Muelle, el mítico grafitero de Madrid
Los años 80, los de mi infancia y
adolescencia, fueron años dorados para mi ciudad, Madrid. La capital del reino
dejaba atrás décadas de dictadura política y mugre cultural. “Los 80 son
nuestros” rezaba una obra de teatro muy popular en aquellos años; “Madrid me
mata” era el eslogan de la movida, aquel movimiento artístico y cultural que
puso a Madrid en el mundo. O al menos eso creímos los madrileños. A España todo
llegaba tarde, si llegaba. El rock era un invento del diablo, la estética
moderna era de sucios, las pintadas en las paredes, vandalismo. No vamos a
engañarnos, las cosas no han cambiado tanto. Seguimos llevando décadas de
retraso; la cultura es vilipendiada y maltratada. Así es España.
Aquellos años 80 Madrid pasaba, o lo
intentaba, del blanco y negro al technicolor. Lo hacía de la mano de pintores,
escritores, músicos, fotógrafos, diseñadores y artistas. Y si hablamos de
colores, un joven de barrio sería el encargado de dar otro aire a las paredes
de mi ciudad. Juan Carlos Argüello. Muelle, su nombre de guerra. El primer
grafitero de Madrid. Un mito olvidado por las instituciones pero adorado por
toda una generación. Su estilo, talante, valentía y misterio le hizo inmortal
entre sus conciudadanos.
La batalla de Muelle en las calles comenzó
en 1984. Loco por la batería y el punk, armado de sprays y a lomos de su
inseparable moto, comenzó a dejar su firma, castiza y personal, en muchos muros
de Madrid. No se consideró grafitero sino “escritor” o “flechero”. Su
inconfundible creación estaba subrayada por una espiral y acabada en flecha.
Imitada hasta la saciedad por muchos otros, marcó la edad de oro del grafiti
madrileño. Adorado, mitificado, se ganó el respeto de la calle.
Él mismo marcó sus reglas: no pintar en
cualquier sitio, ni en el metro ni en propiedad privada. Disfrutó mucho tiempo
del anonimato, pero pronto su firma le trascendió. La leyenda cuenta que una
marca de colchones le ofreció millones por su firma. Muelle decidió que su
identidad valía más que el dinero y lo rechazó. Patentó su creación y siguió a
lo suyo, perfeccionando su obra, estando en todas partes. Los medios de
comunicación acabaron por fijarse en él. Alcanzó la fama, pero al final llegó
el hastío, consideró que su discurso estaba agotado. Muelle colgó los sprays y
se centró en otros proyectos. Dos años después de dejar la calle, en 1995,
moría de una grave enfermedad. Sólo tenía 29 años.
Sobrevive una firma de Muelle en Madrid. En
el muro de un edificio en litigio en la céntrica calle Montera. Espera tapada
con mallas a que la administración decida si la convierte en Bien de Interés
Cultural. Ese sería su indulto. Estos años de desidia y olvido político se
compensan de alguna forma con la noticia de que en breve Muelle tendrá una
calle en su, nuestro, Madrid,
Inmortal Muelle, maestro de “escritores”,
protagonista de las memorias de tantos chicos de barrio, símbolo de toda una
época. Muelle, ilustrador de una épica marginal y suburbial. Iremos a rendirte
pleitesía a esa calle tuya, que ya es nuestra. Larga vida a Muelle.
“En
la calamidad, hijos míos, no hay flechas de dirección / obligatoria. Por eso
existió Muelle. / Y este mundo de las corazas diminutas hechas de poliéster. El
cielo-periferia / color jean, / las redondas gafitas / de cien mil leguas de
los niños que no pueden dibujar barcos”. (Del poemario Skinny Cap, Martha
Asunción Alonso)
La firma de Muelle en la calle Montera |
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