Metarrelato con perfume
Mi colaboración con Maskao Magacin. 02/07/2018
Me sorprendo decidida a contar al vendedor por
qué busco el perfume, pero una vez que he empezado no voy a parar. Sé que va a
sonar muy loco pero no voy a parar.
Llevo varias semanas buscando perfumes de
hombre. Estoy dando vueltas a una nueva novela. Ha nacido a partir de una
canción, en un proceso un tanto extraño. Me he acostumbrado a no inmutarme ante
nada que tenga que ver con escribir. Es así y no quiero darle más vueltas.
Pero soy consciente de que va a sonar muy
loco. Nunca me ha gustado dejarme llevar por misticismos en torno a la
literatura. Desde que escribo en serio me han pasado varias anécdotas que
resultan, como poco, difíciles de explicar. Yo misma soy testigo de cómo las
historias se entrecruzan con la realidad, surgen extrañas casualidades e
incluso en ocasiones lo que escribo acaba sucediendo. Los círculos de la
creación me dan miedo, no quiero insistir sobre ello. Porque el impulso de
escribir es más fuerte. No es algo que me guste contar.
Y sin embargo, sin saber por qué, me decido a
explicar al dependiente qué hago allí.
– Verás, cómo lo digo… Busco las palabras.
– Es para algo que voy a escribir. Soy
escritora. Cuánto me cuesta aún pronunciarlo. Escritora.
– Estoy buscando perfume para un personaje. La
idea es que me ayude a caracterizarlo, ya lo he hecho en otras ocasiones.
El vendedor no pone, como espero, cara de
extrañeza. Es más, parece entenderme. Sus ojos brillan y sin asomo de duda va
al grano.
– ¿Qué tipo de hombre es?
Se lo describo por encima. Hace un gesto de
afirmación y se lanza a por uno de los frascos. Pulveriza el perfume sobre un
abanico, con delicados movimientos que tienen algo de performance. Lo huelo. En
momentos como este lamento tener un olfato tan poco desarrollado, agravado por
la presión de tener que decidirme sin demorarme demasiado. Había pensado que me
toparía con el aroma como por arte de magia, que iba a surgir un flechazo con
el perfume exacto. Pero se me está complicando más de lo que pensaba.
Curiosamente la idea del olor, qué contradicción, ronda en mi cabeza. Espero
que este ritual me ayude a encontrarlo.
En realidad mi periplo había comenzado en un
gran almacén. Las vendedoras acechaban y en cuanto me veían acercarme a un
expositor empezaban el interrogatorio.
– Quiero un perfume de hombre.
– Que no sea fresco, ni deportivo.
¿Cítrico? ¿Herbal? ¿Amaderado? ¿Especiado?
¿Oriental? ¿Frutal? Madera, almizcle, ámbar o resina, vainilla, pimienta y
canela, lavanda, espliego, hojas, tallos, musgo, mandarina, pomelo, naranja,
bergamota.
A partir del quinto perfume ya no conseguía
captar ningún matiz, sentí incluso un leve mareo. Oler sobre unas cartulinas
tampoco ayudaba. Y las miradas expectantes de las vendedoras me generaban
incomodidad.
Desistí de seguir buscando allí pero seguí
apostando por la capacidad evocadora del perfume para ayudarme a crear mi
personaje.
En uno de mis paseos he descubierto esta
tienda en una calle comercial. Me he decidido a entrar sin pensarlo dos veces.
No me ha dado tiempo a mirar apenas. De inmediato se me ha acercado el
dependiente. Alto, delgado, con perilla y bien peinado, viste completamente de
negro.
Después de oler el primer perfume me encuentro
tensa. ¿Qué estoy haciendo? Insisto.
– Igual esto te parece muy loco.
El vendedor niega con aspavientos.
– Soy actor. Me encanta esto afirma mientras
prosigue con el ritual.
Tras la primera experiencia fallida en el gran
almacén, había decidido adentrarme en una pequeña perfumería. Cambié de
táctica, buscando un perfume en concreto, aquel cuyo frasco reproduce el torso
de un marinero. Una amiga me había contado que su olor le evocaba intensamente
al sexo. Me sonó literario, aunque en realidad mi hombre no será especialmente
sexual. Lo imagino cálido, social y refinado. Al fin y al cabo en eso consiste
escribir, en inventar lo que al autor le dé la gana. Tampoco vi claro que esa
fragancia fuera la que buscaba. Lavanda, vainilla y ámbar. Para un hombre
“provocador e irreverente”, me dijeron. Mi personaje no lo es. Lo intenté con
otro de la misma casa. Higuera, pachulí, cacao, cedro y vetiver. “Afrodisiaco y
lleno de energía”, lo definieron. Lo encontré demasiado intenso. Aún probé otro
de la marca. Cardamomo, artemisa y pimienta, unidos a salvia y canela.
Definitivamente no. Una molesta sensación había empezado a instalarse en mi
cabeza, ¿y si estaba empeñada en seguir un camino equivocado?
En otra de mis búsquedas recalé en Serrano. De
nuevo el gran almacén pero en esta calle la tienda, de una sobria elegancia,
estaba decorada con madera, espejos y cuero. Me asaltaron los olores nada más
entrar. En absoluto fue una sensación violenta. Evocaban clasicismo, seguridad
y pulcritud. Como tal vez oliera a mediados del siglo pasado en el baño de un
escritor de éxito, un reputado cirujano, un político trepa y prometedor o un
publicista a lo Mad Men. Había entrado al local de Serrano para hacer pis. Los
grandes almacenes siempre son mi comodín, con sus baños limpios, el papel
higiénico a punto y toallitas de papel de buena calidad. Salía de un concierto
en la Residencia de Estudiantes y decidí bajar andando hacia Colón para
despejarme. Todo rebosaba estilo y distinción en el establecimiento. El guardia
de la puerta, apuesto como un galán de Hollywood me dio las buenas tardes al
entrar. Los dependientes, de impecable traje, recordaban a George Clooney, con
cuidado corte de pelo y canas como pintadas una a una.
Volví mi mirada, ávida, hacia colecciones de
frascos minimalistas, con formas rectas y tipografía clásica en las etiquetas.
Correspondían a marcas de las que no necesitan anunciarse en televisión. Aromas
de un clasicismo vetusto, de perfumistas que cuentan historias disparatadas
sobre el nacimiento de sus perfumes.
Tanto lujo me incomodaba.
La respuesta tampoco podía encontrarse allí,
mi personaje, desclasado y sibarita, no podría permitirse esos precios. Pienso
que tal vez el ritual desplegado por el actor puede funcionar. Y me dejo
llevar. El dependiente frunce el ceño y me busca otro perfume. Repite el gesto
con el abanico. Pero el anhelado flechazo no llega. Sus explicaciones tampoco
ayudan. Habla de desiertos, de nómadas, narguiles, inciensos y oasis. A mi
cabeza acude un término “orientalismo”, ese mal que los antropólogos condenan y
que yo lucho por desterrar de mi mirada. Ese orientalismo con el que miré en su
día a la India y al norte de África. Sin embargo, él está poniendo empeño. Opto
por no ser aguafiestas. Y sigo oliendo. Me decido por la combinación que me ha
llenado más, ámbar, almizcle y un toque de pimienta blanca. Compro un frasco
pequeño, de promoción y me lo llevo. En casa me perfumo con él. Con disgusto,
acabo admitiendo que tampoco es éste.
No encuentro un final adecuado. Aún no tengo
perfume para mi personaje y no estoy segura de si debo seguir buscando. Para
este metarrelato sobre escritura podría inventarme hallarlo gracias al anuncio
de una revista antigua, o en una caja con cosas de mi abuelo, en realidad yo no
conocí a ninguno de los dos, o en un choque fortuito con un tipo perfumado en
el metro, o…
Pero lo cierto es que el flechazo aún no ha
sucedido. Sin embargo, la novela seguirá adelante, ya es inevitable.
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