La radio que escuchamos peligrosamente. La Luna Hiena (III)
La Luna Hiena significó mucho para los rendidos oyentes porque fuimos también una parte fundamental en aquella historia o al menos ellos conseguían que nos sintiéramos así. Para ser un programa de una radio libre recibían muchas llamadas. Realmente no tiene mucho sentido ponernos a calcular cuántos oyentes potenciales podría suponer cada llamada o cada carta o rollos de esos, pero desde luego a los chicos les escuchaba mucha, mucha gente. Algunos llamaban de vez en cuando o incluso salían en antena tan sólo en una ocasión. Pero unos cuantos nos convertimos en asiduos y solíamos llamar todos los domingos. Y ahí se creó una complicidad muy especial entre nosotros.
El oyente más explosivo y con más chispa
fue sin duda Oscar. El Osquitar no se limitó en sus llamadas a dedicarles
elogios y a decirles lo muchísimo que le gustaba el programa, como hacíamos los
demás; fue más allá, decidido a convertirse en todo un personaje de la Luna
Hiena. Y vaya si lo consiguió. Su intervención comenzó con el cachondeo de que
vivía en una triste cabina en medio de la calle; con esta delirante historia
consiguió enrollarse de maravilla con todos y conectó con el espíritu burlón y
surrealista de Jesús, Juan y Angelito. Nos contaba las movidas de su loco
“habitáculo”, pero también mezclaba estas aventuras con la desilusión por la
falta de trabajo y de perspectivas, que por desgracia sufríamos todos. Seguimos
con interés su último año de universidad, sus exámenes y su aprobado final;
sufrimos su explotación colocando juguetes en unos grandes almacenes unas
Navidades e incluso su paso por la mili, porque sí, de aquellas aún se hacía la
mili. Así Osquitar se convirtió en el personaje que colocaba en los estantes de
la tienda la Barbie-Sado y el muñeco Billy, un muñeco con inclinaciones de lo
más dudosas. El “servicio a la patria” le tocó en Madrid y pronto nos
tronchamos de risa al empezar a escuchar sus desventuras en la milicia.
Osquitar fue más allá en la coña, confesando que era el hijo secreto de
L'Aplast. Como el viejo tenía dinero a espuertas, la intención de Oscar era
sacarle los cuartos como fuera a su padre, algo que evidentemente provocaba las
iras del anciano profesor nada dispuesto a soltar la tela. Las historias de
Oscar nos acompañaron casi todos los domingos, y lo cierto era que todos las
esperábamos con ganas.
Entre la inclasificable fauna que
formábamos los oyentes de La Luna Hiena destacaba la peña formada por
Carolina, Elena y Penélope. Carolina y Elena llamaban muy a menudo; contaban
cómo les había ido la semana, o no contaban nada porque no sabían que decir,
así que se limitaban a contestaban a las preguntas de Juanito; Elena nos
hablaba de que estaba aprendiendo a tocar el bajo y quería entrar en un grupo,
pero cómo lo haría de bien que le habían expulsado de tres (jeje); Carolina les
escribía preciosas poesías y cartas; Elena les escribía también; Jesús
contestaba y les mandaba estupendos dibujos de monstruos, logotipos del
programa, muñecajos, insectos... Nunca vi en persona a Carol, aunque a Elena,
“Elenanito” como le llamaban los chicos, la conocí la noche que fuimos a ver a
Juanito al Triskell.
La oyente que más se implicó con ellos fue
Penélope; Penny era pequeñaja y en aquellos años cambió un montón de veces de
aspecto, la vimos con el pelo tintado de rojo, de amarillo pollito, rapado casi
al uno, con trencitas o mechones largos; tenía una ristra de pendientes
repartidos por el cuerpo, en la lengua, en la ceja y en el labio, y además las
orejas llenas de aros y pendientes pequeñitos; Penélope vestía mallas llenas de
agujeros, medias rotas, su color era el negro, pintas siniestras, labios
rabiosos, llena de pulseras y cadenas. Coincidí con ella en alguna visita al
programa y en las actuaciones de Juan con su grupo celta; a Juan le vimos tocar
varias veces durante los años que duró el programa.
Y otro grupo de lo más estrafalario fue el
formado por Salva y toda su panda. De repente un buen domingo empezaron a
llamar chavales de un instituto que saludaban a la gente de su clase. No
fallaba: “Saludo a Ed-du, a Salva, a Zamorano a tal y cual y pascual”, y al
ratillo llamaba otro de la peña y volvía a saludar a todos los demás. En
realidad parecía como si sólo escuchasen el programa hasta que acababan de oír
todos los saludos y luego pasaran de seguir. Lo cierto fue que al menos Salva
se hizo un habitual del programa, llamaba todos los domingos, también se
convirtió en hijo secreto de L’Aplast y por lo tanto en hermanastro de Oscar,
les inundaba de cartas y de dibujos porque por lo visto competía con Jesús en
habilidad pictórica y se ganó a pulso ser otro miembro más de aquella
excéntrica hermandad.
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