Lo que fuiste a buscar
*Publicado en el nº 31 de la revista Shukran
Desde que Omar se enteró del programa del ACNUR para los viajes entre los campamentos y los territorios ocupados que ponían en contacto familias separadas en muchos casos desde hacía más de treinta y cinco años, soñó con poder hacer ese viaje. Cuando el momento fue propicio se apuntó y rogó a Dios que algún día le permitiera volver a ver a sus padres, antes de que se los llevara con él.
- ¿Estás seguro de que quieres volver a El Aaiun?- le preguntó su mujer.
Ella se escudaba en el impacto que supondría aquel regreso tantos años después. “El corazón de tus padres no lo resistirá”, “te vas a morir de pena cuando veas lo que ha sido de tu querida ciudad”, “¿quién quiere regresar a la tierra cuando todavía está ocupada?”.
Omar no se engañaba, su querida Glana, amorosa madre de sus ocho hijos, su compañera de tantos años, no era la más valiente de las mujeres. Ella, más joven que él, no recordaba apenas la tierra, de donde partió siendo todavía una niña. Tampoco conocía a su familia política, que había quedado casi al completo en tierra ocupada. Su cupo de angustia lo había rebasado durante la guerra. Recién casada tuvo que ver partir al frente a su amado Omar, y recordaba con terror aquellos años en los que su marido sólo venía en contados permisos, y en los que tuvo que sacar adelante a su familia, sufriendo cada día el miedo de que llegara la noticia temida.
Glana no podía dejar de entender el deseo de su marido de visitar a su familia pero las primeras visitas habían traído noticias preocupantes: acoso marroquí a las familias que llegaban desde los campamentos, vigilancia, intimidaciones e incidentes durante los recibimientos. Sentía terror sólo de pensar en los policías marroquíes. Y su marido era miembro del ejército que había combatido con valentía contra los ocupantes, ¿qué sería de ellos si viajaban?
Omar lo intentó en varias ocasiones pero todas le fueron denegadas. A pesar de ser un programa del ACNUR, Marruecos echaba para atrás con total descaro todos los nombres que quería. En alguna ocasión incluso estaban a punto de subir al avión cuando llegó la negativa.
A la vez que Omar se cubría de paciencia, Glana ganaba confianza. De la familia llegaban noticias de que los viejos empeoraban de salud, sobre todo el padre, que estaba empezando a perder la razón. Omar sabía que si no lo aceptaban pronto, perdería la ocasión de verles con vida. Glana se iba animando a emprender el camino, no exento de riesgos, pero lleno de posibilidades. Poco a poco los viajes se iban normalizando, aunque la presencia asfixiante de la policía marroquí era inevitable, las cosas habían cambiado. Había una resistencia pacífica muy presente en los territorios y sus figuras empezaban a ser reconocidas en todo el mundo. Eso llenaba de orgullo y ánimo a Glana, que vislumbraba que algún día sus hijos y nietos podrían vivir en un Sahara libre. El ejemplo del sufrimiento de aquellos hombres, mujeres y jóvenes inflamaba a la mujer de ganas de conocer la tierra arrebatada. Su miedo, aún presente, empezaba a ser vencida por el ansia de romper las cadenas.
Omar se alegraba del cambio despertado en su mujer pero le pedía al mismo tiempo que pusiera los pies en la tierra: el enemigo seguía siendo muy fuerte, y en cualquier momento podría asestar un zarpazo terrible. El los conocía bien.
Vinieron más viajes, un tiempo en que fueron suspendidos, manifestaciones, represión, negociaciones, protestas. El tiempo avanzaba y a la vez parecía que nada se movía… pero finalmente les llegó el turno de viajar. Omar sintió en el corazón que aquella vez era la definitiva. Prepararon una vez más con especial cuidado el viaje, todo lo hicieron solos, porque él no tenía apenas familia en los campamentos. Eso sí, no faltaron mensajes de los vecinos para sus familias, querían saber de los suyos cuando Omar y su familia regresaran a los campamentos.
El aterrizaje a El Aaiun hizo que casi se le saliera el corazón del pecho. Nunca había estado en el aeropuerto, no tenía referencias de aquella parte de su ciudad natal, pero ya empezaba a respirar el aire de su casa. Cuando montaron en los coches de la ONU, que les llevarían hasta su hogar, sintió una tensión en el cuerpo, similar a la de los años de la guerra. La tensión, a medida que se adentraba en la ciudad y se acercaban a su barrio, dio paso a una profunda emoción. De allí había salido siendo un adolescente 35 años atrás. Como militante del Polisario e integrante de una de las células de la ciudad, le habían sacado a toda prisa, escondido en el maletero de un coche. Apenas era un jovencito pero ya le buscaban los invasores, si hubieran dado con él bien sabía cuál hubiera sido su final, el mismo que el de otros compañeros que habían muerto en la cárcel. Ahora regresaba, se sentía orgulloso, volvía como veterano de guerra, integrante del ejército de liberación, lo había entregado todo por su patria, su futuro, sus ilusiones, su juventud, sus anhelos, todo lo había sacrificado en nombre de su causa. Podía entrar en El Aaiun con la cabeza bien alta. Ay, El Aaiun, nada tenía que ver con la preciosa y blanca ciudad de su memoria. Agobiantes construcciones rojizas lo inundaban todo, ¿qué quedaba de sus recuerdos?
Glana evitaba mirarle. Estaba tan emocionada que las lágrimas asomaban a sus ojos. Si miraba a su marido se derrumbaría, y una saharauia no podía entrar descompuesta a la casa de la familia. Además algo en ella le decía que no iba a dar el gusto a los secretas que merodeaban por el barrio, de verles sufrir. Debían entrar alegres, victoriosos, con el ánimo en alto, y el sufrimiento bien escondido.
Tuvo que echar mano Omar de toda la calma aprendida a lo largo de su vida. Los saharauis eran maestros en permanecer impasibles si hacía falta, y en aquel momento, vaya si lo hacía. Recordó los meses previos a su marcha de El Aaiun, aquel lejano 1975, las llamadas a la prudencia del viejo, molesto por la militancia de su hijo menor en el Frente Polisario. “No te expongas tanto”, le decía. Por respeto, él nunca replicó a su padre, pero entonces sus convicciones estaban incluso por delante de su familia. Nunca se arrepintió de lo que hizo, con los años tuvo más claro que si no se hubieran rebelado la bestia marroquí habría acabado con todos ellos. El precio pagado fue grande y aún no habían logrado su objetivo, ¿cuánto les quedaría sacrificar aún?
Tan sumido estaba en sus pensamientos que Omar no se enteró cuando pasó el coche. Un apretón de manos de Glana le devolvió al presente. Estaba frente a la casa familiar 35 años después. Se veía por fuera como la dejó, aunque el tiempo había dejado su huella, todo parecía más viejo, su barrio marchaba a la deriva en un Aaiun tan diferente del que él dejó. Quería entrar directamente en la casa, perderse en las estancia, oler cada rincón, buscar las pocas fotos que guarda la familia cuando él marchó, pedir perdón a su padre por haberle dejado solo, y averiguar por sí mismo qué quedaba de aquel hombre al que había extrañado tanto.
Nada de eso fue posible. En cuanto puso el pie en la calle se vio envuelto en una marea de brazos, sgarit, besos, sonrisas, gritos y lágrimas furtivas. Varias jovencitas, que se identificaron como hijas de sus hermanos, danzaban a su alrededor ondeando banderas saharauis, ante el pasmo de Glana. Unas graciosas niñas, vestidas a la manera tradicional, le ofrecían cuencos de leche de camella, y las exclamaciones y el jolgorio formaban un barullo indescriptible.
Entre aquella marabunta divisó a unos hombres con gorras caladas y gafas de sol. Sin duda eran secretas marroquíes. Vio con alivio cómo sus familiares no les hacían ni caso, ¿algo empezaba a cambiar por fin? Entre abrazos y risas se sintió orgulloso de su gente.
Tras la bienvenida de las mujeres, se le acercaron los hombres, había perdido de vista a Glana y a sus hijos, rodeados de familiares que le ofrecían su particular recibimiento. Los jóvenes se hacían los honores, él era un miembro del ejército de liberación saharaui, de todos era conocida su valentía en la guerra, y cómo Marruecos había impedido en varias ocasiones su viaje a El Aaiun. Un joven, no sabía si de su familia, le dijo “déjame tocar el Polisario”. Y otros empezaron a gritar “Labadil, labadil”, pero él les pidió parar con un gesto amable, aquel era un momento para la familia y no quería que nada lo interfiriera. El llamamiento de Omar a la calma surtió efecto, y una vez abrazado por todos sus hermanos, le llevaron hacia el interior de la casa.
Accedieron al patio y allí entre vítores pudo abrazarse por fin a su madre. Su viejita hecha de roca notó que a su hijo del alma se le humedecían los ojos. No iba a haber lágrimas, bastante se derramaron ya durante 35 años. La madre pidió un vaso de agua y se lo ofreció. Omar se sintió de nuevo niño ante ella, escrutó su mirada y comprendió que su madre no le guardaba ningún rencor por haberse marchado de aquella manera, por los treinta y cinco años de ausencia. En su mirada se reflejaba orgullo por aquel hijo que había luchado por ellos.
La algarabía había ido bajando de intensidad. Todos sabían que había llegado el momento del reencuentro con el padre. Omar se preguntaba si el viejo seguiría enfadado con él. ¿Le brindaría algún momento de lucidez su mente perdida, podría reconocerle?
Pararon al salón, que apenas había cambiado la sobria decoración que él aún recordaba. El padre estaba recostado sobre una de las colchonetas. El tiempo había causado estragos sobre su cansado cuerpo, la mirada nublada y ausente le decía que no parecía haberle reconocido. La madre tocó con dulzura el nudoso brazo, Omar no recordaba haber visto nunca esos gestos entre sus padres.
- Omar ha vuelto, Allah ha querido que esté al fin con nosotros. Di algo a nuestro hijito…
El padre no parecía haber entendido.
- Dile algo, por favor, di algo a Omar.
Permanecieron un rato esperando, pero el padre seguía mirando al infinito. Omar le tocó entonces la cabeza, en señal de respeto, no quería agobiar al viejo. Cuando iba a salir de la estancia, escucharon su débil voz.
- Hijo, ¿has traído lo que fuiste a buscar?
Omar, casi en un susurro, le respondió:
- No. No he podido traerlo.
- Entonces, casi mejor que no hubieras regresado - respondió decepcionado el viejo antes de volver a su mundo de olvido.
La respuesta del padre le dejó sin respiración. Su mente perdida le había asestado sin querer el golpe más duro que había recibido en su vida. Le supo más amargo que el exilio, que la guerra, que la separación de los suyos, que la eterna espera, más amargo que la ausencia de futuro, y que haber dejado atrás todo lo que tenía.
Porque las palabras de su padre traían un peligro, la desesperanza. Podían sembrar en su corazón la duda y la desconfianza en si había hecho lo correcto, de si todo su pueblo en resistencia habría hecho lo correcto.
Fueron unos segundos de zozobra, pero de inmediato se sobrepuso. Todo el titánico esfuerzo, el suyo y el de su pueblo no podía haber sido en vano. El seguía creyendo en la justicia de su lucha y eso era lo importante. “Resistir es vencer”, se dijo como tantas veces. Con renovadas fuerzas le respondió:
- Padre, lo sigo buscando. Sé que lo conseguiremos. No sé si lo veré yo, tal vez mis hijos, si no mis nietos, pero tengo la certeza de que aquello que fui a buscar, lo encontraré.
*El diálogo entre el padre y el hijo está tomado del reportaje de El País, “Sáhara, desierto y (des)esperanza”. De Lola Huete Machado, 3 de octubre de 2010.
Conchi Moya
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