Verano de mierda
Trabajé un verano como portero de una finca
en el barrio de Salamanca, haciendo una sustitución. Mi padre tuvo que pedir no
sé cuántos favores a unos cuantos hijos de perra, que le costaron doblar el
espinazo y besarles el culo cada vez que les encontraba. Y total para qué. Un
sueldo miserable por pasarme un huevo de horas sacando, metiendo y limpiando
cubos de basura, dando los buenos días y las buenas tardes a un puñado de loros
y momias de lo más antipático, recogiendo la correspondencia, y haciendo
recados de mierda. Sonriendo a cabrones. Chupando culos. Muriéndome de asco por
dentro. Avivando mi odio hacia aquel barrio, aquel edificio, aquellos vecinos.
Un verano infernal, uno de tantos.
Me obligaban a llevar una especie de
uniforme, pantalón de pinzas azul marino, el primero que me puse en mi vida y
camisa blanca de manga corta, más feos que su puta madre. Parecía un camarero
de pub de viejos, de lo más deprimente. El viaje lo hacía en transporte
público, desde Vallecas, y me ponía encima de aquellos trapos un chaleco
vaquero viejo, lleno de remaches, parches e imperdibles. Los zapatos del
uniforme, como de padre pero en bastos, iban en la mochila. Me ponía unas
bambas mugrientas de las que me despojaba al llegar al trabajo. Por aquella
época llevaba siempre mi pendientico de pirata en la oreja. Al llegar al
edificio infernal me quitaba las bambas, el chaleco y el pendiente, me
disfrazaba de gilipollas y a currar. Sólo volvía a ser yo al colocarme mi mugre
sobre aquellas ropas odiadas.
Aquel verano fui consciente por primera vez
del destino de mierda que me esperaba, atrapado toda mi vida en algún trabajo deprimente
parecido. Y decidí huir de aquello. Sin estudios, sin saber hacer nada, sin
oficio, sólo me quedaba atacar por la música. Me lancé de lleno.
En mi desesperación decidí que tenía que
hacer algo extremo. Le tiré los trastos al tipo más chungo de nuestro barrio,
Culebra, un bicho malo a rabiar. Un tipo chungo de verdad, pendenciero, pero
que tenía una guitarra. Entendí que era el único de nuestro entorno que podía
darme lo que necesitaba. No era tocar más o menos decentemente, eso lo podía
encontrar a patadas. No, podía darme toda la rabia, la furia y la locura que
hacía falta para hacer verdadero ruido. Y así nació, después de aquel verano
de mierda, nuestra banda. La hostia, la que liamos.
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