Zafeiga, el demonio de arena

1:37 p. m. Conx Moya 0 Comments




Yenbi yenbi, ya rih an jaimitna fiha ennabi
Desvíate, desvíate tornado, que en nuestra jaima está el profeta.

El pequeño pastor había salido como cada mañana muy temprano con las cabras de la familia. Cuando fuera más mayor iría acompañando a los adultos con los camellos, pero de momento aprendía a ser pastor junto con otros niños de los frig cercanos. Aquella mañana habían repetido el ritual diario, levantarse antes de salir el sol, preparar el pequeño rebaño y ponerse en camino hacia la zona, no demasiado lejana, donde había pastos para las cabras. El niño pasaba casi todo el día fuera, aprendiendo a familiarizarse con el ganado y con la badia, la madre de su milenaria cultura, lo que había hecho de ellos unos nómadas que perseguían las nubes, y que convivían en armonía con el sol y el viento, tan extremos en aquellas latitudes. El desierto no impresionaba al pequeño pastor, su familia le había enseñado a amarlo pero sobre todo a tenerle enorme respeto, sabía que no podía luchar en contra de aquella naturaleza porque siempre sería él quien saldría perdiendo.

Aún era muy pequeño para comprender en su totalidad la grandeza del desierto. Años después, cuando el pastorcito se convirtiera en un combatiente recorriendo la badia durante la guerra, sentiría muy dentro aquella misteriosa inmensidad y se embriagaría con el perfume milenario de su tierra.

Aquella mañana, a poco de salir hacia los pastos, los niños divisaron a lo lejos una amenazante nube negra. Sus madres les habían advertido que no se alejaran demasiado, en el aire flotaba una extraña pesadez y los animales se mostraban muy inquietos. “No te vayas muy lejos, yauleidi[1], creo que viene algo muy grande”, advirtió la madre del pequeño pastor.

Los niños cuidaban del ganado, por una vez callados y formales, no había lugar para cuentos, risas ni correteos porque ellos también presentían que algo iba a ocurrir. De repente uno de los niños dio la alarma. “¡Viene una enorme oscuridad!, corramos a las jaimas”. Llegaba zafeiga, el temible tornado que levanta jaimas y derriba árboles, el tornado que desorienta a camellos y pastores y puede costarte la vida.

Los pequeños pastores agruparon sus rebaños y se apresuraron hacia el frig, aunque sabían que allí no estarían tampoco a salvo. Todos los niños se unieron en una misma jaima y empezaron a entonar el tranquilizante salmo que habían aprendido de los abuelos, “desvíate, desvíate tornado, que en nuestra jaima está el profeta; desvíate, desvíate tornado, que en nuestra jaima está el profeta”. Zafeiga no les escuchó, entró en la jaima, y de repente se vieron sacudidos por una violenta presión, un ruidoso remolino que enganchó la jaima y la lanzó hacia el cielo, la cubierta de pelo de dromedario, los altos palos de la tienda, todo salió disparado, como si fueran papeles bamboleados por el viento.

Cuando se alejó el torbellino se miraron unos a otros, al menos continuaban vivos, con un susto enorme en el cuerpo. El demonio de arena no había pasado de largo pero al menos todos ellos podían dar las gracias al profeta.

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[1] Yauleidi: mi hijo



*Este relato pertenece al libro de próxima autoedición Delicias saharauis

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