está tu madre? ¿Todavía está en el hospital? - Sí, pero su
corazón está mejor”, texto rescatado por su madre de su época de estudiante en
la que fuera provincia 53 de España.
Viendo reír a la dulce Rabab resultaba
difícil pensar en las vejaciones y el sufrimiento que padecía en el Sahara
ocupado, aunque en ocasiones, cuando pensaba que nadie la miraba, las
preocupaciones se reflejasen en su cara y unas sombras oscuras rodearan sus
ojos negros, triste resultado de todo lo que estaba viviendo.
En las distintas conferencias en las que
participó, Rabab afrontó con valentía y aplomo las duras vivencias que le tocó
relatar:
“Los estudiantes saharauis tenemos que
estudiar en universidades de Marruecos. Si en los colegios del Sahara nos
acorralan, humillan y acosan, estando en nuestra tierra, imaginad lo que ocurre
con nosotros en el propio Marruecos. Estamos discriminados, no quieren que
estudiemos, si nos sorprenden hablando nuestra lengua nos golpean e insultan y
tampoco podemos llevar la melhfa o la darra, las ropas que siempre hemos
vestido los saharauis. Hace unos meses comenzamos sentadas y manifestaciones
pacíficas para protestar por nuestras condiciones, y respondieron con decenas
de policías que se emplearon salvajemente contra nosotros”, contaba Rabab. “A
una compañera le acuchillaron en el vientre, a un chico le rompieron las
piernas, a mí me llenaron el cuerpo de moratones por los golpes que me
propinaron, y una de mis amigas perdió un ojo, un policía le estalló el globo
ocular con una porra”. En ese punto le dijeron que parara si no podía seguir
con su relato pero Rabat continuó. “No recibió atención correcta en el hospital,
no recibió más que patadas e insultos, ¡en un hospital!, ¿entendéis lo que eso
significa? Ahora ha perdido el ojo y tiene machacado el pómulo, sufre dolores
terribles y si no se le atiende correctamente quedará para siempre desfigurada.
Una chica estudiosa, valiente y tan bella, con el rostro desfigurado para
siempre”.
Rabab hizo una breve pausa y continuó: “Nos
odian porque no han podido corrompernos ni someternos. Nunca podrán borrar
nuestra esencia, somos saharauis y siempre lo seremos. El Sahara es nuestro y
el día en que se marcharán está muy cerca. Lo que siento es rabia, impotencia y
desesperación, aunque confío que nuestra lucha despierte vuestras conciencias
para que comprendáis la sensación de abandono, olvido y destierro que sufrimos
todos los saharauis”.
La historia de la larga búsqueda finaliza
aquí. El brazalete adorna desde entonces la delicada muñeca de Rabab, para
alegría del orfebre, quien también comprendió que no hay una única dueña de la
pulsera, que en realidad las destinatarias de la hermosa joya son todas
aquellas mujeres entregadas a luchar contra la colosal injusticia que les
quiere borrar como pueblo. La lucha de Rabab y sus compatriotas no tiene de
momento fin. El Sahara es para los saharauis una inmensa cárcel, una macabra
fosa común donde quieren hacerlos desaparecer. Pero la liberación del Sahara es
tan cierta como que todas las mañanas sale el sol. Y los bellos, dolientes y
bravos ojos de Rabab lo verán. Inchalá.
4 comentarios:
¡¡Que historia tan bonita y que bien escrita!! Ojalá los periódicos trajeran todos los días relatos como éste.
Una historia tan bella como la protagonista.
Felicidades por este trabajo y por todo el compromiso que hay detrás
TONI
Después de pasar el tránsito al año nuevo en los campamentos de refugiados de Tinduf, quiero enviarte mis mejores deseos para este 2008 que estamos estrenando.
Mi abrazo solidario.
P.S. Espero con impaciencia nuevos relatos en HAZ LO QUE DEBAS; son extraordinarios.
conchi, cuánta delicadeza...
y qué brutal la historia de esa familia...
haz lo q debas...
do the right thing, sister
manu
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