‘Mientras seamos jóvenes’ o la “edad del pavazo”
Esta entrada la entenderéis, y tal vez
estaréis de acuerdo con lo que digo, los que habéis cumplido cuarenta no hace
mucho o lleváis unos años instalados en la cuarta década. En muchos aspectos
es, como dice el dibujante Juarma, “La edad del pavazo”, unos años en los que
según él “nos comportamos como idiotas a tiempo completo”. Él lo define de
manera demoledora y certera: “Lo abandonas todo creyendo que tienes veinte
años. Pero ya eres viejo”. Como mujer que anda desconcertada por esa década
vital, me pasé en un continuo asentimiento toda la proyección de la película ‘Mientras
seamos jóvenes’. Su director es el neoyorkino Noah Baumbach, una aclamada
luminaria del cine underground, más o menos de nuestra edad, que da el salto a
un cine más comercial al trabajar con actores tan populares como Naomi Watts o
Ben Stiller.
La película refleja con gracia y de manera muy
acertada esa difícil etapa de “viejoven”, esa encrucijada al llegar a la mitad
del camino vital, ese querer apurar los últimos momentos de gracia, esa lucha
contra la inevitable cuesta abajo. En definitiva ese lío padre de encontrarnos
en una sociedad donde cada vez vivimos más años, la tercera edad se hace
tatuajes y lleva gafas polarizadas y cumplir los cuarenta te hace sentirte un
cascarrias, mientras el mercado vende la “juventud infinita”.
Los cuarenta, esa década de “peterpanismo” desbocado.
Los cuarenta, no ya como los nuevos treinta, sino como los nuevos veinte. ¡JA!
(amargo). Los cuarenta como momento de atrapar los últimos instantes de
juventud. Ese deseo lleva a muchos a replicar el comportamiento veinteañero, a vestir
su ropa, a escuchar su música. ¡Un momento!, esa música que ellos escuchan con
devoción de antigualla es NUESTRA música. Aquellos discos, que salieron cuando
ellos eran bebés o niños aprendiendo a usar el orinal, nosotros los compramos
en las tiendas de discos de nuestro barrio cuando aún había tiendas de discos
en los barrios… Ese salto, más bien ese abismo, generacional.
Los veinteañeros ven lo que estaba de moda
en nuestra juventud como algo retro y vintage. Lo que era hortera en nuestra
época ahora es guay (¿cool?). Sentimos que se apropian de lo que era nuestro.
Pero nosotros no lo recreamos, ¡lo vivimos! ¿Nos estaremos convirtiendo en
abuelos cebolleta? ¿Abuelos?, ¡si todavía somos jóvenes! Me sorprendo
twitteando ante gente diez o quince años más joven que yo sobre eventos donde
estuve hace ya un montón de años: “disfruté en el concierto de Transvision Vamp
en el 89” o “cubrí la presentación del Windows 95 por Bill Gates en Madrid en
el verano de aquel año”. Ahora va a resultar que soy tan retro como un
teléfono de góndola. Así, los de cuarenta adoptamos cualquier icono moderno,
calaveras y piñas para todos, y readoptamos los de nuestra infancia: Mazinguer
Z y Naranjito. Nosotros los veíamos en la tele, cuando sólo había dos cadenas y
la segunda era el “uachefe”; ahora son lo más en las camisetas y bolsas “tote
bag”.
Y comienza nuestra carrera contra el
tiempo. Nos lanzamos a hacernos el primer tatuaje de nuestra vida, a
agujerearnos las orejas o lo que proceda cometiendo auténticas carnicerías,
volvemos a fumar, probamos bebidas extrañísimas (¿qué diablos es el Jägermeister?,
ese enjuague bucal con alcohol). Nos empezamos a interesar por llevar ropa
chula (y moderna), el peinado (a ser posible moderno), los zapatos, zapatillas,
tenis o bambos (por favor, que sean modernos). No nos perdemos un concierto.
Acortamos las faldas y reducimos los biquinis. Nos empieza a gustar el hip hop
y la música electrónica y nos fijamos en bicis, patines y skate (el monopatín
de toda la vida). Desempolvamos los vinilos (ejem, discos) de nuestros años de
acné e instituto. Las parejas se rompen y se cambian por partenaires bastante
más jóvenes. Disimulamos los primeros bajones físicos: “ya no aguanto la bebida
como antes, mi estómago no es el que era, las resacas son explosiones
nucleares”; empiezan a fallar consecutivamente rodillas, articulaciones,
columna, vista…. Calvicie, kilos de más, no vemos ni torta, nos licenciamos con
matrícula de honor en el arte del disimulo y la negación de todos los achaques.
Nos queda el tema más peliagudo de todos:
los hijos. Los de nuestra generación alargamos la paternidad hasta edades anti
natura. Convertidos en padres-abuelos, los niños nos pillan con menos fuerza,
en medio de una crisis existencial de aúpa y con mucha menos paciencia y
aguante. Por no decir que somos una generación con el ego subido, lo que casa
regular con la renuncia a tantas cosas que supone la paternidad. No estoy
autorizada a quejarme de lo fatal que nuestra generación está educando a sus
hijos porque pertenezco al clan de los no padres, lo que tampoco es un chollo.
Las circunstancias de la ausencia de hijos son muy diversas y si un hombre que
opta por no ser padre es tachado de egoísta, una mujer que toma esa decisión es
vista no mucho mejor que un asesino en serie. Un tema que parece dar derecho a
juzgar a cualquiera es precisamente el hecho de haber llegado a los cuarenta
sin churumbeles, “sin familia” dicen algunos. ¿¿Cómo que yo no tengo familia?? Por
no hablar de cómo se quedan descolgadas las parejas sin hijos de las parejas
amigas que sí los tienen. Los que han sido amigos del alma durante décadas
pasan a habitar diferentes planetas. Las amigas madres se infantilizan, las
amigas sin hijos parecen unas rancias… Con hijos pequeños se apaga el deseo, el
sexo se da a la fuga y los gustos y aficiones propios ya no tienen sitio. Aún
así muchos cuarentones se lanzan con ilusión por el vertiginoso tobogán de la
paternidad, que un niño siempre es una bendición y tal y tal...
Menudo panorama. Pues todo esto y mucho más
es lo que refleja con buen humor y buena mano Baumbach, director de la
deliciosa ‘Frances Ha’, que reseñamos el año pasado en este blog. Y ustedes,
amigos, disfruten de su “edad del pavazo”.
Vinilos, bebés, hip hop, bici y cintas de video |
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