Un pato de plástico
¿Un pato de plástico? Lo que estaba sobrevolando
por encima de su cabeza era ¡un pato de plástico! Casi treinta años sin pisar
un concierto punk y regresaba por la puerta grande. Un tipo con una enorme
cresta, como aquellos que se veían en las calles de Madrid en su juventud,
estaba arrojando objetos al escenario. No podía creer lo que estaba viendo.
Viernes, el último y agotador día de la
semana laboral. Estaba empleada como funcionaria para la administración en un
trabajo que le permitía vivir con desahogo. Recordaba la insistencia de su
padre en que consiguiera un empleo fijo. Siempre había tenido miedo al futuro
que le esperaba a su hija rara, su hija loca, su hija descarriada, la que no
sabía desenvolverse en la vida. A pesar de tan negras previsiones, no le había
ido mal. Trabajaba y sobrevivía. Sabía cuidar de sí misma. Por el camino se desprendió
de lastres. También perdió parte de su esencia y sufrió abandonos. Al fin y al
cabo eso era la vida. Supo lo que era amar con locura pero ya se había curado. Una
vez fue la esposa de alguien. Había tenido novios. Había tenido una novia. Vivía
con un gato.
Sentada en su butaca de la sala, ya enfundada
en un pijama de conejitos y una mullida bata de color cereza, se disponía a continuar
la lectura de “Te potaría encima”, un libro que había comprado por Internet. Contaba
con gracia las peripecias de una banda punk olvidada, un grupo de jovencitos
impredecibles y caóticos, abocados al desastre. El tipo de personas que la
atraían de manera irremediable, la clase de personas que ellos fueron un día. Pero
no podía concentrarse. El concierto de aquella noche y el libro le conducían a
su juventud, tan musical, presente de nuevo en su vida tras recuperar el contacto
en las redes sociales con varios amigos de adolescencia. La lectura le estaba removiendo
recuerdos de los tiempos en que ardieron en Madrid.
En la calle la temperatura seguía bajando pero
la casa estaba caldeada. Confort, confianza, seguridad, eso era a lo que
aspiraba desde que cumplió los cincuenta, después de una juventud alocada y
llena de angustias. Renegaba de aquel pasado suyo, tan agitado. Y sin embargo… No
podía negar lo inevitable, como las cabras, siempre acababa tirando al monte. El
libro se lo había recomendado Roque, un antiguo amor con el que se había reencontrado
en una red social. Roque mantenía un modo de vida que su padre habría
calificado, en el mejor de los casos, de desordenado. Se había marchado a
Barcelona a principios de los 90, cuando ella aprobó la oposición. Roque había
vivido desde entonces en habitaciones compartidas, en alguna casa okupada, llegó
a alquilar un piso en el Raval en sus épocas más boyantes. Reconvertido en artesano,
había vendido sus trabajos en puestos callejeros, en mercadillos de playa, en
tiendas, e incluso por Internet. La crisis le había golpeado de lleno y él se
encontró demasiado mayor para reaccionar. Ya sólo se limitaba a sobrevivir en
una ciudad que con los años le mostraba una cara cada vez menos amable. Desde
que retomaron el contacto Roque le pasaba puntual información a través de la
red sobre lecturas, artículos, discos y exposiciones relacionados con esa
especie de renacimiento que estaba viviendo el punk, aquellas cuatro letras que
le fascinaron con catorce años y que pusieron su mundo infantil patas arriba.
Roque estaba empeñado en que acudiera a
aquel concierto. “Por nuestros viejos buenos tiempos” (Llenos de momentos
horribles); “Revive aquellos días en que nos comíamos Madrid” (Los devorados
fuimos nosotros). Se encontró etiquetada en la red social a un evento que
anunciaba la actuación de aquel grupo al que habían seguido con tanto afán en
su juventud. Desde entonces no dejaba de darle vueltas. Le daba miedo pero no
podía perderse una ocasión como aquella. Se sentía abrasada por la curiosidad ante
lo que pudiera encontrarse en el concierto y, a pesar de que nadie quiso
acompañarla, se sobrepuso a la pereza de tener que ir sola.
No sabía cómo vestirse. Quedaban tan lejos
aquellos ochenta, cuando su yo adolescente e inseguro tardaba horas en
arreglarse, en realidad desarreglarse, cada vez que tenía que salir. Debía
buscar el atuendo que se ajustara a los códigos impuestos por su tribu. Además
tenía que ser cómodo para tirarse al suelo o para correr si les perseguían alguna
banda rival o algún cerdo acosador. Había que peinarse a conciencia para
parecer despeinada y ejecutar un laborioso maquillaje para lograr un look
enfermizo. Suponía un esfuerzo considerable conseguir ese aspecto mezcla de
zombi, apache y superviviente de un holocausto nuclear que veía en las fotos de
aquella época, cuando tenía que inventar estrategias peregrinas para esquivar
el férreo control de la familia. Suspiró, decidida al fin a vestirse con total normalidad.
Unos vaqueros, un jersey de lana, debía hacer un frío horrible ahí fuera, botas
cómodas, abrigo y gorro. Hacerse mayor era una liberación en muchos aspectos. Como
concesión a la burguesita que habitaba en su interior, se pintó los labios con
un rouge de calidad y se roció con su perfume preferido, del que recordaba
la composición sin necesidad de releerla: bergamota, mandarina, melocotón,
flores blancas, ámbar y vainilla. Por algo era una enamorada de los perfumes
desde niña, cuando se los quitaba a su madre en cuanto se descuidaba.
Pelirroja natural, el paso de los años
había apagado las llamas de su pelo. Por desgracia, sí mantenía unas cejas y
unas pestañas tan claras que apenas se veían. Odiaba su cara de pánfila, con
esa expresión de animal asustado, sus ojos redondos, sus labios demasiado finos
y su nariz pequeña y llena de pecas. De joven se convirtió en una experta en
hacerse la raya del ojo para endurecer su imagen. Trazaba con facilidad
extravagantes rabillos al estilo egipcio para conseguir una mirada de vampiresa
destartalada. Había adquirido tal pericia que podía hacérselos sin necesidad de
mirarse al espejo. Los labios pintados de negro completaban la ecuación. Se
miró en el espejo de su tocador, el mueble preferido de la casa. Qué distinta
estaba ahora. Las arrugas de expresión campaban a sus anchas, aunque tenía
suerte de no parecer todavía un acordeón. Descubrir el tinte de pestañas resultó
un alivio. Ahora había unas extensiones increíbles, pero ya no se veía con edad
para llevarlas. Ese era su problema, que no se veía con edad de nada.
¿Empezarían los conciertos con puntualidad
o se retrasarían tanto como en su época? No vivía lejos del local donde iba a
tocar el grupo pero optó por coger el metro, la sala se encontraba al lado de
una de las salidas de Gran Vía. Jóvenes con aspecto parecido al de su yo
adolescente se congregaban alrededor de la puerta del local. Por un momento
sintió pánico y pensó en marcharse, preguntándose qué pintaba ella en aquel lugar.
Se animó al ver entrar a gente de su edad, no había llegado hasta allí para
salir corriendo. Con voz vacilante pidió una entrada al enorme tipo que estaba
en la puerta. Él agarró su mano y la marcó con un sello de caucho, se
sorprendió de que todavía se hiciera eso. Accedió, titubeante, al interior de
la sala. Reducida y alargada, tenía un mostrador en la parte izquierda, repleto
de botellas y pegatinas. Al lado, la pequeña cabina y la mesa de mezclas. Los
teloneros ya estaban tocando. Tres jóvenes, completamente entregados en el
escenario, mostraban sus torsos desnudos, repletos de tatuajes en hombros,
brazos, clavículas y en las escuálidas barrigas. Gotas de sudor salían
disparadas a la luz de los focos en medio de un estruendo atronador. Le dolían
los oídos. El público gritaba, saltaba y se empujaba, el ritual seguía siendo
el mismo. Prefirió quedarse en el fondo de la sala, retirándose todo lo posible
de la bulla. Vio que un tipo con una enorme cresta se paseaba, pavoneándose,
mientras tonteaba con una botella de cerveza, amagando con lanzarla. Sintió inquietud.
Parecía dispuesto a liarla, podía olerlo.
Los teloneros finalizaron y se encendieron
las luces durante la pausa. Se acercó a la barra y pidió un gintonic, que le sirvieron
en un vaso de plástico. No pudo disimular una mueca de disgusto por la poca
consideración que mostraban hacia su bebida, mientras que el de la cresta
exhibía la botella de cristal con total impunidad. Se sintió inquieta, el
cuerpo le pedía nicotina, por más que intentaba resistirse no podía concebir un
directo sin tabaco. Preguntó al camarero si tenían, pero de inmediato se echó
atrás. Él la miró sin entender. Se enredó en una explicación, que el otro no
había pedido, sobre los años que llevaba sin comprar tabaco. Si se hacía con un
paquete se lo fumaría entero, así que lo mejor era evitarlo. El camarero le
tendió un cigarro. Salió con su copa al helado exterior. Le gustaba romper en
ocasiones especiales la promesa de no volver a fumar.
Por fin salieron los cuatro, la formación original
a pesar del tiempo transcurrido. Era algo así como ciencia ficción. Ninguno de
ellos había muerto dejando un bonito cadáver, no ingresaron en el club de los
27 y se llevaban lo suficientemente bien para tocar juntos; habían logrado
controlar sus egos en beneficio del grupo. Le impactó encontrar a aquellos
chavales escuálidos y con los pelos de punta convertidos en hombres maduros. Se
mantenían en forma, vestían vaqueros y camisetas negras, el único guiño punk
era la muñequera de pinchos del cantante. El público empezaba a impacientarse, “¡¡¡Venga
ya, hostia!!!, ¡¡¡Tocad ya, cabrones!!!”. Tras un lacónico saludo a la
audiencia, el bajo, atronador, fue la señal de que aquello comenzaba. La sangre
pareció recorrer sus venas a más velocidad. Cuánto tiempo sin disfrutar de
aquella adrenalina. Una nostalgia espesa la trasladó a un concierto vivido
muchos años atrás.
Había conocido a la banda en su juventud a
través de Roque. A él le hacía gracia aquella muchachita, ávida de
experiencias, siempre intentando escapar del control de su familia. Su
curiosidad y candidez de entonces fue un imán para aquel muchacho musical y
lleno de angustias, alrededor de quien siempre había droga. Roque le gustaba
más que calzarse unos boogies, más que
hacer pellas, más que pintarse las uñas, más que los bollos rellenos de
chocolate, más que Santiago Auserón. Roque, de rostro perfecto y peligroso, le
hizo mucho daño... Estaban predestinados a acabar mal, pero qué iba a saber
ella entonces. Un concierto en el Rock Ola, treinta y cinco años atrás, fue el
inicio de su historia. No supo adivinar lo turbio que encerraban aquellos ojos del
color del mercurio. Coco y Roque, pura cacofonía. Le ofreció cinco años
ruinosos y una mala historia de amor. Algún pico compartido, “nadie te va a
querer como yo”, insultos, “eres una desequilibrada”, el primer empujón, “no
puedo vivir sin ti”, confusión, “no me entiendas porque entonces lo vas a
llevar fatal”, manipulación, “no me hagas sentir más mierda de lo que ya me
siento”, abismo, “debo mucho dinero”. La oscuridad. Por suerte, con los años le
perdió la pista. Y sin embargo, él había retomado el contacto como si tal cosa...
con lo que le había costado olvidarle. “Hace quince años que no me toco la
vena”, le había aclarado Roque. Qué útil le resultaba a él su desmemoria. Una
vez más no supo decirle que la dejara en paz.
1983. En febrero el gobierno socialista
había expropiado Rumasa, un 23F nada menos, y ardía Sagunto en defensa de los
Altos Hornos del Mediterráneo; Eduardo Benavente acababa de morir en accidente
de tráfico y comenzaba sus emisiones un nuevo programa que prometía, La edad de
oro, conducido por Paloma Chamorro; los correctos veían Gente joven; en
Alemania se publicaban los diarios de Hitler en medio de un enorme revuelo y
Juan Pablo II había retirado la condena a Galileo con cuatro siglos de retraso;
como fan, Coco esperaba con entusiasmo el estreno de El Retorno del Jedi; también
resultó seguidor de la saga el presidente Ronald Reagan, que calificaba a la
URSS de “imperio del mal” y bautizaba su programa de defensa como “Guerra de
las Galaxias”; McEnroe y Lendl, con sus jerseys de rombos, reinaban en tenis;
en heavy triunfaban Barón Rojo y Obús y las radios bombardeaban con Mecano;
odiaba con saña a los grupos italianos melódicos, a La Trinca, Azul y Negro,
Miguel Ríos y Flashdance; las baladas de Spandau Ballet, la “Dolce vita” de
Ryan Paris, la banda sonora de “Oficial y caballero” o Bonnie Tyler le
enfurecían; sólo con el transcurso de los años valoraría a Police, U2, Pink
Floyd, David Bowie o Depeche Mode, artistas que brillaban entonces aunque no
les prestara atención, enganchada a Ramones, Dead Kennedys o UK Subs.
Si todos los que se declaraban asiduos del
Rock-Ola hubieran estado allí, la historia del local abarcaría décadas y no los
escasos cinco años que permaneció abierto. Pero ella sí estuvo, aunque no se
encontraba entre los habituales. El aspecto de la sala de Padre Xifré, junto a
Torres Blancas en la estación de metro Cartagena, no era nada del otro mundo
pero el tiempo y la mitomanía de las bandas que por allí pasaron lo había
elevado a los altares. Lo que más le llamó la atención aquella lejana noche fue
que en el Rock-Ola el escenario se encontraba casi a la altura del público. La
visita a aquel templo de la modernidad, repleto de mesitas bajas y butacas
tapizadas, la dejó hondamente impresionada. Era la primera vez que estaba fuera
de casa tan tarde y tan lejos, libre del control de los mayores. La suerte se
había aliado por una vez con ella en forma de providencial viaje de trabajo de
su padre, férreo guardián de las buenas costumbres. Sin él en casa, todo resultaba
más sencillo. Su madre no se enteraba de nada, o eso creía ella entonces porque
con la edad había empezado a pensar que en realidad se hacía la loca para
evitar conflictos. Consiguió liarla con una historia que no se sostenía
demasiado, pero para su madre fue suficiente, no indagó mucho más. Rezando para
no encontrarse con ninguno de sus hermanos, se escapó por la puerta de la
cocina, lo de puerta de servicio le remitía a su origen acomodado, que entonces
le avergonzaba. Tuvo suerte, porque su atuendo no habría pasado el examen de
sus hermanos mayores, redomados juerguistas pero tremendamente conservadores
con las chicas, en especial con ella por ser la pequeña. Había elegido una ropa
acorde con la ocasión. Una escotada camiseta de leopardo, chaqueta fina de
cuero con hombreras, minifalda de lycra, collar de pinchos, botas con tachuelas
y una pequeña cartera donde meter el monedero y un pintalabios negro para
retocarse. Su plan incluía completar el peinado y el maquillaje en casa de una
amiga, desde donde se desplazarían con el resto de la pandilla hasta el
Rock-Ola.
¡Derriba los muros y haz lo que
te dé la gana!, era el lema de aquella banda sepultada bajo el peso de los
años, que había estado “en primera línea de fuego en la explosión punk de
inicios de los ochenta”, como rezaba un artículo cuyo enlace le había pasado
Roque. Aquellos adolescentes precoces llenos de rabia habían montado un grupo caracterizado
por una abrasadora necesidad de hacer ruido, una voz muy personal e imitada por
muchas otras bandas y unas letras de extraña profundidad. No era normal que
unos chavales tan jóvenes tocaran con esa autoridad y estuvieran tan seguros de
sí mismos. Pero así fue. Su breve y furiosa carrera les proporcionó momentos
delirantes. Ni siquiera aspiraban a ser músicos, sólo pretendían expresar sus
inquietudes y divertirse. Saber tocar, componer, todo lo que rodeaba a la
música, no era más que algo secundario. Querían correr, hacer, disfrutar, les
daba igual lo que pasara al día siguiente. Vivían en pleno calentón por la edad
y por aquel momento histórico, irrepetible, cuando tantos pensaron que España
iba, por fin, a cambiar.
Ella mantenía un vivo recuerdo de la
expectación que supuso acudir a aquel concierto, tan lejano ya en el tiempo. La
banda participaba en las semifinales de un concurso de rock, tenían poco más de
quince minutos para tocar a toda pastilla y sin descanso las canciones de su
repertorio que fueron capaces de meter. Resultó una actuación trepidante que
dejó al público exhausto. Pero aún se guardaban un explosivo final. Sorprendieron
a todo el mundo con un tema compuesto expresamente para aquella noche, en el
que cargaban contra la industria, las radios y la prensa musical, los dueños de
la sala y, en especial, contra los porteros. Incitaban al caos y la destrucción
a unos espectadores que no necesitaban ser azuzados para liarla a lo grande.
Pronto empezaron a lanzar ceniceros y botellas. Cuando voló la primera butaca,
alguien se subió al escenario y ordenó parar. Los chavales se resistieron, respondiendo
con todo tipo de burlas. Sin embargo, el personal del Rock-Ola fue haciéndose
con la situación, hasta lograr restablecer el orden. La banda, que había sido
jaleada durante toda la actuación, comenzó a ser insultada por la veleidosa
audiencia. Bajaron del escenario, de mala gana, entre escupitajos y abucheos.
Acalorada y con ganas de hacer pis, se
acercó hasta el atestado baño de chicas. Esperó su turno, mientras repasaba con
la cabeza zumbando y el corazón desbocado los acontecimientos que estaban
viviendo aquella noche. Mientras meaba, haciendo equilibrios sobre un suelo
encharcado y un retrete humeante, le llamó la atención una pintada en la puerta:
“ASFIXIA, SUDOR Y NADA”. Tachó la palabra final con su pintalabios y al lado
escribió “DESTRUCCIÓN”. Salió del baño y, absorta en sus pensamientos, no se
dio cuenta de que el grupo al completo salía en tromba del otro baño. Sospechando
que les podía caer una lluvia de sopapos se movían todos juntos por el local en
extraña formación. Se chocó con el cantante, el que había exhibido una actitud
más bravucona en el escenario. Se quedó mirándola con una sonrisa de burla. Ella
sólo acertó a decir “Soy Coco”, aquel chico imponía. Sus compañeros no le
dieron opción de responder, con un tirón de brazo se lo llevaron de allí. Borrachos
e ilusos, salieron de la sala sintiéndose triunfadores, sin imaginar que les harían
pagar cara su deslenguada actuación. Los matones se cobrarían más tarde la
humillación en forma de paliza y aquel comportamiento les costaría algún
disgusto y que se les cerraran unas cuantas puertas.
Treinta y cinco años después de aquella
noche en el Rock-Ola, el grupo seguía sonando como un tiro, a pesar de que no
habían vuelto a tocar aquellas canciones desde mediados de los 80. Pensó en lo
emocionante que resultaba que tanta gente les recordara y les echara de menos. Tras
algunos nervios en las primeras canciones se hicieron enseguida con el control
de la actuación, manteniendo la autoridad de sus comienzos.
La gente ya andaba caliente cuando sonó la
canción que les convirtió en una leyenda subterránea en aquel lejano concierto
del Rock-Ola. El sujeto de la botella se situó frente al escenario e inició un
baile frenético. El público de alrededor le jaleaba y él, crecido, arrojó sobre
los músicos lo que parecía un abono transportes. La banda seguía a lo suyo,
impasibles, y el de la cresta, picado, se quitó la camiseta y se la lanzó. Sin
parar de moverse, se dirigió al fondo de la sala, colocándose detrás de donde
estaba ella. De refilón notó que realizaba una extraña maniobra. Sorprendida,
vio que lo que estaba sobrevolando por encima de su cabeza era ¡un pato de
plástico! Aquel comportamiento le recordaba a Roque, cuando la mezcla descontrolada
de sustancias le conducía a un inquietante estado alterado de conciencia. El
tipo volvió a primera fila y sacó de una mochila un paquete de bollería
industrial, que dejó sobre el escenario. Al menos tuvo el acierto de no arrojar
los dulces por los aires. Los designios del punk seguían siendo inescrutables,
aunque le intrigaba el porqué del pato de plástico.
Finalizado el concierto, mientras la banda
bebía cerveza y se comía los bollos que el tipo de la cresta les había ofrecido
de aquella extraña forma, se acercó al cantante y se presentó. “Soy Coco, me
choqué contigo hace siglos en vuestro concierto del Rock-Ola”. Divertido, él le
devolvió el saludo con un escueto “hola” y le preguntó si le había gustado la
actuación. Intentaron alargar la conversación, pero poco más tenían que
decirse.
Los 80 permanecieron desactivados durante
mucho tiempo, los daban por enterrados pero el auge de las redes sociales los reavivó
de nuevo. Todo el mundo se había reencontrado y de repente aquella época volvía
a resultar interesante y a ponerse de moda. Sin embargo, ella odiaba la
nostalgia mal entendida y quería vivir intensamente el presente. El Rock- Ola no le recordaba la Movida ni las
bandas ni los ochenta ni la mitomanía, inevitablemente lo identificaba con el final
de una etapa feliz, cuando todo era posible y divertido. Aquel concierto del 83,
entonces no lo sabía, abrió la puerta a un tiempo demasiado ingrato. La
tentación de volver al pasado la había seducido por un momento, pero sólo
estaría tranquila mientras no girara la cabeza. ¿Para qué mirar atrás?
Buscó
a Roque entre los contactos de la red social. Y, por fin, no dudó.
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de mis amigos.
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