Un pato de plástico

5:29 a. m. Conx Moya 0 Comments



¿Un pato de plástico? Lo que estaba sobrevolando por encima de su cabeza era ¡un pato de plástico! Casi treinta años sin pisar un concierto punk y regresaba por la puerta grande. Un tipo con una enorme cresta, como aquellos que se veían en las calles de Madrid en su juventud, estaba arrojando objetos al escenario. No podía creer lo que estaba viendo.
Viernes, el último y agotador día de la semana laboral. Estaba empleada como funcionaria para la administración en un trabajo que le permitía vivir con desahogo. Recordaba la insistencia de su padre en que consiguiera un empleo fijo. Siempre había tenido miedo al futuro que le esperaba a su hija rara, su hija loca, su hija descarriada, la que no sabía desenvolverse en la vida. A pesar de tan negras previsiones, no le había ido mal. Trabajaba y sobrevivía. Sabía cuidar de sí misma. Por el camino se desprendió de lastres. También perdió parte de su esencia y sufrió abandonos. Al fin y al cabo eso era la vida. Supo lo que era amar con locura pero ya se había curado. Una vez fue la esposa de alguien. Había tenido novios. Había tenido una novia. Vivía con un gato.
Sentada en su butaca de la sala, ya enfundada en un pijama de conejitos y una mullida bata de color cereza, se disponía a continuar la lectura de “Te potaría encima”, un libro que había comprado por Internet. Contaba con gracia las peripecias de una banda punk olvidada, un grupo de jovencitos impredecibles y caóticos, abocados al desastre. El tipo de personas que la atraían de manera irremediable, la clase de personas que ellos fueron un día. Pero no podía concentrarse. El concierto de aquella noche y el libro le conducían a su juventud, tan musical, presente de nuevo en su vida tras recuperar el contacto en las redes sociales con varios amigos de adolescencia. La lectura le estaba removiendo recuerdos de los tiempos en que ardieron en Madrid.
En la calle la temperatura seguía bajando pero la casa estaba caldeada. Confort, confianza, seguridad, eso era a lo que aspiraba desde que cumplió los cincuenta, después de una juventud alocada y llena de angustias. Renegaba de aquel pasado suyo, tan agitado. Y sin embargo… No podía negar lo inevitable, como las cabras, siempre acababa tirando al monte. El libro se lo había recomendado Roque, un antiguo amor con el que se había reencontrado en una red social. Roque mantenía un modo de vida que su padre habría calificado, en el mejor de los casos, de desordenado. Se había marchado a Barcelona a principios de los 90, cuando ella aprobó la oposición. Roque había vivido desde entonces en habitaciones compartidas, en alguna casa okupada, llegó a alquilar un piso en el Raval en sus épocas más boyantes. Reconvertido en artesano, había vendido sus trabajos en puestos callejeros, en mercadillos de playa, en tiendas, e incluso por Internet. La crisis le había golpeado de lleno y él se encontró demasiado mayor para reaccionar. Ya sólo se limitaba a sobrevivir en una ciudad que con los años le mostraba una cara cada vez menos amable. Desde que retomaron el contacto Roque le pasaba puntual información a través de la red sobre lecturas, artículos, discos y exposiciones relacionados con esa especie de renacimiento que estaba viviendo el punk, aquellas cuatro letras que le fascinaron con catorce años y que pusieron su mundo infantil patas arriba.
Roque estaba empeñado en que acudiera a aquel concierto. “Por nuestros viejos buenos tiempos” (Llenos de momentos horribles); “Revive aquellos días en que nos comíamos Madrid” (Los devorados fuimos nosotros). Se encontró etiquetada en la red social a un evento que anunciaba la actuación de aquel grupo al que habían seguido con tanto afán en su juventud. Desde entonces no dejaba de darle vueltas. Le daba miedo pero no podía perderse una ocasión como aquella. Se sentía abrasada por la curiosidad ante lo que pudiera encontrarse en el concierto y, a pesar de que nadie quiso acompañarla, se sobrepuso a la pereza de tener que ir sola.
No sabía cómo vestirse. Quedaban tan lejos aquellos ochenta, cuando su yo adolescente e inseguro tardaba horas en arreglarse, en realidad desarreglarse, cada vez que tenía que salir. Debía buscar el atuendo que se ajustara a los códigos impuestos por su tribu. Además tenía que ser cómodo para tirarse al suelo o para correr si les perseguían alguna banda rival o algún cerdo acosador. Había que peinarse a conciencia para parecer despeinada y ejecutar un laborioso maquillaje para lograr un look enfermizo. Suponía un esfuerzo considerable conseguir ese aspecto mezcla de zombi, apache y superviviente de un holocausto nuclear que veía en las fotos de aquella época, cuando tenía que inventar estrategias peregrinas para esquivar el férreo control de la familia. Suspiró, decidida al fin a vestirse con total normalidad. Unos vaqueros, un jersey de lana, debía hacer un frío horrible ahí fuera, botas cómodas, abrigo y gorro. Hacerse mayor era una liberación en muchos aspectos. Como concesión a la burguesita que habitaba en su interior, se pintó los labios con un rouge de calidad y se roció con su perfume preferido, del que recordaba la composición sin necesidad de releerla: bergamota, mandarina, melocotón, flores blancas, ámbar y vainilla. Por algo era una enamorada de los perfumes desde niña, cuando se los quitaba a su madre en cuanto se descuidaba.
Pelirroja natural, el paso de los años había apagado las llamas de su pelo. Por desgracia, sí mantenía unas cejas y unas pestañas tan claras que apenas se veían. Odiaba su cara de pánfila, con esa expresión de animal asustado, sus ojos redondos, sus labios demasiado finos y su nariz pequeña y llena de pecas. De joven se convirtió en una experta en hacerse la raya del ojo para endurecer su imagen. Trazaba con facilidad extravagantes rabillos al estilo egipcio para conseguir una mirada de vampiresa destartalada. Había adquirido tal pericia que podía hacérselos sin necesidad de mirarse al espejo. Los labios pintados de negro completaban la ecuación. Se miró en el espejo de su tocador, el mueble preferido de la casa. Qué distinta estaba ahora. Las arrugas de expresión campaban a sus anchas, aunque tenía suerte de no parecer todavía un acordeón. Descubrir el tinte de pestañas resultó un alivio. Ahora había unas extensiones increíbles, pero ya no se veía con edad para llevarlas. Ese era su problema, que no se veía con edad de nada.
¿Empezarían los conciertos con puntualidad o se retrasarían tanto como en su época? No vivía lejos del local donde iba a tocar el grupo pero optó por coger el metro, la sala se encontraba al lado de una de las salidas de Gran Vía. Jóvenes con aspecto parecido al de su yo adolescente se congregaban alrededor de la puerta del local. Por un momento sintió pánico y pensó en marcharse, preguntándose qué pintaba ella en aquel lugar. Se animó al ver entrar a gente de su edad, no había llegado hasta allí para salir corriendo. Con voz vacilante pidió una entrada al enorme tipo que estaba en la puerta. Él agarró su mano y la marcó con un sello de caucho, se sorprendió de que todavía se hiciera eso. Accedió, titubeante, al interior de la sala. Reducida y alargada, tenía un mostrador en la parte izquierda, repleto de botellas y pegatinas. Al lado, la pequeña cabina y la mesa de mezclas. Los teloneros ya estaban tocando. Tres jóvenes, completamente entregados en el escenario, mostraban sus torsos desnudos, repletos de tatuajes en hombros, brazos, clavículas y en las escuálidas barrigas. Gotas de sudor salían disparadas a la luz de los focos en medio de un estruendo atronador. Le dolían los oídos. El público gritaba, saltaba y se empujaba, el ritual seguía siendo el mismo. Prefirió quedarse en el fondo de la sala, retirándose todo lo posible de la bulla. Vio que un tipo con una enorme cresta se paseaba, pavoneándose, mientras tonteaba con una botella de cerveza, amagando con lanzarla. Sintió inquietud. Parecía dispuesto a liarla, podía olerlo.
Los teloneros finalizaron y se encendieron las luces durante la pausa. Se acercó a la barra y pidió un gintonic, que le sirvieron en un vaso de plástico. No pudo disimular una mueca de disgusto por la poca consideración que mostraban hacia su bebida, mientras que el de la cresta exhibía la botella de cristal con total impunidad. Se sintió inquieta, el cuerpo le pedía nicotina, por más que intentaba resistirse no podía concebir un directo sin tabaco. Preguntó al camarero si tenían, pero de inmediato se echó atrás. Él la miró sin entender. Se enredó en una explicación, que el otro no había pedido, sobre los años que llevaba sin comprar tabaco. Si se hacía con un paquete se lo fumaría entero, así que lo mejor era evitarlo. El camarero le tendió un cigarro. Salió con su copa al helado exterior. Le gustaba romper en ocasiones especiales la promesa de no volver a fumar.
Por fin salieron los cuatro, la formación original a pesar del tiempo transcurrido. Era algo así como ciencia ficción. Ninguno de ellos había muerto dejando un bonito cadáver, no ingresaron en el club de los 27 y se llevaban lo suficientemente bien para tocar juntos; habían logrado controlar sus egos en beneficio del grupo. Le impactó encontrar a aquellos chavales escuálidos y con los pelos de punta convertidos en hombres maduros. Se mantenían en forma, vestían vaqueros y camisetas negras, el único guiño punk era la muñequera de pinchos del cantante. El público empezaba a impacientarse, “¡¡¡Venga ya, hostia!!!, ¡¡¡Tocad ya, cabrones!!!”. Tras un lacónico saludo a la audiencia, el bajo, atronador, fue la señal de que aquello comenzaba. La sangre pareció recorrer sus venas a más velocidad. Cuánto tiempo sin disfrutar de aquella adrenalina. Una nostalgia espesa la trasladó a un concierto vivido muchos años atrás.
Había conocido a la banda en su juventud a través de Roque. A él le hacía gracia aquella muchachita, ávida de experiencias, siempre intentando escapar del control de su familia. Su curiosidad y candidez de entonces fue un imán para aquel muchacho musical y lleno de angustias, alrededor de quien siempre había droga. Roque le gustaba más que calzarse unos boogies, más que hacer pellas, más que pintarse las uñas, más que los bollos rellenos de chocolate, más que Santiago Auserón. Roque, de rostro perfecto y peligroso, le hizo mucho daño... Estaban predestinados a acabar mal, pero qué iba a saber ella entonces. Un concierto en el Rock Ola, treinta y cinco años atrás, fue el inicio de su historia. No supo adivinar lo turbio que encerraban aquellos ojos del color del mercurio. Coco y Roque, pura cacofonía. Le ofreció cinco años ruinosos y una mala historia de amor. Algún pico compartido, “nadie te va a querer como yo”, insultos, “eres una desequilibrada”, el primer empujón, “no puedo vivir sin ti”, confusión, “no me entiendas porque entonces lo vas a llevar fatal”, manipulación, “no me hagas sentir más mierda de lo que ya me siento”, abismo, “debo mucho dinero”. La oscuridad. Por suerte, con los años le perdió la pista. Y sin embargo, él había retomado el contacto como si tal cosa... con lo que le había costado olvidarle. “Hace quince años que no me toco la vena”, le había aclarado Roque. Qué útil le resultaba a él su desmemoria. Una vez más no supo decirle que la dejara en paz.
1983. En febrero el gobierno socialista había expropiado Rumasa, un 23F nada menos, y ardía Sagunto en defensa de los Altos Hornos del Mediterráneo; Eduardo Benavente acababa de morir en accidente de tráfico y comenzaba sus emisiones un nuevo programa que prometía, La edad de oro, conducido por Paloma Chamorro; los correctos veían Gente joven; en Alemania se publicaban los diarios de Hitler en medio de un enorme revuelo y Juan Pablo II había retirado la condena a Galileo con cuatro siglos de retraso; como fan, Coco esperaba con entusiasmo el estreno de El Retorno del Jedi; también resultó seguidor de la saga el presidente Ronald Reagan, que calificaba a la URSS de “imperio del mal” y bautizaba su programa de defensa como “Guerra de las Galaxias”; McEnroe y Lendl, con sus jerseys de rombos, reinaban en tenis; en heavy triunfaban Barón Rojo y Obús y las radios bombardeaban con Mecano; odiaba con saña a los grupos italianos melódicos, a La Trinca, Azul y Negro, Miguel Ríos y Flashdance; las baladas de Spandau Ballet, la “Dolce vita” de Ryan Paris, la banda sonora de “Oficial y caballero” o Bonnie Tyler le enfurecían; sólo con el transcurso de los años valoraría a Police, U2, Pink Floyd, David Bowie o Depeche Mode, artistas que brillaban entonces aunque no les prestara atención, enganchada a Ramones, Dead Kennedys o UK Subs.
Si todos los que se declaraban asiduos del Rock-Ola hubieran estado allí, la historia del local abarcaría décadas y no los escasos cinco años que permaneció abierto. Pero ella sí estuvo, aunque no se encontraba entre los habituales. El aspecto de la sala de Padre Xifré, junto a Torres Blancas en la estación de metro Cartagena, no era nada del otro mundo pero el tiempo y la mitomanía de las bandas que por allí pasaron lo había elevado a los altares. Lo que más le llamó la atención aquella lejana noche fue que en el Rock-Ola el escenario se encontraba casi a la altura del público. La visita a aquel templo de la modernidad, repleto de mesitas bajas y butacas tapizadas, la dejó hondamente impresionada. Era la primera vez que estaba fuera de casa tan tarde y tan lejos, libre del control de los mayores. La suerte se había aliado por una vez con ella en forma de providencial viaje de trabajo de su padre, férreo guardián de las buenas costumbres. Sin él en casa, todo resultaba más sencillo. Su madre no se enteraba de nada, o eso creía ella entonces porque con la edad había empezado a pensar que en realidad se hacía la loca para evitar conflictos. Consiguió liarla con una historia que no se sostenía demasiado, pero para su madre fue suficiente, no indagó mucho más. Rezando para no encontrarse con ninguno de sus hermanos, se escapó por la puerta de la cocina, lo de puerta de servicio le remitía a su origen acomodado, que entonces le avergonzaba. Tuvo suerte, porque su atuendo no habría pasado el examen de sus hermanos mayores, redomados juerguistas pero tremendamente conservadores con las chicas, en especial con ella por ser la pequeña. Había elegido una ropa acorde con la ocasión. Una escotada camiseta de leopardo, chaqueta fina de cuero con hombreras, minifalda de lycra, collar de pinchos, botas con tachuelas y una pequeña cartera donde meter el monedero y un pintalabios negro para retocarse. Su plan incluía completar el peinado y el maquillaje en casa de una amiga, desde donde se desplazarían con el resto de la pandilla hasta el Rock-Ola.
¡Derriba los muros y haz lo que te dé la gana!, era el lema de aquella banda sepultada bajo el peso de los años, que había estado “en primera línea de fuego en la explosión punk de inicios de los ochenta”, como rezaba un artículo cuyo enlace le había pasado Roque. Aquellos adolescentes precoces llenos de rabia habían montado un grupo caracterizado por una abrasadora necesidad de hacer ruido, una voz muy personal e imitada por muchas otras bandas y unas letras de extraña profundidad. No era normal que unos chavales tan jóvenes tocaran con esa autoridad y estuvieran tan seguros de sí mismos. Pero así fue. Su breve y furiosa carrera les proporcionó momentos delirantes. Ni siquiera aspiraban a ser músicos, sólo pretendían expresar sus inquietudes y divertirse. Saber tocar, componer, todo lo que rodeaba a la música, no era más que algo secundario. Querían correr, hacer, disfrutar, les daba igual lo que pasara al día siguiente. Vivían en pleno calentón por la edad y por aquel momento histórico, irrepetible, cuando tantos pensaron que España iba, por fin, a cambiar.
Ella mantenía un vivo recuerdo de la expectación que supuso acudir a aquel concierto, tan lejano ya en el tiempo. La banda participaba en las semifinales de un concurso de rock, tenían poco más de quince minutos para tocar a toda pastilla y sin descanso las canciones de su repertorio que fueron capaces de meter. Resultó una actuación trepidante que dejó al público exhausto. Pero aún se guardaban un explosivo final. Sorprendieron a todo el mundo con un tema compuesto expresamente para aquella noche, en el que cargaban contra la industria, las radios y la prensa musical, los dueños de la sala y, en especial, contra los porteros. Incitaban al caos y la destrucción a unos espectadores que no necesitaban ser azuzados para liarla a lo grande. Pronto empezaron a lanzar ceniceros y botellas. Cuando voló la primera butaca, alguien se subió al escenario y ordenó parar. Los chavales se resistieron, respondiendo con todo tipo de burlas. Sin embargo, el personal del Rock-Ola fue haciéndose con la situación, hasta lograr restablecer el orden. La banda, que había sido jaleada durante toda la actuación, comenzó a ser insultada por la veleidosa audiencia. Bajaron del escenario, de mala gana, entre escupitajos y abucheos.
Acalorada y con ganas de hacer pis, se acercó hasta el atestado baño de chicas. Esperó su turno, mientras repasaba con la cabeza zumbando y el corazón desbocado los acontecimientos que estaban viviendo aquella noche. Mientras meaba, haciendo equilibrios sobre un suelo encharcado y un retrete humeante, le llamó la atención una pintada en la puerta: “ASFIXIA, SUDOR Y NADA”. Tachó la palabra final con su pintalabios y al lado escribió “DESTRUCCIÓN”. Salió del baño y, absorta en sus pensamientos, no se dio cuenta de que el grupo al completo salía en tromba del otro baño. Sospechando que les podía caer una lluvia de sopapos se movían todos juntos por el local en extraña formación. Se chocó con el cantante, el que había exhibido una actitud más bravucona en el escenario. Se quedó mirándola con una sonrisa de burla. Ella sólo acertó a decir “Soy Coco”, aquel chico imponía. Sus compañeros no le dieron opción de responder, con un tirón de brazo se lo llevaron de allí. Borrachos e ilusos, salieron de la sala sintiéndose triunfadores, sin imaginar que les harían pagar cara su deslenguada actuación. Los matones se cobrarían más tarde la humillación en forma de paliza y aquel comportamiento les costaría algún disgusto y que se les cerraran unas cuantas puertas.
Treinta y cinco años después de aquella noche en el Rock-Ola, el grupo seguía sonando como un tiro, a pesar de que no habían vuelto a tocar aquellas canciones desde mediados de los 80. Pensó en lo emocionante que resultaba que tanta gente les recordara y les echara de menos. Tras algunos nervios en las primeras canciones se hicieron enseguida con el control de la actuación, manteniendo la autoridad de sus comienzos.
La gente ya andaba caliente cuando sonó la canción que les convirtió en una leyenda subterránea en aquel lejano concierto del Rock-Ola. El sujeto de la botella se situó frente al escenario e inició un baile frenético. El público de alrededor le jaleaba y él, crecido, arrojó sobre los músicos lo que parecía un abono transportes. La banda seguía a lo suyo, impasibles, y el de la cresta, picado, se quitó la camiseta y se la lanzó. Sin parar de moverse, se dirigió al fondo de la sala, colocándose detrás de donde estaba ella. De refilón notó que realizaba una extraña maniobra. Sorprendida, vio que lo que estaba sobrevolando por encima de su cabeza era ¡un pato de plástico! Aquel comportamiento le recordaba a Roque, cuando la mezcla descontrolada de sustancias le conducía a un inquietante estado alterado de conciencia. El tipo volvió a primera fila y sacó de una mochila un paquete de bollería industrial, que dejó sobre el escenario. Al menos tuvo el acierto de no arrojar los dulces por los aires. Los designios del punk seguían siendo inescrutables, aunque le intrigaba el porqué del pato de plástico.
Finalizado el concierto, mientras la banda bebía cerveza y se comía los bollos que el tipo de la cresta les había ofrecido de aquella extraña forma, se acercó al cantante y se presentó. “Soy Coco, me choqué contigo hace siglos en vuestro concierto del Rock-Ola”. Divertido, él le devolvió el saludo con un escueto “hola” y le preguntó si le había gustado la actuación. Intentaron alargar la conversación, pero poco más tenían que decirse.
Los 80 permanecieron desactivados durante mucho tiempo, los daban por enterrados pero el auge de las redes sociales los reavivó de nuevo. Todo el mundo se había reencontrado y de repente aquella época volvía a resultar interesante y a ponerse de moda. Sin embargo, ella odiaba la nostalgia mal entendida y quería vivir intensamente el presente. El Rock- Ola no le recordaba la Movida ni las bandas ni los ochenta ni la mitomanía, inevitablemente lo identificaba con el final de una etapa feliz, cuando todo era posible y divertido. Aquel concierto del 83, entonces no lo sabía, abrió la puerta a un tiempo demasiado ingrato. La tentación de volver al pasado la había seducido por un momento, pero sólo estaría tranquila mientras no girara la cabeza. ¿Para qué mirar atrás?
Buscó a Roque entre los contactos de la red social. Y, por fin, no dudó.
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