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El samaritano, Richard Price


Llevo una temporada leyendo libros escogidos totalmente al azar, pero que por muchas cuestiones y en muchos aspectos parecen escritos para el momento personal que estoy viviendo actualmente. Libros que me están haciendo reflexionar y replantearme comportamientos; historias que están siendo tremendamente inspiradoras.
Tras la lectura el año pasado de la épica The Wanderers, intento leer todo lo que caiga en mis manos de su autor, Richard Price. Esta semana acabo de terminar El samaritano, publicado en 2004.
No sé si Price quería dejar alguna moraleja con este libro, pero al menos yo saco en claro que no hay que confiar ciegamente en la amabilidad de los extraños (yo al menos, no querría ser una Blache Dubois ni por asomo) y que ir constante y ciegamente por la vida como buenos samaritanos no es más que una actitud errónea. No se puede arreglar la vida a todo el mundo, no. Huyamos como de la peste de esa tendencia suicida a las “buenas intenciones”. Puede haber algo de desequilibrio en estas actitudes, sin duda a corregir; lo que podría ser virtud se acaba convirtiendo en pernicioso vicio… con el que todo el mundo puede acabar lastimado.
Efectivamente el tema central del libro es la generosidad, pero una generosidad casi patológica, llevada al extremo por el protagonista. A lo largo de la trama asistimos a una serie de actuaciones del personaje principal que indican que esta actitud samaritana no es tan perfecta ni tan buena idea como podría parecer al principio.
“Ray dice que sólo quiere contribuir a mejorar las cosas pero lo que en realidad desea es causar sensación (…) le gusta salvar gente, ¿sabe? Encandilarla con su generosidad. Es una emoción barata si uno tiene dinero, pero en el fondo se trata de una satisfacción personal”.
No es normal ni acertado comportarse como lo hace el samaritano protagonista. Sus buenas acciones producen efectos contrapuestos, pero negativos en cualquier caso. Por un lado coloca a los que reciben sus favores sin haberlos pedido en una posición de inferioridad, al hacer casi imposible devolverle la ayuda recibida; irremediablemente se van a sentir en deuda con él. Por otra parte genera con su comportamiento que una serie de moscones aprovechados le rodeen, intentando como sea sacarle todo el máximo provecho posible; el protagonista se convierte así en víctima de personas desesperadas o sin escrúpulos. Pero ante su actitud tan estúpidamente confiada y su imposibilidad de decir que “no” a nada, el lector acaba exasperándose y es muy difícil ponerse de su parte.
Ese es un aspecto que me gusta de muchos de los libros que estoy leyendo últimamente, poblados de personajes reales, en cuyas actuaciones no cabe o el blanco o el negro, se trata de caracteres llenos de grises, de diferentes matices, que es como al fin y al cabo somos y actuamos los seres humanos. El protagonista actúa de esa forma, en gran medida y tal vez de forma inconsciente para “experimentar el goce de la gratitud”. Busca ser querido a base de hacer favores, pero esa no es forma de conseguirlo, y mucho menos cuando esos favores le sitúan en un plano de superioridad con las personas que reciben sus atenciones.
En algún momento el protagonista parece darse cuenta del error, en el que a pesar de todo vuelve a caer una y otra vez en lo que para él es como una adicción; dice en una ocasión sobre el grave ataque del que es objeto, y sobre el que no quiere desvelar quién fue el agresor: “Tal vez porque me lo tenía merecido”. Y probablemente lo dice porque, cuando de verdad puede hacer algo útil por alguien, cuando tiene que implicarse emocionalmente, hacer algo más allá de una mera transacción económica, el protagonista no se atreve, le entra el pánico por las consecuencias que su acción pueda acarrearle y deja en la estacada a quien de verdad le necesita.
Entiendo que el libro está centrado en varios grandes temas: la ayuda suicida a los demás, el dolor, las buenas intenciones y la toma de decisiones en la vida.
Samaritano:
“Experimentó una vez más aquella sensación, el anhelo un tanto sospechoso de dar, de hacer, e intentó controlarlo”.
“¿Crees de veras que puedes echar una mano a la gente, ayudarla y largarte como si no tuvieras nada que ver?”
“Comprendió con tardía claridad que el problema no estribaba en que Coley hubiera sido aquel día un gilipollas con poca visión de futuro, sino que todo aquello había sido excesivo para él; había sido demasiado y demasiado pronto, y el chico, probablemente sin que él mismo lo supiera, se había asustado”.
Acciones:
“Todos tenemos nuestros demonios, todo cometemos errores, abusos, juzgamos mal”.
“En la vida es inútil preguntarse por qué uno no hizo esto o aquello. La gente no hace lo que te parece que debería hacer, lo que hace obedece a varios condicionantes, las complicaciones, los malos hábitos, el temor, el deseo de afecto”.
Dolor:
"Sabemos y experimentamos, por desgracia, que el dolor deja una huella mucho más profunda en nosotros que la felicidad:
“Nadie va por la vida sin recibir una herida de vez en cuando”.
“El dolor es el cincel con el que nos esculpimos hasta llegar a lo que somos (…) El dolor es el cincel, podemos hacer un estropicio o hacer algo hermoso”.
Buenas intenciones:
“Eres una buena persona, Ray, tienes buenas intenciones y todo eso, pero necesitas demasiado caer bien a los demás y tener esa debilidad es mala porque te vuelve imprudente y además te vuelve peligroso”.
Los personajes que habitan la novela se desenvuelven entre el claro desequilibrio que sufre el protagonista, y la marginalidad de sus “ayudados”. El entendimiento, la razón, el equilibrio, la superación llega de la mano de “Chitina”, la detective negra que investiga su caso, quien fuera compañera de escuela en la infancia; Chitina a su vez debe un favor al protagonista desde que eran niños. Ella le ofrecerá además amistad y buenos consejos que no siempre, más bien nunca, el perdido samaritano pondrá en práctica.
El final, abierto, nos hace temer que Ray no se curará de su adicción, demasiado poderosa, y peligrosa, para él.

The Wanderers, de vagabundeos y épica juvenil


Siendo una rendida seguidora como soy, de las novelas sobre pandillas, sobre los años dorados de la más juvenil juventud, aventuras de los chicos y las chicas desparramados en la gran ciudad, las primeras e inolvidables amistades, los primeros y dolorosos amores; siendo, ya digo, fan rendida de novelas como Rebeldes, de Susan E. Hinton, no conocía yo este libro (y posterior peli) que recoge maravillosamente toda esa épica juvenil que me fascina, ya sea en el Nueva York de los sesenta, el extrarradio catalán de los ochenta, o el Madrid suburbial de mediados de los 90. La explosión de sentimientos que se experimentan a esas edades, emociones, frustraciones, desilusiones, decepciones, arrebatos, sufrimientos y alegrías, son universales, y si me apuran idénticos, por encima de barreras idiomáticas, temporales, culturales y geográficas. Si por medio están además la música, la radio, la jerga, las modas y todas esas cosas chulas que hacen vibrar a los chavales y chavalas, pues mucho más y mucho mejor.
Ese peterpanismo agudo que nos acecha y devora, que instaló hace años a nuestra generación en una indefinida edad juvenil, al menos de espíritu, porque de aspecto cada vez es más difícil dar el pego (que no poseemos retrato, cual Dorian Gray, donde echar los kilos, canas y arrugas que empiezan a aparecer), casa muy bien con esta literatura, que a mí en concreto siempre me ha encantado. Y así no sólo degusto encantada los buenos títulos que encuentro, es que además me he atrevido (inconsciente) a escribir mi propia versión del mito: amores, grupo de amigos, música, conciertos, pandilla, desengaños, primeros trabajos, incomprensión, angustia existencial  y ese no saber en general qué hacer con la vida de uno cuando la cosa empieza a ponerse seria y el tiempo apremia.
Las circunstancias pusieron este año en mi camino la gloriosa canción de Dion And The Belmonts “The Wanderers” y la peli de Philip Kaufman del mismo título; para mí desconocidos pero sin duda muy prometedores. Y para más suerte en mayo se puso a la venta, por primera vez en español, el libro en el que está basado el film, The Wanderers, de Richard Price. Así que me apresuré a comprarlo y disfrutarlo, inmersa como estaba además en las últimas embestidas del libro en construcción que tenía entre manos.
¿Y qué nos ofrece esta novela?
El libro está escrito en 1974, y sus protagonistas son jóvenes del Bronx de inicios de los 60; habla de aquellas primeras pandillas juveniles en las que mandaban los tupés, la brillantina, el cuero, el instituto, las chicas con cancan y cardado, el rock, los primeros escarceos sexuales, la dureza impostada por fuera, mientras que el interior es blando y asustado, chicos enfrentados al miedo a crecer y a lo que deparará el futuro, por otra parte bastante negro. Nada que ver eso sí, con la camp “Grease”, estrenada en el cine un año antes que la película de Kaufman, y que trata de manera bastante moñas y atontada estos mismos asuntos.
The Wanderers está lleno diálogos directos e incendiarios, vibrantes y con el ritmo perfecto; ese es otro aspecto que me parece fascinante y muy, muy difícil en estas historias: saber reflejar la jerga callejera, la manera de hablar inmediata y llena de verdad de los jóvenes; es complicadísimo reflejar esos diálogos con credibilidad y a pesar de que lo que yo he leído es la traducción no hay duda de que Price lo consigue; estas palabras del autor creo que lo explican muy bien: “intento dar un toque lírico a la prosa, no en plan florituras sino en plan Bebop, un tono eléctrico que conjugue bien con el lugar”. También “The Wanderers” rebosa ardor juvenil y depresión postadolescente; refleja lo que es situarse ante las puertas de la madurez sin tener ni puñetera idea de cómo traspasarlas. Y aunque hablamos de lo universal de estos sentimientos, aquí es donde se aprecia la enorme brecha generacional entre aquellos jóvenes y nosotros; en los sesenta los veinte años eran la puerta de entrada a hacerse mayor; en este siglo XXI los de cuarenta nos enfrentamos a ese mismo pánico a hacernos mayores, con veinte años más a nuestras espaldas.
Nostalgia, tristeza, emoción, miedo a crecer… poco más puedo decir, el libro se devora y se saborea con auténtica delicia. Richard Price, nacido en el Bronx en 1949, es muy popular por ser el guionista de la serie de culto The Wire (estoy totalmente fuera de onda en lo que se refiere a series de televisión) debutó en esto de la escritura precisamente con The Wanderers, en 1974, con tan sólo 24 años. Profesor de escritura creativa en diversas universidades, recibió en 1999 el Premio de la Academia Americana de las Artes y las Letras. Fue nominado a un Oscar al mejor guión con El color del dinero, de Martin Scorsese, y otros de sus libros son  La vida fácil (2010),  El samaritano (2004),  Freedomland (2000) o Clockers (1994).
No duden en leerla si cae en sus manos; por mi parte tengo como asignatura pendiente ver la película. Les dejo con esta maravilla de canción ya mencionada: Dion And The Belmonts “The Wanderer”. Disfrútenla.



"Cuando las primeras notas de piano de “The Wanderers” llenaron la sala, la gente empezó a bailar otra vez. Joey se giró hacia sus cuatro amigos y empezó a cantar. Uno tras otro, todos se pusieron a cantar.
Vago de ciudad en ciudad.
Voy por la vida sin preocuparme.
Joey cantaba y lloraba a la vez. A Perry le entró una gran tristeza que le hormigueaba por la cabeza y los hombros. Richie estaba aterrado por lo que no sabía. Eugene se conmovió con las lágrimas de Joey, pero tenía más de media mente puesta en Nina Becker. Buddy rodeó con los brazos el cuello de Richie y de Joey y apretó tanto como pudo, como si cuanto más apretara, más cosas seguirían igual. No tardaron en estar todos con los brazos rodeándose el cuello unos a otros, con los dedos clavados en la carne, tratando de formar un círculo que nada –escuela, mujeres, niños, bodas, madres, padres– pudiera penetrar".