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En el desierto no hay atascos



“Nací en un campamento nómada entre Tombuctú y Gao, al norte de Mali. Durante toda mi juventud recorrí las arenas con camellos, cabras, vacas, corderos y asnos en busca de nuevos pastos”. Caminábamos hacia la vida, el agua, la vegetación. No conocí más que los horizontes infinitos, las noches bajo la jaima, las hogueras de leños, los pozos y el ganado. El campamento estaba compuesto por varias tiendas pertenecientes a la misma familia o comunidad, aunque, a veces, durante la estación seca, las familias se separaban para no concentrarse todos en los mismos pastos. Nos daba la impresión de que éramos los únicos en habitar un desierto que habíamos convertido en el terreno de nuestros juegos. Vivíamos en un mundo recortado del otro, como príncipes de nuestro propio reino”.

“Cuando la vida depende de la naturaleza, todas las miradas se hacen vitales. En el desierto, los ojos buscan cualquier señal de vida, huellas de animales, plantas, el lenguaje de la tierra. Leemos en la arena la escritura de la vida. Cuando nos dirigimos hacia algún pasto, no se nos escapa nada de lo que vemos en el camino”.



Este texto, que tiene tanto en común con la vida nómada de los saharauis de la badia, pertenece al libro “En el desierto no hay atascos”, de Moussa Ag Assarid, un tuareg de Mali. Conocimos a Moussa en la pasada Feria del Libro de Madrid, y estuvimos un rato charlando con él. Moussa iba vestido con el traje tradicional, compuesto de una darraa (no sé como la denominan los tuareg) de color azul, turbante también azul, y una enorme sonrisa que se le salía de la cara. Los tuareg no hablan árabe, tienen su propio alfabeto, y nos entendimos con él en francés, con ayuda de su editora en España.

Merodeábamos por el puesto, ya que tanto el libro como el autor nos llamaban mucho la atención, hasta que la amable editora se dirigió a nosotros. Compramos el libro, hablamos sobre tantas similitudes entre saharauis y tuareg, nómadas del desierto en busca de la nube en ambos casos, pueblos tan maltratados a pesar de su hospitalidad y su forma de vida sencilla y natural.

Moussa nos firmó el libro con un dibujo de una cigüeña. Nos contó que el dibujo es el símbolo de su querida madre, muerta cuando él solo era un niño. Vive en Francia, alejado de su desierto por la alarmante sequía que está acabando con esa milenaria forma de vida. Intenta desde el “primer mundo” conseguir dinero para que los niños de su comunidad estudien y tengan un futuro más luminoso del que en un principio les espera. Moussa pretende con múltiples actividades dar a conocer la realidad de su gente.

Deseamos mucha suerte a Moussa y al fascinante pueblo tuareg. Y os recomendamos el libro. Más allá de las curiosidades y anécdotas de un nómada en la gran ciudad, nos gusta por el evocador reflejo que se hace de la extrema, solitaria, profunda, milenaria y orgullosa forma de vida de los nómadas.


En el desierto no hay atascos. Un tuareg en la ciudad.
2ª Edición ampliada con mapas
Moussa Ag Assarid
Travesías / Editorial Sirpus


Los evencos, los nómadas de las nieves


Siempre me han llamado la atención los pueblos nómadas. A pesar de que soy sedentaria convencida y apenas he cambiado de lugar de residencia, me siento fascinada por estas gentes que vienen y van, haciendo miles de kilómetros en busca del sustento. Porque lo que caractariza a estos pueblos es la extrema dureza de sus condiciones de vida, que les llevan a lanzarse a la búsqueda de pastos, caza o pesca.

Normalmente pensamos en pueblos del gran desierto del Africa cuando hablamos de nomadeo; saharauis o tuareg son los primeros pueblos en los que pensamos. Pero hay otros nómadas, los de las nieves, los hombres errantes por las enormes extensiones heladas, como los de Siberia. En esas tierras vive un pueblo, el evenco, que sobrevive a duras penas. Los evencos, habitantes de un desierto helado, practican las artes de la caza y la pesca sin abandonar sus tradiciones milenarias, características y diferentes, pero con muchos puntos en común con los nómadas saharianos. Los evencos viven en unas tiendas cubiertas con pieles de venados, llamadas chums, emparentadas con las jaimas de pelo de camello saharauis. Al hablar del camello, pilar de la cultura nómada del desierto, recordamos que sin renos no habría cultura evenca. Hay dos tipos de renos, el doméstico, que se cría desde pequeño, y el salvaje, que cazan. El reno tira de sus trineos, les proporciona carne y grasa y sus pieles sirven para abrigarse y cubrir sus tiendas.

Los evencos, unas 70.000 personas que viven entre Rusia y China, con más de la mitad de su población nómada que no permanecen más de un mes en el mismo lugar, ven su lengua original en peligro de extinción. Entre los hombres y mujeres existe total igualdad. Otro rasgo común en las sociedades nómadas, a las que la dureza de sus condiciones de vida imponen que todos colaboren por igual para asegurar la supervivencia del grupo.

Una fascinante cultura de la que apenas se conoce nada, los tiempos de la globalización son malos para los viajeros errantes.

El extraño imán del desierto



"¿Qué extraño imán tiene el desierto?, tan vacío pero tan lleno de magia."

En la 2, Documenta 2 ofrece un bello documental, "Caravana". Me impacta la historia del niño Rabdoulah, de un pueblo tuareg de Níger, que hace un viaje de miles de kilómetros por el desierto del Teneré, uno de los más bellos en inhóspitos del planeta. Los tuareg son hombres del desierto, cultivan la ceremonia del té, el camello es su animal mágico y tienen sus similitudes con otros nómadas, los Hijos de la Nube, los habitantes del actual Sahara Occidental.

En el tiempo en el que no recorren el desierto viven en casas de adobe recubiertas de alfombras y esteras de vivos colores. El turbante es mucho más que una prenda. Los suyos son de vivos colores, cuando un joven lo viste por primera vez, a los dieciséis años, entra en la edad adulta. El turbante salvador en el desierto sirve para proteger el rostro del sol inclemente, para dar sombra mientras se duerme la siesta, para limpiarse, para filtrar el aire durante las tormentas de arena, para crear un cierto frescor al contacto con la respiración y mil cosas más que a los occidentales se nos escapan.

Durante el viaje de la caravana, uno de los camellos enferma. El hombre sabio escribe unos versículos del Corán en el louh (la tablilla de madera). Luego lo limpia con agua y la da de beber al camello enfermo para que cure. Cuanto me recordó a "los versos de la madera", los versos de nuestro amigo el poeta saharaui Limam Boicha "Un caudal de versos descendía. Tómatelo todo-dijo-para que fecunde tu mente. En mi infancia yo bebí los versos de la madera. Un almurabit me enseñó a fundirlos en el alma".

La vida tradicional en el desierto del Teneré está a punto de extinguirse, el niño Rabdoulah es carne de patera, en pocos años escapará para intentar dar el salto a Europa en alguna de los cientos de pateras que hacen el terrorífico recorrido por el Atlántico, el cementerio azul, como ya le llaman. Los nómadas saharauis tienen más suerte. La badia no es tan inhóspita como el Teneré y, aunque la vida tradicional también va cambiando, aún quedan muchos frig saharauis instaladados en las tierras liberadas, adaptándose a los nuevos tiempos que corren.

Es curiosa la hermandad entre pueblos del desierto, tan alejados pero tan parecidos al mismo tiempo.

Tiris, "espejo y alma de todo ser inocente"...

... en palabras Ali Salem Iselmu, poeta del grupo Generación de la Amistad saharaui. Y en la llanura de Tiris, lugar mágico, esencia de la auténtica saharauidad, se encuentran los montes de Leyuad, unos enormes bloques graníticos, de color negro, que emergen súbitamente de la llanura. Las pinturas rupestres que se encuentran en sus numerosas cuevas y cavidades, joyas de la humanidad víctimas también de este penoso conflicto que dura demasiado desde hace demasiado tiempo, demuestran que allí habitaron hace millones de años los antiguos pobladores del Sahara, se llamaran entonces como se llamaran aquellos hombres prehistóricos. Los majestuosos montes de Leyuad recuerdan a otra montaña sagrada, el Uluru, ese enorme monolito rojizo en el centro de Australia. Qué curiosas conexiones. Al contemplar hoy esta imagen del fotógrafo mexicano Ricardo Ramírez Ariola, que tuvo la suerte de viajar en marzo de este año a Tiris, me ha venido a la imaginación todo leído y escuchado sobre esta mítica zona, hogar de la cueva del Diablo, desde donde se puede contemplar en todo su esplendor la inmensidad de esta basta llanura.
Demonios (yin), ecos del pasado, extraños sonidos, huellas prehistóricas y el sonido del silencio dominando hasta los propios pensamientos, hacen que durante siglos los viajeros, de la tierra y los venidos de lejanos lugares, se hayan sentido atraídos sin remedio por este paisaje de belleza extrema. Tiris es el ombligo del verdadero Sahara, la esencia del pueblo saharaui, la poesía, el nomadeo, la búsqueda de agua, los camellos, los pozos, la alegría de la lluvia y la desolación de la sequía, ir tras las nubes, la libertad, buscar los pastos, la música, la religión, la nostalgia de un feliz tiempo pasado.
Tan sólo con recitar los nombres de la tierra, en hassania se hacen evocadores poemas. Tiris la hermosa, cantada por los poetas, envidiada por las mujeres más bellas. No te conozco pero cuánto te añoro.
TIRIS

Si llegas alguna vez
a una tierra lisa y blanca
acompañada de inmensas estatuas negras
y el andar pasivo de camellos y beduinos,
recuerda que existe una tierra sin amo y sin dueño,
espejo y alma de todo ser inocente.
Ali Salem Iselmu