Un año de desconexión digital
Su marido fue quien le hizo llegar aquella
propuesta un tanto descabellada, lanzada por una marca para ella desconocida. Treinta
mil euros por vivir un año de desconexión digital. Pensó antes en el tiempo, un
eterno año, que en el dinero, unos salvadores treinta mil euros. Comprendió que
tenía un problema, estaba realmente enganchada.
Ernesto le había animado a participar
recordándole que con ese dinero lograrían tapar unos cuantos agujeros, como
decían los ganadores de la Lotería de Navidad en los telediarios de cada 22 de
diciembre. Aunque Marifé no podía ni sospecharlo, aquello no era más que una
mascarada preparada por su marido, alarmado por su evidente dependencia del
móvil y las redes sociales. Ernesto consideraba que su mujer perdía demasiado
tiempo con las redes, inmersa en un universo paralelo de bromas, memes, fotos y
amigos virtuales a quienes no conocía en persona.
Marifé trabajaba desde casa como traductora
y correctora autónoma para varias empresas, aunque su deseo era llegar a hacerlo
para una editorial. Obligada a pasar muchas horas frente al ordenador, la vida
virtual suponía un cómodo escape de la rutina. Ernesto siempre la veía ensimismada,
incluso sentía en ocasiones que la molestaba cuando intentaba iniciar una
conversación o la invitaba a sentarse a ver la tele a su lado. “Tengo mucho
trabajo”, se disculpaba ella. Pero al momento la veía de nuevo consultando el
móvil y escribiendo frenéticamente. Ya hacía tiempo que había empezado a
preocuparse, así que se inventó aquella disparatada historia con el propósito
de alejarla de aquel monstruo voraz. Quería animar a su mujer, embarcarla en un
propósito, lograr que tuviera más tiempo para su trabajo, para sus aficiones y
para los dos. Tenía la impresión de que la red les estaba quitando tiempo de
estar juntos.
A Marifé siempre le había causado inquietud
aquella frase de Groucho Marx: “bebo para hacer a la gente interesante”. Ella
usaba las redes para resultar interesante a los demás. Incluso compartía
algunos de sus tropiezos revistiendo de entrañable despiste su desastrosa vida
cotidiana. Se había puesto una norma que nunca quebrantaba, todo lo que
compartía debía ser cierto. También se había propuesto no mostrar situaciones
vergonzosas y que la dejaran en mal lugar, pero no siempre lo conseguía.
Usuaria de Twitter, pronto quedó atrapada
por su inmediatez. Además tenía que reconocer que se lo pasaba muy bien, todo
eran bromas y risas si se encontraba a la gente adecuada. Las menciones,
etiquetas y diferentes formas de llamar la atención la ayudaron a hacerse con
un grupo de seguidores habituales que la apoyaban y aplaudían. En la red por
fin se sentía alguien. Sobre todo después del increíble éxito del video de su
perro. Su verdadera vocación era la cocina y las publicaciones de los platos
que compartía, sobre todo los postres, tenían cierta repercusión aunque nada
comparado con sus calamidades. Su gran éxito, el que le proporcionó miles de
“me gusta” y una cantidad escandalosa de nuevos seguidores, fue un breve video
de su perro abalanzándose sobre una de sus tartas. Estaba subiendo a la red su
creación y no se dio cuenta de que el perro entraba en su cocina. Aquel bicho
nervioso y mugriento que había encontrado abandonado en la calle era una
especie de maldición. Feo y torpe, nunca había sido cariñoso con quien le había
salvado de un final trágico. Porque, ¿quién iba a adoptar a aquel adefesio,
altivo y borde, excepto ella?
De alguna forma se sentía poderosa en las
redes. Ella, que no se consideraba agraciada, que sabía que no era carismática
ni lo bastante inteligente, que no había tenido éxito con los hombres hasta que
conoció a Ernesto, se sorprendía de acaparar aquel incipiente interés virtual. Pero
también había situaciones desagradables. La red estaba abierta, para bien y
para mal, y cuando tenía algún encontronazo, sólo le apetecía compartir
pensamientos negativos sobre lo mal que le salía todo. Twitter influía en su
estado de ánimo. El aumento de seguidores tras el video de su perro le llenaba
los privados de tarados que le enviaban todo tipo de mensajes horribles, así
que no daba abasto con los bloqueos. Aquella efímera popularidad tenía su
contrapartida negativa.
Lo más agradable de Twitter era su mejor
amigo, Martin. Una aburrida tarde en la que mataba el tiempo navegando por
internet había descubierto una página de citas con granjeros en Alabama. Tras
sorprenderse de que existiera una página como aquella, entró por puro placer de
cotillear. Y así conoció a Martin, un granjero que tenía cuenta en Twitter y cuyo
bisabuelo asturiano había emigrado a los Estados Unidos en busca de fortuna.
Aquel granjero además cantaba y tocaba el banjo en un grupo de country rock. Las
ocasionales fotos que subía Martin mostraban a un tipo alto y escuchimizado con
una melena rubia y lisa que acostumbraba a llevar recogida en una larga trenza.
Solía vestir ropa vaquera, desgastados petos y pantalones, chalecos, cazadoras
y camisas de cuadros. En su torso asomaba una suave mata de pelo claro y al
cuello llevaba atados raídos pañuelos de colores. Se cubría con un pequeño
sombrero de estilo vaquero y, lo que más le llamaba la atención, un parche
pirata. Martin le confesó en uno de sus privados que una vaca le había dado una
patada y había dejado muy dañado su ojo derecho.
Uno de los temas favoritos de Martin en sus
conversaciones con ella era Asturias, la tierra de sus ancestros y el paraíso
personal de Marifé, que desde niña soñaba con vivir allí. Aquel año Ernesto se
hartó a comer fabada, pote, merluza a la sidra, cachopo o arroz con leche. Marifé
aprendió a cocinar los callos a la manera asturiana, los tortos de maíz con picadillo
y huevo y los casadielles, una empanadilla dulce rellena de nueces y anís.
Contactó con una carnicería de Noreña desde donde le enviaban sabadiegos, un
chorizo negro que asaba en la parrilla eléctrica. Ponía especial afán en
preparar aquellos platos y en fotografiarlos y subirlos a su cuenta. El
granjero y Marifé hablaban sobre las recetas al tiempo que repasaban juntos
anécdotas e historias sobre la tierra que Martin deseaba conocer algún día.
Ernesto había planificado el engaño con
ayuda de su mejor amigo, un programador que sin embargo arremetía con saña
contra los peligros del exceso digital y las redes sociales. Ernesto tampoco
era capaz de entender qué encontraba la gente en las redes. Dejó caer información
sobre el supuesto concurso sin saber cómo iba a reaccionar su mujer. Lo que de
verdad le preocupaba era qué pasaría si lograba completar aquel año de
desconexión digital. Ernesto no confiaba en que ella fuera capaz de hacerlo
pero en el improbable caso de que lo lograra, no sabía cómo conseguir los
treinta mil euros. Marifé finalmente accedió a participar y se apuntó a través
de un falso formulario que habían creado para la ocasión. Pocas semanas después
se encargaron de comunicarle por correo electrónico que había sido la elegida. Preguntó
a su marido si aquella historia le parecía fiable y si debía seguir adelante y Ernesto
le aseguró que sí.
El experimento para desconectarse de la red
dio comienzo tras las vacaciones de Navidad. La mañana del 7 de enero un
mensajero, contratado por su marido, había llevado a su casa un móvil antiguo,
de aquellos que sólo servían para hablar, y había retirado su smartphone.
Las bases del concurso le prohibían avisar a sus seguidores de que cerraba la
cuenta, en realidad una excusa para que los usuarios que tenían contacto con ella
no escarbaran demasiado y descubrieran que todo era un engaño. Llegado el
momento en que tenía que afrontar la desconexión digital se sentía insegura de
poder completar con éxito aquel año. ¿Cómo iba a desafiar los sinsabores de la
vida cotidiana sin quejarse en su cuenta, sin la música que le compartían, sin los
comentarios de su gente preferida? Sus conversaciones con el granjero de
Alabama, a pesar de las siete horas de diferencia horaria que les separaban,
suponían una agradable compañía. Se preguntaba cómo iba a aguantar un año
eterno sin hablar con él, sin saber cómo estaban las vacas, las gallinas y los
cerdos, sin preguntarle cómo iba la cosecha de maíz, sin que le contara novedades
de su banda, con la que hacían versiones de canciones como “Tennessee River”, “Born
Country” o “Dixieland Delight”.
Con aquella inoportuna desconexión digital
quedaba aparcado su proyecto de viajar a Alabama y alojarse en la granja de
Martin, situada en un lugar de nombre tan evocador como Elberta. No se lo había
llegado a contar a Ernesto porque no estaba segura de que le pareciera una
buena idea. Había hablado con Martin sobre la posibilidad de visitar la tumba
de Hank Williams en el Cementerio de Oakwood, conocer las Sequoyah Caverns,
unas cuevas alucinantes en medio de un inmenso parque natural, o disfrutar del
Festival de teatro dedicado a Shakespeare. Era consciente de que las
gigantescas distancias y la falta de dinero serían escollos prácticamente insalvables
para realizar un viaje como aquel, pero fantaseaba con invertir parte del
premio en convertir su sueño en realidad.
Los primeros días fuera de la red resultaron
extraños. No podía dormir y le costaba concentrarse en el trabajo, a causa de
un mono mucho más duro que cuando dejó de fumar. Se encontraba desamparada.
Cogía el viejo móvil y tocaba la pantalla, como si lo que tenía entre las manos
fuera su smartphone. Se trataba de gestos involuntarios que disparaban
su frustración cuando caía en la cuenta de que ya no tenía acceso a ninguna
red. Había leído un artículo poco antes de iniciar su apagón digital en el que
se calculaba que en el tiempo dedicado durante un año a las redes se podían
leer unos doscientos libros. Hasta entonces no había sido consciente de haber
perdido tanto tiempo atrapada en el mundo virtual.
Tras el desconcierto inicial, Marifé se
propuso enderezar la situación. Los días le daban mucho más de sí y su
concentración aumentaba poco a poco, dejando atrás el mal hábito de hacer varias
cosas al mismo tiempo. Comenzó a ocuparse con mayor diligencia de su trabajo,
con lo que llegaron nuevos clientes y los primeros encargos de una editorial
asturiana. Gestionó la matrícula en un gimnasio donde hacía ejercicio por las
mañanas antes de comenzar a trabajar y se apuntó a clases de cocina, con la
intención de mejorar su insuficiente técnica. Era extraño en ella mostrarse tan
rápidamente decidida en salvar una situación incómoda. En los últimos tiempos
quejarse en la red se había convertido en una rutina, y los comentarios de sus
seguidores no hacían más que retroalimentar sus lamentaciones. Por fin era
consciente de que aquella nueva forma de llamar la atención no dejaba de ser un
lastre que le impedía avanzar.
Marifé siempre se había considerado una
persona recta y de palabra. Una de sus máximas era huir de los engaños, así que
siguió a rajatabla las indicaciones del supuesto concurso. Durante el tiempo
que duró la experiencia se mantuvo apartada de las redes y cumplió con la
exigencia de usar el ordenador sólo para temas relacionados con el trabajo y a
través de correo electrónico. En ocasiones tuvo la tentación de reabrir por un instante
la cuenta de Twitter para ver qué sucedía por allí pero mantuvo lo acordado. Pensar
en la vergüenza que pasaría si la pillaban era otro motivo para no hacer trampas.
Imaginaba que habría una sofisticada instalación para controlarla. En realidad
no había nada.
Sin embargo, en casa las cosas no
mejoraron. El engaño ideado por Ernesto sirvió para agudizar las diferencias entre
la pareja. Marifé tenía más tiempo para compartir con su marido pero, ¿querían
pasar juntos más tiempo? La desconexión digital trajo una desconexión
sentimental más que evidente. Ella canalizó toda su energía en el trabajo y en
la cocina, mientras que Ernesto se perdía en una de las habitaciones de la casa
con la excusa de leer con tranquilidad, aunque la realidad era bien distinta. Ernesto
había encontrado lo que de verdad le complacía, grabarse vídeos comentando
partidos de fútbol y subirlos a YouTube. Lo hacía a escondidas de Marifé porque
no quería que se enterase de su nueva afición mientras ella estaba fuera de las
redes sociales a causa de su treta. La cuenta donde retransmitía y comentaba
jugadas de fútbol, que ella habría encontrado pueril y falta de ingenio, consiguió
un número escandaloso de seguidores en la red.
Tras los primeros meses en que recibía
puntual información de la marca que patrocinaba el concurso, a Marifé de pronto
habían dejado de llegarle emails. Ella no podía imaginar que Ernesto, muy
ocupado con sus videos, se había desentendido por completo de aquel asunto
esperando que ella se aburriera y lo dejara estar. Una solitaria y descolgada
Marifé continuaba la vida real a espaldas de la vida virtual que había vivido
tan intensamente hasta solo unos meses atrás. ¿Qué vida era la verdadera?,
¿acaso no eran dos realidades vividas por Marifé? Su ausencia en la red fue
causante de un progresivo aislamiento, mientras su marido se metía más y más en
aquella popularidad que enganchaba como la droga más potente.
El día que se cumplió el año del inicio del
concurso Marifé sentía una incómoda indecisión. Se debatía entre continuar
fuera o regresar a las redes. Aquella mañana temprano abrió el correo, esperando
tener noticias de la desaparecida marca. Como temía, no había ninguna
comunicación suya en la bandeja de entrada, así que se decidió a escribirles
reclamando su premio. No iba a obtener respuesta.
Tras mucho pensarlo Marifé decidió reabrir
su cuenta en Twitter. Le temblaban las manos cuando publicó un escueto
Hola
con el que esperaba recibir decenas de
comentarios de bienvenida pero transcurridos unos minutos no había respondido
nadie, un largo año de ausencia había pasado factura a su popularidad. Lo
siguiente fue buscar la cuenta de su amigo. Le costó asimilar lo que vio. Un
Martin sin parche pirata sonreía desde su foto de perfil a la comunidad tuitera.
¿Dónde estaba el ojo malogrado por culpa de una vaca? Revisó por encima sus
últimas publicaciones. Su amigo se declaraba entusiasta seguidor de Donald
Trump, aquel presidente con aspecto de malvado de Batman que habían elegido los
estadounidenses mientras Marifé tenía su cuenta cerrada. Sus publicaciones supremacistas
le rompieron el corazón, no reconocía a aquel tipo a quien tanto había
apreciado. Para completar la hecatombe, en las tendencias de Twitter encontró
un video de un colgado que comentaba partidos de fútbol. El tipo, que no tenía
ninguna gracia, era calcado a su marido.
Tan calcado como que era Ernesto.
Adiós, Alabama; adiós, cocina asturiana; adiós, música country. Hasta
nunca, matrimonio. La ruptura con su marido era inevitable y Marifé se encontró
con que tenía que abandonar la casa, que era propiedad de los padres de él. Aunque
Ernesto, demasiado ocupado con su nueva vida, no le metió prisa para que se
fuera, aquel ya no era su hogar. Al marcharse no se llevó el perro. Aquel
chucho desleal adoraba a Ernesto a pesar de que ella fuera quien lo sacaba a
pasear, quien le daba de comer y quien lo llevaba al veterinario. Allí se lo
dejó.
Se mudó al piso de una amiga mientras
encontraba un lugar donde vivir. Entre sus planes estaba trasladarse a Asturias
aunque tal vez nunca fuera capaz de hacerlo. Su trabajo marchaba cada vez mejor
y continuaba cocinando. Sabía que nunca llegaría a ser realmente buena en la
cocina y que su afición jamás le reportaría ingresos pero la hacía feliz. Definitivamente
cerró su cuenta de Twitter y se abrió una en Instagram para colgar sus recetas
y estar al día en lecturas y propuestas culturales. Al fin y al cabo era
experta en ponerse excusas para estar en las redes. Volvía a la casilla de
partida.
--------
Un relato para el nº 25 de Maskao Magazine
0 comentarios:
Publicar un comentario