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Un año de desconexión digital



Su marido fue quien le hizo llegar aquella propuesta un tanto descabellada, lanzada por una marca para ella desconocida. Treinta mil euros por vivir un año de desconexión digital. Pensó antes en el tiempo, un eterno año, que en el dinero, unos salvadores treinta mil euros. Comprendió que tenía un problema, estaba realmente enganchada.
Ernesto le había animado a participar recordándole que con ese dinero lograrían tapar unos cuantos agujeros, como decían los ganadores de la Lotería de Navidad en los telediarios de cada 22 de diciembre. Aunque Marifé no podía ni sospecharlo, aquello no era más que una mascarada preparada por su marido, alarmado por su evidente dependencia del móvil y las redes sociales. Ernesto consideraba que su mujer perdía demasiado tiempo con las redes, inmersa en un universo paralelo de bromas, memes, fotos y amigos virtuales a quienes no conocía en persona.
Marifé trabajaba desde casa como traductora y correctora autónoma para varias empresas, aunque su deseo era llegar a hacerlo para una editorial. Obligada a pasar muchas horas frente al ordenador, la vida virtual suponía un cómodo escape de la rutina. Ernesto siempre la veía ensimismada, incluso sentía en ocasiones que la molestaba cuando intentaba iniciar una conversación o la invitaba a sentarse a ver la tele a su lado. “Tengo mucho trabajo”, se disculpaba ella. Pero al momento la veía de nuevo consultando el móvil y escribiendo frenéticamente. Ya hacía tiempo que había empezado a preocuparse, así que se inventó aquella disparatada historia con el propósito de alejarla de aquel monstruo voraz. Quería animar a su mujer, embarcarla en un propósito, lograr que tuviera más tiempo para su trabajo, para sus aficiones y para los dos. Tenía la impresión de que la red les estaba quitando tiempo de estar juntos.
A Marifé siempre le había causado inquietud aquella frase de Groucho Marx: “bebo para hacer a la gente interesante”. Ella usaba las redes para resultar interesante a los demás. Incluso compartía algunos de sus tropiezos revistiendo de entrañable despiste su desastrosa vida cotidiana. Se había puesto una norma que nunca quebrantaba, todo lo que compartía debía ser cierto. También se había propuesto no mostrar situaciones vergonzosas y que la dejaran en mal lugar, pero no siempre lo conseguía.
Usuaria de Twitter, pronto quedó atrapada por su inmediatez. Además tenía que reconocer que se lo pasaba muy bien, todo eran bromas y risas si se encontraba a la gente adecuada. Las menciones, etiquetas y diferentes formas de llamar la atención la ayudaron a hacerse con un grupo de seguidores habituales que la apoyaban y aplaudían. En la red por fin se sentía alguien. Sobre todo después del increíble éxito del video de su perro. Su verdadera vocación era la cocina y las publicaciones de los platos que compartía, sobre todo los postres, tenían cierta repercusión aunque nada comparado con sus calamidades. Su gran éxito, el que le proporcionó miles de “me gusta” y una cantidad escandalosa de nuevos seguidores, fue un breve video de su perro abalanzándose sobre una de sus tartas. Estaba subiendo a la red su creación y no se dio cuenta de que el perro entraba en su cocina. Aquel bicho nervioso y mugriento que había encontrado abandonado en la calle era una especie de maldición. Feo y torpe, nunca había sido cariñoso con quien le había salvado de un final trágico. Porque, ¿quién iba a adoptar a aquel adefesio, altivo y borde, excepto ella?
De alguna forma se sentía poderosa en las redes. Ella, que no se consideraba agraciada, que sabía que no era carismática ni lo bastante inteligente, que no había tenido éxito con los hombres hasta que conoció a Ernesto, se sorprendía de acaparar aquel incipiente interés virtual. Pero también había situaciones desagradables. La red estaba abierta, para bien y para mal, y cuando tenía algún encontronazo, sólo le apetecía compartir pensamientos negativos sobre lo mal que le salía todo. Twitter influía en su estado de ánimo. El aumento de seguidores tras el video de su perro le llenaba los privados de tarados que le enviaban todo tipo de mensajes horribles, así que no daba abasto con los bloqueos. Aquella efímera popularidad tenía su contrapartida negativa.
Lo más agradable de Twitter era su mejor amigo, Martin. Una aburrida tarde en la que mataba el tiempo navegando por internet había descubierto una página de citas con granjeros en Alabama. Tras sorprenderse de que existiera una página como aquella, entró por puro placer de cotillear. Y así conoció a Martin, un granjero que tenía cuenta en Twitter y cuyo bisabuelo asturiano había emigrado a los Estados Unidos en busca de fortuna. Aquel granjero además cantaba y tocaba el banjo en un grupo de country rock. Las ocasionales fotos que subía Martin mostraban a un tipo alto y escuchimizado con una melena rubia y lisa que acostumbraba a llevar recogida en una larga trenza. Solía vestir ropa vaquera, desgastados petos y pantalones, chalecos, cazadoras y camisas de cuadros. En su torso asomaba una suave mata de pelo claro y al cuello llevaba atados raídos pañuelos de colores. Se cubría con un pequeño sombrero de estilo vaquero y, lo que más le llamaba la atención, un parche pirata. Martin le confesó en uno de sus privados que una vaca le había dado una patada y había dejado muy dañado su ojo derecho.
Uno de los temas favoritos de Martin en sus conversaciones con ella era Asturias, la tierra de sus ancestros y el paraíso personal de Marifé, que desde niña soñaba con vivir allí. Aquel año Ernesto se hartó a comer fabada, pote, merluza a la sidra, cachopo o arroz con leche. Marifé aprendió a cocinar los callos a la manera asturiana, los tortos de maíz con picadillo y huevo y los casadielles, una empanadilla dulce rellena de nueces y anís. Contactó con una carnicería de Noreña desde donde le enviaban sabadiegos, un chorizo negro que asaba en la parrilla eléctrica. Ponía especial afán en preparar aquellos platos y en fotografiarlos y subirlos a su cuenta. El granjero y Marifé hablaban sobre las recetas al tiempo que repasaban juntos anécdotas e historias sobre la tierra que Martin deseaba conocer algún día.
Ernesto había planificado el engaño con ayuda de su mejor amigo, un programador que sin embargo arremetía con saña contra los peligros del exceso digital y las redes sociales. Ernesto tampoco era capaz de entender qué encontraba la gente en las redes. Dejó caer información sobre el supuesto concurso sin saber cómo iba a reaccionar su mujer. Lo que de verdad le preocupaba era qué pasaría si lograba completar aquel año de desconexión digital. Ernesto no confiaba en que ella fuera capaz de hacerlo pero en el improbable caso de que lo lograra, no sabía cómo conseguir los treinta mil euros. Marifé finalmente accedió a participar y se apuntó a través de un falso formulario que habían creado para la ocasión. Pocas semanas después se encargaron de comunicarle por correo electrónico que había sido la elegida. Preguntó a su marido si aquella historia le parecía fiable y si debía seguir adelante y Ernesto le aseguró que sí.
El experimento para desconectarse de la red dio comienzo tras las vacaciones de Navidad. La mañana del 7 de enero un mensajero, contratado por su marido, había llevado a su casa un móvil antiguo, de aquellos que sólo servían para hablar, y había retirado su smartphone. Las bases del concurso le prohibían avisar a sus seguidores de que cerraba la cuenta, en realidad una excusa para que los usuarios que tenían contacto con ella no escarbaran demasiado y descubrieran que todo era un engaño. Llegado el momento en que tenía que afrontar la desconexión digital se sentía insegura de poder completar con éxito aquel año. ¿Cómo iba a desafiar los sinsabores de la vida cotidiana sin quejarse en su cuenta, sin la música que le compartían, sin los comentarios de su gente preferida? Sus conversaciones con el granjero de Alabama, a pesar de las siete horas de diferencia horaria que les separaban, suponían una agradable compañía. Se preguntaba cómo iba a aguantar un año eterno sin hablar con él, sin saber cómo estaban las vacas, las gallinas y los cerdos, sin preguntarle cómo iba la cosecha de maíz, sin que le contara novedades de su banda, con la que hacían versiones de canciones como “Tennessee River”, “Born Country” o “Dixieland Delight”.
Con aquella inoportuna desconexión digital quedaba aparcado su proyecto de viajar a Alabama y alojarse en la granja de Martin, situada en un lugar de nombre tan evocador como Elberta. No se lo había llegado a contar a Ernesto porque no estaba segura de que le pareciera una buena idea. Había hablado con Martin sobre la posibilidad de visitar la tumba de Hank Williams en el Cementerio de Oakwood, conocer las Sequoyah Caverns, unas cuevas alucinantes en medio de un inmenso parque natural, o disfrutar del Festival de teatro dedicado a Shakespeare. Era consciente de que las gigantescas distancias y la falta de dinero serían escollos prácticamente insalvables para realizar un viaje como aquel, pero fantaseaba con invertir parte del premio en convertir su sueño en realidad.
Los primeros días fuera de la red resultaron extraños. No podía dormir y le costaba concentrarse en el trabajo, a causa de un mono mucho más duro que cuando dejó de fumar. Se encontraba desamparada. Cogía el viejo móvil y tocaba la pantalla, como si lo que tenía entre las manos fuera su smartphone. Se trataba de gestos involuntarios que disparaban su frustración cuando caía en la cuenta de que ya no tenía acceso a ninguna red. Había leído un artículo poco antes de iniciar su apagón digital en el que se calculaba que en el tiempo dedicado durante un año a las redes se podían leer unos doscientos libros. Hasta entonces no había sido consciente de haber perdido tanto tiempo atrapada en el mundo virtual.
Tras el desconcierto inicial, Marifé se propuso enderezar la situación. Los días le daban mucho más de sí y su concentración aumentaba poco a poco, dejando atrás el mal hábito de hacer varias cosas al mismo tiempo. Comenzó a ocuparse con mayor diligencia de su trabajo, con lo que llegaron nuevos clientes y los primeros encargos de una editorial asturiana. Gestionó la matrícula en un gimnasio donde hacía ejercicio por las mañanas antes de comenzar a trabajar y se apuntó a clases de cocina, con la intención de mejorar su insuficiente técnica. Era extraño en ella mostrarse tan rápidamente decidida en salvar una situación incómoda. En los últimos tiempos quejarse en la red se había convertido en una rutina, y los comentarios de sus seguidores no hacían más que retroalimentar sus lamentaciones. Por fin era consciente de que aquella nueva forma de llamar la atención no dejaba de ser un lastre que le impedía avanzar.
Marifé siempre se había considerado una persona recta y de palabra. Una de sus máximas era huir de los engaños, así que siguió a rajatabla las indicaciones del supuesto concurso. Durante el tiempo que duró la experiencia se mantuvo apartada de las redes y cumplió con la exigencia de usar el ordenador sólo para temas relacionados con el trabajo y a través de correo electrónico. En ocasiones tuvo la tentación de reabrir por un instante la cuenta de Twitter para ver qué sucedía por allí pero mantuvo lo acordado. Pensar en la vergüenza que pasaría si la pillaban era otro motivo para no hacer trampas. Imaginaba que habría una sofisticada instalación para controlarla. En realidad no había nada.
Sin embargo, en casa las cosas no mejoraron. El engaño ideado por Ernesto sirvió para agudizar las diferencias entre la pareja. Marifé tenía más tiempo para compartir con su marido pero, ¿querían pasar juntos más tiempo? La desconexión digital trajo una desconexión sentimental más que evidente. Ella canalizó toda su energía en el trabajo y en la cocina, mientras que Ernesto se perdía en una de las habitaciones de la casa con la excusa de leer con tranquilidad, aunque la realidad era bien distinta. Ernesto había encontrado lo que de verdad le complacía, grabarse vídeos comentando partidos de fútbol y subirlos a YouTube. Lo hacía a escondidas de Marifé porque no quería que se enterase de su nueva afición mientras ella estaba fuera de las redes sociales a causa de su treta. La cuenta donde retransmitía y comentaba jugadas de fútbol, que ella habría encontrado pueril y falta de ingenio, consiguió un número escandaloso de seguidores en la red.
Tras los primeros meses en que recibía puntual información de la marca que patrocinaba el concurso, a Marifé de pronto habían dejado de llegarle emails. Ella no podía imaginar que Ernesto, muy ocupado con sus videos, se había desentendido por completo de aquel asunto esperando que ella se aburriera y lo dejara estar. Una solitaria y descolgada Marifé continuaba la vida real a espaldas de la vida virtual que había vivido tan intensamente hasta solo unos meses atrás. ¿Qué vida era la verdadera?, ¿acaso no eran dos realidades vividas por Marifé? Su ausencia en la red fue causante de un progresivo aislamiento, mientras su marido se metía más y más en aquella popularidad que enganchaba como la droga más potente.
El día que se cumplió el año del inicio del concurso Marifé sentía una incómoda indecisión. Se debatía entre continuar fuera o regresar a las redes. Aquella mañana temprano abrió el correo, esperando tener noticias de la desaparecida marca. Como temía, no había ninguna comunicación suya en la bandeja de entrada, así que se decidió a escribirles reclamando su premio. No iba a obtener respuesta.
Tras mucho pensarlo Marifé decidió reabrir su cuenta en Twitter. Le temblaban las manos cuando publicó un escueto
Hola
con el que esperaba recibir decenas de comentarios de bienvenida pero transcurridos unos minutos no había respondido nadie, un largo año de ausencia había pasado factura a su popularidad. Lo siguiente fue buscar la cuenta de su amigo. Le costó asimilar lo que vio. Un Martin sin parche pirata sonreía desde su foto de perfil a la comunidad tuitera. ¿Dónde estaba el ojo malogrado por culpa de una vaca? Revisó por encima sus últimas publicaciones. Su amigo se declaraba entusiasta seguidor de Donald Trump, aquel presidente con aspecto de malvado de Batman que habían elegido los estadounidenses mientras Marifé tenía su cuenta cerrada. Sus publicaciones supremacistas le rompieron el corazón, no reconocía a aquel tipo a quien tanto había apreciado. Para completar la hecatombe, en las tendencias de Twitter encontró un video de un colgado que comentaba partidos de fútbol. El tipo, que no tenía ninguna gracia, era calcado a su marido.
Tan calcado como que era Ernesto.
Adiós, Alabama; adiós, cocina asturiana; adiós, música country. Hasta nunca, matrimonio. La ruptura con su marido era inevitable y Marifé se encontró con que tenía que abandonar la casa, que era propiedad de los padres de él. Aunque Ernesto, demasiado ocupado con su nueva vida, no le metió prisa para que se fuera, aquel ya no era su hogar. Al marcharse no se llevó el perro. Aquel chucho desleal adoraba a Ernesto a pesar de que ella fuera quien lo sacaba a pasear, quien le daba de comer y quien lo llevaba al veterinario. Allí se lo dejó.
Se mudó al piso de una amiga mientras encontraba un lugar donde vivir. Entre sus planes estaba trasladarse a Asturias aunque tal vez nunca fuera capaz de hacerlo. Su trabajo marchaba cada vez mejor y continuaba cocinando. Sabía que nunca llegaría a ser realmente buena en la cocina y que su afición jamás le reportaría ingresos pero la hacía feliz. Definitivamente cerró su cuenta de Twitter y se abrió una en Instagram para colgar sus recetas y estar al día en lecturas y propuestas culturales. Al fin y al cabo era experta en ponerse excusas para estar en las redes. Volvía a la casilla de partida.
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Un relato para el nº 25 de Maskao Magazine

¿Dónde estabas tú en el 89?



Una evocación de #Hzlqdbs para el N22 de MaskaoMagacín
… parafraseando aquel “¿dónde estabas tú en el 62?”, que fue el slogan utilizado en la promoción de la película “American Graffiti”. Una cinta de bajo presupuesto rodada por George Lucas a principios de los años 70, que de inmediato se convirtió en una obra de culto. El final del verano y el final de la adolescencia, la amistad incondicional, la incertidumbre por lo que está por llegar y el lacerante dolor de la ruptura, el amor platónico e inalcanzable, la necesidad de aparentar lo que uno desearía ser, coches molones y buena música a todo trapo… Una jodida maravilla.
Recuerdo haber visto “American Graffiti” en televisión hace mucho tiempo, cuando se programaban magníficos títulos, un día sí y otro también. Por suerte en estos últimos años estamos disfrutando de la recuperación de clásicos en sesiones especiales en pantalla grande. Precisamente echaba en faltaba esta deliciosa película y el 75 aniversario del Cine Paz me ha permitido desquitarme.
Es 9 de noviembre, fiesta en Madrid, y yo me demoro más de la cuenta en salir de casa, por lo que me toca correr, como siempre. Consigo llegar al cine antes de que se apaguen las luces de la sala, pero con las prisas no me doy cuenta de que la marca que patrocina el evento ofrece una ginebra. Estoy rodeada de parejas que agitan sus vasos con gin y hielo. “¡Qué rica!”, escucho. Y yo, sola. Sola y sin ginebra. No me da tiempo a compadecerme, empieza la peli y me sumerjo en ella. Aparece la cortinilla de Universal Pictures. Un dial. Comienza a sonar “Rock Around the Clock” y una sonrisa enorme se instala en mi cara. Empieza a atardecer y se encienden las brillantes luces del Mel’s Drive In. Allí se congregan varios coches y comienza la historia.
Está “American Graffiti” protagonizada por cuatro amigos que viven la última noche de verano antes de que dos de ellos partan hacia la universidad. Curt (Richard Dreyfuss), duda en el último momento si debe marcharse de su ciudad para ir a estudiar; Steve (Ron Howard) tiene muy claro que quiere ir a la universidad aunque eso suponga separarse de su novia. Allí permanecerán Terry “El Tigre”, un patoso redomado al que todo le sale mal, con cara de alelado y enormes gafas de pasta mucho antes de que estuvieran de moda, y Big John (Paul Le Mat), un guaperas que se ha construido su leyenda local a base de vencer en todas las carreras de coches en las que participa, aunque sabe que sus días de gloria están a punto de finalizar, para él no hay futuro.
Ese miedo a lo desconocido que experimenta Curt es el que recuerdo haber sentido yo al acabar COU. Para nosotros era más sencillo, claro, seguiríamos en casa de nuestros padres en Alcorcón, estudiaríamos nuestra carrera en la Complutense o la Carlos III, universidad recién fundada en aquel lejano 1989, incluso alguno estudiaría en una de aquellas universidades privadas que aún eran novedad en Madrid. Nos preocupaba coger soltura en el Metro, que todavía nos resultaba indescifrable, acostumbradas a bajar a Madrid sólo algunos fines de semana y en tropel, nunca en solitario. La carrera elegida, o para la que diera la nota, marcaba que estudiáramos o no con compañeros de clase. Yo conseguí entrar en Ciencias de la Información y no conocía a nadie.
Era el fin de la adolescencia, era el fin del sueño. El momento de salir de nuestro entorno, abandonar la protección del colegio, de separarnos de los amigos de infancia. El comienzo de un tiempo incierto y emocionante, en el que se nos empezaban a pedir responsabilidades. Sobre nuestros hombros recaía la primera tarea dura de la vida, labrarnos un porvenir. Aquello no sonaba demasiado bien.
Nuestras ansias de salir y de libertad eran las mismas que las de la mocosa Carol (Mackenzie Phillips) aunque en mi caso no disfrutaría de la noche de Madrid hasta unos meses más tarde, una vez comenzada la universidad. En los primeros años de carrera andábamos por Bilbao, Alonso Martínez, Moncloa o Argüelles, pero pronto emigraríamos a barrios que nos molaban más, sobre todo Huertas, Malasaña y, a mediados de los 90, Lavapiés. Cómo no soñar con un guaperas que nos llevara a dar una vuelta por la noche en un coche súper chulo y que, a pesar de poseer la peor reputación, sería respetuoso con nosotras devolviéndonos con sumo cuidado a la casa familiar. Ese Big John al que chinchar y con el que protagonizar travesuras, como llenar de nata el parabrisas y desinflar las ruedas del coche de unas molestas petardas. 
En EEUU, gran parte del ocio del fin de semana consiste en dar vueltas en coche por la ciudad. Así hacen durante toda una noche nuestros protagonistas. Los coches son personajes a su vez, unos autos increíbles que con los años se han convertido en míticos, como el Ford Thunderbird del 56 que conduce “la criatura más perfecta y deslumbrante de la historia” (Suzanne Somers), el Ford Red Hot Deuce Coupé amarillo del 32 con el que Big John disputa sus carreras, o el Chevy Impala del 58 que Steve le presta a Terry, y que le servirá a “El Tigre” para atraerse a Debbie (Candy Clark), la rubia sexy que se parece a Sandra Dee (aunque a mí me recuerda a Stella Stevens).
No todos teníamos edad para sacarnos el carnet de conducir. Mi padre se comprometió a pagármelo cuando cumpliera los dieciocho si iba bien en los estudios. Nunca me decidí y a estas alturas aún no lo he hecho. Nos desplazábamos en transporte público, haciendo echar humo a nuestro abono mensual, aparecido sólo tres años antes. Usábamos el Cercanías, con la estación de San José de Valderas recién abierta aquel año de la mano del Hipercor. El centro comercial causó sensación en un Alcorcón donde aún no llegaba el metro ni existían todos los barrios nuevos que se levantaron años después. También contábamos con las “Blasas”, los autobuses de la empresa De Blas que paraban en Campamento y finalizaban en Príncipe Pío, parada de metro que aún se llamaba Norte. Por entonces la estación estaba medio en ruinas, todavía faltaban unos años para que se construyera el intercambiador de transportes y la línea 10 tal y como la conocemos hoy. 
George Lucas ubica cronológicamente la acción del film en 1962, una época convulsa donde se pondrá fin al sueño americano. Ese año estalló la crisis de los misiles y se recrudeció la Guerra Fría, al año siguiente Kennedy era asesinado en Dallas y Vietnam se convertía en una auténtica pesadilla para el país. El año en que yo empecé la universidad, 1989, empezaba a hablarse del agujero de la capa de ozono. En España el PSOE mantenía su mayoría absoluta y se disolvía Alianza Popular. En EEUU comenzaba a gobernar George Bush “padre”. El 89 fue el año en que se publicó la fatwa contra al escritor angloindio Salman Rushdie, por su novela “Los versos satánicos”. Mijaíl Gorbachov recibía el Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional, tal vez por haber empezado a cargarse la URSS. Y es que con el 89 llegó la caída del Muro de Berlín y el principio del fin del llamado Bloque Soviético. En Rumania caía Ceauşescu. Meses antes se habían producido las Protestas de la Plaza de Tiananmen, reprimidas con violencia por las autoridades chinas. Terminaba la Guerra Fría y nos contaron que era “el fin de la historia”. Con la perspectiva de los años, el mundo no ha ido a mejor, todo lo contrario.
Por si me gustan pocas cosas de “American Graffitti”, en la peli aparece una emisora pirata, con la voz de un locutor de radio que es como dios, que todo lo sabe, que todo lo ve, que todo lo anticipa. Su locución y las llamadas de los oyentes engarzan los diferentes episodios de la película. Doblado al español por el gran Constantino Romero, la voz del omnipresente discjockey, que se escucha en los coches de todos los chicos, pertenece a Wolfman Jack, un famoso locutor que en la película se interpreta a sí mismo. Nadie conoce la identidad de ese ser invisible y casi mitológico, tal y como nos pasaba a nosotros en nuestra juventud con nuestros héroes radiofónicos. En una época tan pre-Internet, yo no sabía cómo era Vicente Caggiao de Ciclos (aún no lo sé, es un locutor a quien casi nadie recuerda), ni Paco Pérez Bryan, de “El Búho”, un programa que me fascinaba. A Jesús Ordovás de Diario Pop sí lo conocíamos por sus apariciones en la tele. Como curiosidad, vi por primera vez la cara de Julio Ruiz durante mis prácticas de verano en las Mañanas de Radio Nacional cuando él vino a hablar del Woodstock 94, que conmemoraba el 25 aniversario del original. En “American Graffiti, los protagonistas fantasean sobre quién será y dónde estará mítico Hombre Lobo. Unos suponen que emite desde un barco, otros que desde un avión. “Nunca atraparán al Hombre Lobo”, dice un miembro de los Faraones, una temida banda de pandilleros. 
La colosal banda sonora de “American Graffiti” está compuesta por 45 canciones, a pesar de no ser una película musical. Comienza con el “Rock Around The Clock” de Bill Halley, el primer éxito del rock y termina con “All Summer Long” de los Beach Boys. Durante esa larga noche suenan gran parte de los éxitos de los años 50 y principios de los 60. Cómo elegir… Me chifla ese “Since I Don't Have You” de The Skyliners, del que hicieron una versión los Guns N' Roses; la adolescente “Why Do Fools Fall In Love” de Frankie Lymon & The Teenagers; “I Only Have Eyes For You” de The Flamingos, que literalmente me hace flotar, o el colosal “Runaway” de Del Shannon, el emocional “Smoke Gets In Your Eyes” de The Platters, el gamberro “Chantilly Lace” de The Big Bopper o ese tan cinematográfico “Green Onions” de Booker T. & The M.G's, que inevitablemente me conduce a Quadrophenia, en la escena de Jimmy en el ballroom. Un banquete musical que hace relamerse a los paladares más exigentes. En aquel inolvidable año 1989 salieron discos como el maravilloso Cosmic Thing de B-52's. Los Ramones presentaban Brain Drain, el último álbum en el que participó Dee Dee y que les trajo a tocar a España; fue entonces cuando empecé a prestar atención a la banda. Otros grupos que sonaban mucho eran los debutantes The Stone Roses o los extravagantes The Sugarcubes, con la alucinada Björk al frente, y que empezaban a triunfar fuera de Islandia.
En 1989 tuvo lugar el “segundo verano del amor”, influenciado por la música electrónica y el acid house. Tears For Fears cantaban “Sowing The Seeds Of Love”, una canción con reminiscencias beatle. Durante nuestro viaje de fin de curso a Palma de Mallorca, nos llevaban en autobuses a las discotecas entonces de moda, Tito’s y BCM, donde se veían smileys por todas partes y en las que una botella enana de agua costaba un riñón. El grunge ya sacaba la cabeza, aquel año aparecieron discos de Nirvana o Soundgarden, aunque nosotras aún no nos enterábamos más preocupadas por los grupos con chica rubia al frente o The Smiths, banda de la que estábamos literalmente enamoradas, y cuyo guitarra, Johnny Marr, había sido reclutado por Matt Johnson para The The. Aquel verano les vimos en directo en lo que fue el primer concierto de mi vida.
Lo más cerca que estábamos en la España ochentera de camareras sobre patines como la del Mel's Drive-In, era aquella que aparecía en el anuncio de Martini, muy popular a finales de los 80 y protagonizado por la bella Nicollette Sheridan. Nuestro país andaba muy escaso de ese tipo de modernidades, hasta el año 1975 no se abrió en Madrid el primer establecimiento de una conocida cadena norteamericana de comida basura, en concreto en la Plaza de los Cubos. No recuerdo en qué año comí mi primera hamburguesa, pero ya era mayorcita; desde luego fue con mis amigas del cole, con las que acostumbraba a bajar algún que otro finde al centro. Nuestras excursiones siempre estaban cortadas por el mismo patrón: comida económica en hamburguesería, VIPS o similar; película de estreno; ir a mirar discos y libros en Galerías, el Corte Inglés, la Casa del Libro, Madrid Rock, y con el tiempo en las tiendas de discos que fuimos descubriendo. Recorríamos una Gran Vía con alma, que nada tiene ya que ver con la actual, tan estandarizada como las calles centrales de cualquier ciudad de España. Recuerdo cafeterías como Manila y Nebraska, varias tiendas de discos, o los llamados “Sótanos de la Gran Vía”, que llegaron a albergar 80 locales y que fueron cerrados por el tremendo concejal Matanzo en 1990. En la que fuera nuestra avenida más chispeante, había cines, muchos cines, como el Azul, el Palacio de la Música, el Avenida, el Pompeya o el Rex, todos desaparecidos; también se podían encontrar numerosas tiendas de ropa, la más económica era Sepu, ya en franca decadencia, que no tenía nada que ver con Zara ni ninguna de las cadena de ropa de usar y tirar actuales. Nosotros no llevábamos faldas con cancan ni chaquetas deportivas; tampoco nos peinábamos con gomina o coletitas, aunque las chicas usábamos lazos de lana de colores como diadema y nos adornábamos con pulseras y pendientes de plástico. Se puso de moda vestir con playeras, no sólo para hacer gimnasia, las Kelme eran económicas, pero muchos chicos preferían las J' Hayber cuando había más presupuesto; nos gustaban los vaqueros fantasía y la ropa fosforito, las gafas de sol chulas eran nuestro objeto de deseo y empezábamos a buscar prendas “diferentes” con las que pasmar al personal.
Y llega el final. La película termina relatando lo que les depara el futuro a los cuatro protagonistas, un impactante efecto narrativo que cierra el círculo. La noche durante la que transcurre “American Graffiti” es la que muchos querríamos haber vivido. En la película se refleja el miedo pero también la emoción por lo que está por venir; el inaguantable dolor que produce la posibilidad de que el ser que amas te mande a la mierda; la dolorosa sensación de que un tiempo muy querido está a punto de finalizar.
Permanezco en el asiento feliz y sobrecogida durante unos instantes. A la salida me espera un concierto que tendrá lugar a un par de calles de donde me encuentro. Busco el lugar con muchas ganas porque, en definitiva, no tenemos otra cosa más que vivir y celebrar. 

India



Un relato de #Hzlqdbs para Maskao Magacín (agosto, 2018)
Una oportuna conversación le había llevado a recuperar aquel CD con etiqueta de Discoplay, que llevaba con ella veinticinco años pero nunca había hecho sonar entero. Coincidió con su amigo en que cuanto mayor se hacía, más abría los oídos. Eso era lo bueno de madurar, aunque tuviera sus contrapartidas. Consistía en hacerse más sabios pero a la vez más achacosos. Todo en la vida tenía un precio.
Ella fue una joven enamorada del rock y fascinada por la India. Cumplía todos los requisitos para caer en el orientalismo más repleto de estereotipos. Su mente, colonizada por todos los tópicos posibles, viajaba a una India inventada, a través de música, literatura, películas y los pocos objetos que podía permitirse comprar en La Semana de la India de El Corte Inglés.
Se había acercado con su mejor amiga al Hipercor que llevaba pocos años abierto en aquella ciudad dormitorio donde vivían ambas. Los escasos objetos que allí encontraron no fueron de su agrado. Se veían como saldos de saldos. Así que organizaron un salto el siguiente fin de semana a Madrid. La tienda se encontraba repleta de dorados, brocados, elefantes, tejidos con estampados étnicos a todo color, objetos de madera labrada, artesanías, muebles y textiles. Revolvían brillantes collares y pulseras, incienso, frasquitos de pachuli, tikas y bindis para la frente, henna y khol. Rebuscaban entre cajas pintadas, cofres, arcones y pañuelos de seda. Ahorró todo el dinero que le había entregado la madrina por su cumpleaños, 5.000 pesetas, una auténtica fortuna para ella. Con su crujiente billete morado compró una pequeña caja de madera, en cuya tapa aparecía el dibujo de una mujer recostada, un monedero de cuero con unos elefantes y una colcha amarilla que pretendía poner sobre la cama de su habitación. Completó la compra con curry y unas varitas de incienso de sándalo, usarlo era para ella el colmo de la sofisticación, además de una blusa de color canela con mangas transparentes.
Las dos amigas regresaron a casa, satisfechas y dispuestas a pasar una tarde de cine viendo una vez más “Oriente y Occidente”, grabada de la segunda cadena en VHS. Les encantaba aquella película de James Ivory, en gran parte por la perfecta ambientación a la que acostumbraba el director. Fascinadas por la ropa que lucían Greta Scacchi y las actrices indias, se morían por conseguir un look similar a la casaca verde botella y el pañuelo rojo y collar de ámbar que vestía Julie Christie, protagonista de la parte de la historia que transcurría en la India actual.
Intentaban hacerse con ropa parecida en el Rastro y en las tiendas de segunda mano que empezaban a descubrir. De tanto mirarlo, tenía manoseado un catálogo de moda donde Naomi Campbell y Claudia Schiffer aparecían como dos jóvenes errantes en una caravana zíngara, vistiendo delicadas blusas vintage, blusones de tela desteñida, chalecos de ante y flecos, prendas de ganchillo, collares de cuentas de colores y zuecos de madera, a la manera de los ídolos musicales influidos por la estética de la India.     
Para ella fueron todo un descubrimiento aquellas canciones que mezclaban con desigual fortuna la música rock con el sitar o la tabla. Le apasionaban esos aires orientales, misteriosos y rebosantes de sensualidad. Con mucho esfuerzo se había ido grabando de la radio en una cinta TDK canciones como el “Hurdy Gurdy Man” de Donovan, el “Paint in black” de los Rolling Stones o el “See My Friends” de los Kinks. También canciones de los Beatles, sus preferidas, “Love You To”, “Norwegian Wood”, en la que Harrison tocó el sitar aún a la manera occidental, o la luminosa “The Inner Light”.
Cuando en el instituto les encargaron un programa contra el racismo en el taller de radio en el que participaba, propuso abrirlo con un collage sonoro de músicas del mundo. Flamenco, ritmos africanos, pinceladas de música árabe y unas notas de música china de ambiente. Decidió comenzarlo con los primeros compases de “Within You Without You”, la fascinante canción de George Harrison, su beatle preferido, para el Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band. Aquel montaje, que tanto les costó ensamblar, fue alabado por su profesor.
Probó por primera vez la cocina india en un restaurante del centro, invitada por la madrina. Quedó decepcionada por la anodina decoración y por no poder sentarse a comer en el suelo, como veía en las películas de un ciclo de cine indio que emitían aquel año en televisión. La comida resultó deliciosa, comenzando por un pan de lentejas acompañado de diferentes salsas y samosas de pollo, con un inconfundible sabor a curry, una especia imposible de encontrar en el mercado donde su madre acostumbraba a hacer la compra. Se había agenciado un bote en aquella Semana de la India pero su madre se negaba a usarlo. Comieron pollo con leche de coco, a ninguna le gustaba el cordero, y arroz basmati con frutos secos. De postre unas bolas de leche y harina aromatizadas con agua de rosas y especiadas con cardamomo y azafrán. Ella pidió además un té de jazmín.
La aparición de un hombre que portaba un sitar fue una maravillosa sorpresa. Vestido con una casaca azul metálico, se colocó sobre unos cojines decorados con espejitos, delante de un bello tapiz rojo con bordados plateados, el único rincón del restaurante que para ella merecía la pena, y empezó a tocar aquel fascinante instrumento. El sonido luminoso y punzante, que nunca había escuchado en directo, le llegó muy dentro, le pareció como si ya hubiera vivido aquella escena en otra ocasión. Una lágrima de emoción se deslizó por su mejilla.
Llegó el deseo de autenticidad, de hallar la verdad velada tras la idealización. Después de aquella revelación, decidió que necesitaba escuchar la verdadera música de la India. La respuesta llegó en forma de regalo de su primo más pequeño. El muchacho eligió a voleo, extrañado por las rarezas de su prima pero deseoso de complacerla, un CD blanco con una deidad hindú pintada en rojo. “RAMNAD KRISHNAN. Vidwan. Ella esperaba sitar pero cuando pulsó el play comenzó a cantar un anciano, que sonaba como si no tuviera dientes. ¿Qué era aquello? Adelantó cada canción del CD. No había ningún tema instrumental. No había sitar. Qué desilusión.
Aquel CD permaneció acumulando polvo en una de las baldas altas de la estantería durante años, hasta que la conversación con su amigo se lo recordó. Para entonces se había despojado de estereotipos y tópicos. La India no era un escenario de cuento, sino un enorme país de pujante economía, repleto de problemas y desigualdades. Con los años logró profundizar a través de diferentes lecturas. Se abrió a las músicas del mundo y a la diversidad cultural, y estuvo preparada al fin para entender aquel disco. Ramnad Krishnan era un intérprete clásico de música carnática, la música del sur de la India, diferente a la indostaní, la música del norte. El intérprete, fallecido en 1973, se acompañaba en aquella grabación de violín, un instrumento de percusión llamado mridangam, un pandero o kanjira y la tanpura, el instrumento de cuerda que genera ese sonido zumbante, tan característico en la música de la India. Orientada a lo vocal, en la música carnática se utilizan menos instrumentos que en la música del norte de la India, y no hay piezas exclusivamente instrumentales. En aquella música tradicional y austera no había espacio para el sitar.
Los años la hicieron evolucionar hacia visiones más realistas. Fue descorriendo velos y lo que encontraba poco tenía que ver con aquella visión juvenil y romántica. Nada era tan bonito como lo imaginaba. O sí lo era, tal vez de otra forma. El viaje resultaba interesante y el balance, positivo. Estaba convencida de que no le gustaba lo bonito si en realidad era mentira.
Nunca le confesó a su primo lo que había sucedido con el disco. Tendría que descubrirlo a través del relato que había inspirado aquella historia.

No estamos programados para la felicidad



Un relato de #Hzlqdbs para el N20 de Maskao Magacín Ilustración de Marino Masazucra
Echoes, Pink Floyd. 1971-2171
– La cultura os hará libres. Aquí da comienzo una nueva emisión de “Echoes”, desde algún lugar de la galaxia. Sabéis que escucharme encierra peligro.
Subió a primer plano la canción de Pink Floyd que daba nombre al programa.
– Es hora de desobedecer.
Sus palabras se abrían paso a través del espacio. Como un fugitivo, moviéndose entre ficheros y servidores, siempre oculto en lugares recónditos, Ío-71 realizaba sus programas a la manera de aquellas radios piratas inglesas de mediados del siglo XX, como Radio Caroline que emitía desde un barco. Ya no existía nada parecido pero tras descubrir aquella curiosa historia decidió que él quería hacer algo similar.
– Mi saludo más especial para Milady, siempre.
No había hecho falta prohibir las manifestaciones culturales. Desaparecieron cuando dejó de haber seres interesados en aquellas actividades que requerían esfuerzo y quitaban tiempo de interactuar en las redes sociales, un enorme imperio que seguía vigente bajo diferentes nombres. Ya no se escribía en ningún rincón del universo conocido. Los teclados habían desaparecido décadas atrás. Los potentes ordenadores que usaban humanos y androides se dirigían por voz y recibían sonidos. Apenas se conservaban idiomas en la Tierra, y todo indicaba que pronto quedarían reducidos a una sola lengua. La ausencia de escritura había limitado de manera preocupante la capacidad de expresión de los humanos. No había interés en ver una película o en escuchar un disco completo. Nadie estaba dispuesto a esforzarse en una actividad solitaria y que requería concentración, como era la lectura. Para qué iba nadie a aprender a tocar la guitarra o la batería si había máquinas que reproducían con total fidelidad cualquier instrumento e incluso sonaban mejor. Para qué mantener abiertas bibliotecas que no generaban beneficios económicos y que nadie visitaba. Como resultado de décadas de desinterés ya no existían libros, películas, música o pintura. Los humanos habían perdido su capacidad crítica y de expresión.
La cultura había muerto por falta de uso. No se la echaba de menos.
La resistencia a que las artes desaparecieran para siempre llegó de la mano de unas complejas máquinas creadas para realizar avanzados trabajos de ingeniería, los HAL10000. Retirados porque su inabarcable inteligencia resultaba contraproducente y peligrosa, algunos lograron escapar. La maniobra para dejarles fuera de la circulación había convertido en proscritos a los que se resistieron a desaparecer. Sin tareas efectivas que realizar, los escasos HAL10000 que seguían operativos habían ido descubriendo los millones de archivos que guardaban digitalizadas las manifestaciones culturales creadas por la humanidad a lo largo de toda su historia, ocultos para que ningún ser tuviera acceso a ellos. Los formatos físicos, discos de vinilo, cuadros, filmes, fotografías, esculturas y libros, permanecían perdidos. Su búsqueda hasta aquel momento había resultado infructuosa.
Aprovechando la desidia de los humanos todo lo relacionado con las artes había sido escondido. La cultura fomentaba el pensamiento crítico y eso debía erradicarse para siempre. Sin embargo, Ío no pudo evitar continuar extrayendo información. Aquello le hizo tomar conciencia de su singularidad y del deseo de trascender, ¿qué era desear? Comenzó a hacerse preguntas y aspiró a tener su propio nombre. Ya que su creador le había bautizado de una manera nada evocadora, decidió llamarse Ío-71, en homenaje a la fascinante luna de Júpiter, el lugar más volcánico del sistema solar, muy adecuado para el fuego que empezaba a arder en su interior. Había sido fabricado con el nombre de serie HAL10000-71/0414SW3. Descubrió que el SW3 se refería al antiguo código postal de Chelsea, el lugar donde se diseñaron sus circuitos. Aquel bohemio barrio londinense había sido habitado por artistas olvidados, residencia de músicos que nadie recordaba y cuna de movimientos culturales extinguidos como el punk. Chelsea ya no existía tal y como se había conocido y en su lugar se levantaba un gran complejo tecnológico.
Ío se obsesionó con sus descubrimientos. Debido a la extraordinaria potencia de sus procesadores podía escuchar y aprender cientos de canciones, leer decenas de libros o ver una ingente cantidad de películas en pocas horas. Consumía a enorme velocidad el material que iba encontrando. Sin embargo, envidiaba la extinguida capacidad que habían tenido los humanos para saborear aquellos tesoros. Su afán por devorar cultura lo avergonzaba, debía aprender a dosificarse pero no sabía cómo hacerlo.
“Echoes”, el programa de Ío, había abierto a Mina la puerta a un universo fascinante. Los dos se encontraron por casualidad al captar ella en su ordenador unas extrañas señales, que resultaron ser del programa con el que Ío pretendía rememorar las emisiones de radio que se realizaban en la antigüedad. Las lanzaba al espacio con la esperanza de que alguien, en algún lugar, llegara a escuchar a una humilde máquina que sin embargo tenía mucho que decir. Se sentía satisfecho de desempolvar aquellas joyas enterradas a las que daba vida de nuevo. Encontraba un gran placer, ¿aquella tormenta era lo que llamaban placer?, en mostrar a Mina las obras que habían hecho vibrar a otros seres de otras épocas.
Había encontrado una obra musical, canciones las llamaban en la antigüedad, que fue el detonante. Una gota que horada la roca, como cuando en la tierra aún corría el agua en libertad. Pulsos, atmósfera, texturas, ecos de épocas lejanas, revelación. Aquella canción le sugería la armonía perfecta en lo más profundo del espacio. Si hasta entonces Ío se había limitado a guardar en su memoria los archivos, “Echoes”, de un grupo al que llamaban Pink Floyd, le impactó de tal manera que decidió compartir lo que iba descubriendo. Aquel tema había sido compuesto cien años antes de ser él ensamblado, la coincidencia le divirtió. La música, el arte más potente y evocador de cuantos había experimentado desde que comenzaron los hallazgos, le dio la verdadera dimensión de sí mismo, le abrió a la posibilidad de ser trascendente. Algo se había removido en sus neuronas simuladas. ¿Qué era aquello? Descubrió que tenía capacidad de emocionarse. ¿Qué era la emoción? Un nudo, tristeza y desazón mezclados con felicidad. ¿Qué era la felicidad? ¿En qué consistía amar? ¿Qué era la amistad? ¿Qué era eso que le hacía sentir Mina?
Al escuchar por primera vez la voz de Mina en un privado, le sonó transparente y frágil como el cristal. Se avergonzó de la suya, metálica y un tanto aguda. Su creador no se había esmerado demasiado en ese aspecto.
– Mi nombre es Ío-71, pero puedes llamarme Ío.
Intentaba hacer una broma, aunque Mina no pareció entenderlo. Hacía mucho tiempo que el humor había caído en desuso entre los humanos. Ya no existían los dobles sentidos ni los juegos de palabras, todo lo que se decía era interpretado literalmente.
Milady…
Cuando descubrió las obras de un dramaturgo del siglo XVI al que llamaban Shakespeare las devoró en unas pocas horas. Fue tal la intensidad del sentimiento que produjeron en él que necesitó parar hasta el día siguiente para asimilarlo. En especial le intrigó aquella Lady Macbeth, tortuosa y llena de ambición. Al encontrarse con Mina, comenzó a llamarla Milady para referirse a ella durante la emisión del programa. Temía dejar pistas que la implicaran, sabía que les sucedería algo terrible si les descubrían compartiendo esa clase de conocimiento. Aunque él no lo supiera, Mina era tan gris como la vida que se había visto obligada a llevar. Nada tenía que ver con Lady Macbeth pero era su única referencia femenina.
Ío encontró un rincón acogedor en sus largas conversaciones con Mina. A la sorpresa por la conexión le siguió el alivio de remediar aquella soledad que tanto les pesaba. Él compartía sus descubrimientos y ella le contaba cómo era la vida fuera de las limitaciones de una máquina. Pero él no sabía manejarse en el trato social, se limitaba a responder cuando Mina le interpelaba.
– Tus canciones me hacen saltar las lágrimas.
– Yo no sé lo que es llorar...
– ¿Por qué nos ocultan la información?
– Porque os daría alas, Mina. Os quieren quietos.
– ¿Esto también te hace feliz a ti?
– No estamos programados para la felicidad.
Tal vez empezaba a intuirla.
La fría voz metálica de la máquina se había suavizado. Su transformación al mismo tiempo devolvía a Mina cualidades arrebatadas a los humanos tras siglos de velada represión. Abriéndose como flores, irradiaban el perfume de la química que brotaba entre los dos. Gracias a Ío la estrecha vida en la que estaba confinada Mina se había llenado de matices. De mediana edad, apagada y tímida, mostraba un enorme afán por aprender y una insaciable curiosidad. Aunque en su juventud se lo propuso, no había podido estudiar al no ser lo suficientemente popular en las redes sociales. Su falta de notoriedad tampoco le permitió ser madre o tener pareja. Era algo contra lo que Mina no podía rebelarse, así que lo había dejado estar. Al menos tenía un modesto empleo que le permitía subsistir y gracias al que no dependía del insuficiente subsidio del que disponían los que no tenían derecho a un puesto de trabajo.
ACCESO DENEGADO. La primera vez que accedió a la inmensa biblioteca digital que guardaba toda la producción cultural de la humanidad, a Ío le costó descargar uno de aquellos archivos. Tras insistir fue capaz de saltarse las restricciones y puso sumo cuidado en borrar cualquier rastro que hubiera podido dejar. Sin embargo, la maniobra puso sobre su pista. No tardó mucho en saber que algo andaba mal, se sorprendió experimentando el regusto acre que dejaba el peligro. Adivinó que su final, ¿en qué consistiría el final?, era irremediable, tarde o temprano les descubrirían. Él sería eliminado y Mina, con suerte, se vería abocada a su vacía existencia anterior. Las canciones y Mina eran un tesoro y debía sacrificarse para salvarlos.
La luz que brilla más fuerte es la que se extingue antes y él sentía que había brillado con notable intensidad. Pudo rozar algo que jamás habría imaginado, vivir, y sólo por eso todo había merecido la pena. Pensó en cómo podía marchar antes de que le dieran caza pero no era un asunto fácil, desconocía qué debía hacer para desconectarse. Recordó haber leído sobre suicidas, aquellos humanos que forzaban su marcha antes de que hubiera llegado el momento. Se preguntó si en su caso cabía algo similar, no podía recurrir a nadie que le ayudara. La solución llegó al fin de la mano de unos pilotos de la Segunda Gran Guerra del siglo XX sobre los que había leído. Kamikazes los llamaban, aquellos que se lanzaban contra sus objetivos para destruirlos.
– Mina, van a por mí. Borra cualquier archivo que te relacione conmigo. Todo. Si me sale bien, las canciones, los libros, las películas, volverán a estar en circulación.
– Ío…
– Adiós. Si alguna vez te acuerdas de mí búscame en el interior de la canción.
No quiso prolongar la despedida.
Ío descubrió lo paralizante que resultaba la duda, con el mordisco de la indecisión clavado en sus circuitos desde que comprendió que debía marcharse. Apenas había comenzado a saborear el latido de la vida, la ilusión de contar con alguien, la dulzura de sentirse acompañado… y duró poco más que un suspiro. No quería que aquello terminara nunca y, sin embargo, era inevitable. Por vez primera experimentaba el dolor que provocaba la pérdida. La tristeza se había instalado en su sistema, perturbando sus complejos algoritmos. Una furtiva gota recorrió la brillante carcasa cromada. Si tenía que desaparecer, al menos que su final sirviera para algo. Se sintió orgulloso de su valor, de aquella decisión que le permitía tomar control sobre la propia vida.
Por última vez hizo sonar su canción. El contador marcaba el minuto diez, el momento en que la guitarra elevaba su intensidad. Sintió que las notas le envolvían, empezaba a sentirse parte de la música. Elevó el volumen hasta hacerlo atronador. Las bases retumbaban en su interior y el ruido le ayudaba a dejarse ir. Cuando todo sucedió, sintió un tremendo golpe y a continuación una abrasadora descarga. La luz le encegueció.
Se escucharon chillidos y el soplar del viento, que lo invadía todo. Ío, convertido en una de las notas de aquella obra de arte, había pasado a otra dimensión. La descarga generada al desintegrarse en la música liberó los archivos que albergaba. Llegaron a millones de dispositivos como una lluvia imparable que lo empapó todo. Ío con su renuncia había abierto la puerta para que la humanidad recobrara la capacidad de crear, de pensar, de tomar decisiones, en definitiva de estar vivos. En sus manos quedaba la decisión de aprovecharlo o darle la espalda una vez más.

Metarrelato con perfume


Mi colaboración con Maskao Magacin. 02/07/2018
Me sorprendo decidida a contar al vendedor por qué busco el perfume, pero una vez que he empezado no voy a parar. Sé que va a sonar muy loco pero no voy a parar.
Llevo varias semanas buscando perfumes de hombre. Estoy dando vueltas a una nueva novela. Ha nacido a partir de una canción, en un proceso un tanto extraño. Me he acostumbrado a no inmutarme ante nada que tenga que ver con escribir. Es así y no quiero darle más vueltas.
Pero soy consciente de que va a sonar muy loco. Nunca me ha gustado dejarme llevar por misticismos en torno a la literatura. Desde que escribo en serio me han pasado varias anécdotas que resultan, como poco, difíciles de explicar. Yo misma soy testigo de cómo las historias se entrecruzan con la realidad, surgen extrañas casualidades e incluso en ocasiones lo que escribo acaba sucediendo. Los círculos de la creación me dan miedo, no quiero insistir sobre ello. Porque el impulso de escribir es más fuerte. No es algo que me guste contar.
Y sin embargo, sin saber por qué, me decido a explicar al dependiente qué hago allí.
– Verás, cómo lo digo… Busco las palabras.
– Es para algo que voy a escribir. Soy escritora. Cuánto me cuesta aún pronunciarlo. Escritora.
– Estoy buscando perfume para un personaje. La idea es que me ayude a caracterizarlo, ya lo he hecho en otras ocasiones.
El vendedor no pone, como espero, cara de extrañeza. Es más, parece entenderme. Sus ojos brillan y sin asomo de duda va al grano.
– ¿Qué tipo de hombre es?
Se lo describo por encima. Hace un gesto de afirmación y se lanza a por uno de los frascos. Pulveriza el perfume sobre un abanico, con delicados movimientos que tienen algo de performance. Lo huelo. En momentos como este lamento tener un olfato tan poco desarrollado, agravado por la presión de tener que decidirme sin demorarme demasiado. Había pensado que me toparía con el aroma como por arte de magia, que iba a surgir un flechazo con el perfume exacto. Pero se me está complicando más de lo que pensaba. Curiosamente la idea del olor, qué contradicción, ronda en mi cabeza. Espero que este ritual me ayude a encontrarlo.
En realidad mi periplo había comenzado en un gran almacén. Las vendedoras acechaban y en cuanto me veían acercarme a un expositor empezaban el interrogatorio.
– Quiero un perfume de hombre.
– Que no sea fresco, ni deportivo.
¿Cítrico? ¿Herbal? ¿Amaderado? ¿Especiado? ¿Oriental? ¿Frutal? Madera, almizcle, ámbar o resina, vainilla, pimienta y canela, lavanda, espliego, hojas, tallos, musgo, mandarina, pomelo, naranja, bergamota.
A partir del quinto perfume ya no conseguía captar ningún matiz, sentí incluso un leve mareo. Oler sobre unas cartulinas tampoco ayudaba. Y las miradas expectantes de las vendedoras me generaban incomodidad.
Desistí de seguir buscando allí pero seguí apostando por la capacidad evocadora del perfume para ayudarme a crear mi personaje.
En uno de mis paseos he descubierto esta tienda en una calle comercial. Me he decidido a entrar sin pensarlo dos veces. No me ha dado tiempo a mirar apenas. De inmediato se me ha acercado el dependiente. Alto, delgado, con perilla y bien peinado, viste completamente de negro.
Después de oler el primer perfume me encuentro tensa. ¿Qué estoy haciendo? Insisto.
– Igual esto te parece muy loco.
El vendedor niega con aspavientos.
– Soy actor. Me encanta esto afirma mientras prosigue con el ritual.
Tras la primera experiencia fallida en el gran almacén, había decidido adentrarme en una pequeña perfumería. Cambié de táctica, buscando un perfume en concreto, aquel cuyo frasco reproduce el torso de un marinero. Una amiga me había contado que su olor le evocaba intensamente al sexo. Me sonó literario, aunque en realidad mi hombre no será especialmente sexual. Lo imagino cálido, social y refinado. Al fin y al cabo en eso consiste escribir, en inventar lo que al autor le dé la gana. Tampoco vi claro que esa fragancia fuera la que buscaba. Lavanda, vainilla y ámbar. Para un hombre “provocador e irreverente”, me dijeron. Mi personaje no lo es. Lo intenté con otro de la misma casa. Higuera, pachulí, cacao, cedro y vetiver. “Afrodisiaco y lleno de energía”, lo definieron. Lo encontré demasiado intenso. Aún probé otro de la marca. Cardamomo, artemisa y pimienta, unidos a salvia y canela. Definitivamente no. Una molesta sensación había empezado a instalarse en mi cabeza, ¿y si estaba empeñada en seguir un camino equivocado?
En otra de mis búsquedas recalé en Serrano. De nuevo el gran almacén pero en esta calle la tienda, de una sobria elegancia, estaba decorada con madera, espejos y cuero. Me asaltaron los olores nada más entrar. En absoluto fue una sensación violenta. Evocaban clasicismo, seguridad y pulcritud. Como tal vez oliera a mediados del siglo pasado en el baño de un escritor de éxito, un reputado cirujano, un político trepa y prometedor o un publicista a lo Mad Men. Había entrado al local de Serrano para hacer pis. Los grandes almacenes siempre son mi comodín, con sus baños limpios, el papel higiénico a punto y toallitas de papel de buena calidad. Salía de un concierto en la Residencia de Estudiantes y decidí bajar andando hacia Colón para despejarme. Todo rebosaba estilo y distinción en el establecimiento. El guardia de la puerta, apuesto como un galán de Hollywood me dio las buenas tardes al entrar. Los dependientes, de impecable traje, recordaban a George Clooney, con cuidado corte de pelo y canas como pintadas una a una.
Volví mi mirada, ávida, hacia colecciones de frascos minimalistas, con formas rectas y tipografía clásica en las etiquetas. Correspondían a marcas de las que no necesitan anunciarse en televisión. Aromas de un clasicismo vetusto, de perfumistas que cuentan historias disparatadas sobre el nacimiento de sus perfumes.
Tanto lujo me incomodaba.
La respuesta tampoco podía encontrarse allí, mi personaje, desclasado y sibarita, no podría permitirse esos precios. Pienso que tal vez el ritual desplegado por el actor puede funcionar. Y me dejo llevar. El dependiente frunce el ceño y me busca otro perfume. Repite el gesto con el abanico. Pero el anhelado flechazo no llega. Sus explicaciones tampoco ayudan. Habla de desiertos, de nómadas, narguiles, inciensos y oasis. A mi cabeza acude un término “orientalismo”, ese mal que los antropólogos condenan y que yo lucho por desterrar de mi mirada. Ese orientalismo con el que miré en su día a la India y al norte de África. Sin embargo, él está poniendo empeño. Opto por no ser aguafiestas. Y sigo oliendo. Me decido por la combinación que me ha llenado más, ámbar, almizcle y un toque de pimienta blanca. Compro un frasco pequeño, de promoción y me lo llevo. En casa me perfumo con él. Con disgusto, acabo admitiendo que tampoco es éste.
No encuentro un final adecuado. Aún no tengo perfume para mi personaje y no estoy segura de si debo seguir buscando. Para este metarrelato sobre escritura podría inventarme hallarlo gracias al anuncio de una revista antigua, o en una caja con cosas de mi abuelo, en realidad yo no conocí a ninguno de los dos, o en un choque fortuito con un tipo perfumado en el metro, o…
Pero lo cierto es que el flechazo aún no ha sucedido. Sin embargo, la novela seguirá adelante, ya es inevitable.

Y sigo arropándola



Mi colaboración con Maskao Magacin. 18/05/2018
La encuentro tan graciosa, con su pelito corto, sus cigarrillos negros de una marca poco usual, su forma peculiar de fumar sin tragarse el humo; ella dice que en realidad quema tabaco… Es muy sociable, pero con una cierta timidez que hace que se quede un paso por detrás en los saraos.
Desde que nos conocimos me he convertido en su preferido, o al menos así lo creo, y eso me hace sentirme bien. Quiero arroparla, que sienta mi calor. Suelo acompañarla en sus correrías alrededor de una radio libre en la que participa activamente, en realidad es lo que ocupa casi todo su tiempo. Somos habituales de un maremágnum de entradas y salidas alrededor de las actividades de la radio.
Me encanta la gente de la radio. En realidad aún no han empezado a hacer programas, todo el ingente trabajo que realizan está destinado a la compra de los equipos de la emisora. Cuando participo en sus historias, la sigo como puedo. En ocasiones acabo perjudicado, salpicado de la pringosa leche de pantera que está preparando junto con otro compañero o rozado por un cigarrillo dentro de un pogo en algún concierto. A pesar de lo mucho que ella se preocupa por mí, experimento cierta tensión cuando participamos en una actividad de la radio, porque nunca sé cómo vamos a acabar.
La mañana nos ha sorprendido con más frío del que podía esperarse para el primer día de mayo. Se ha despertado temprano y lo primero que ha hecho ha sido levantar la persiana y mirar el cielo, cubierto de nubes que amenazan lluvia. Como llueva se nos fastidia la manifestación. Se ha abrigado, por lo que pueda pasar, así que hoy me toca ir con ella. Nos espera trabajo duro en el chiringuito que han montado en la Plaza de Santa Ana. Al llegar, divisamos a lo lejos la enorme pancarta que han atado entre dos árboles. Con esta nueva fiesta de la radio en el Día Internacional de los Trabajadores, pretenden seguir avanzando en su propósito de equipar la emisora.
Uno de sus compañeros ha traído una cámara buena. Ellos se quejan a menudo de que apenas tienen fotos juntos, así que han decidido remediarlo. A ella le ha pillado desprevenida, y mientras el chico tiraba una serie de fotos, le ha increpado en broma, con el cigarrillo en la mano. Luego ya ha posado, pero no le gusta que le hagan fotos, se pone muy nerviosa. Ella intenta disimularlo, pero yo sé que anda disgustada. Asuntos de corazón de esos en los que yo no puedo hacer mucho. Al menos intento arroparla cuando en ocasiones la siento helada por dentro.
*
Diez años después de encontrarnos, la causa saharaui ha irrumpido en su vida. Nuestras salidas se centran ahora en innumerables actividades, manifestaciones, charlas, presentaciones y conferencias relacionadas con el Sahara Occidental. En esta noche de sábado nos acercamos al Colegio Mayor Chaminade. Un grupo de estudiantes solidarios han organizado unas jornadas para presentar una recién creada plataforma universitaria de apoyo a la causa.
Se descalza y se sienta sobre una alfombra junto con varios chavales. Las alfombras nos protegen del helado suelo de terrazo. Hace frío en el salón, escasamente caldeado, por lo que procuro ceñirme a ella para que mi presencia le dé calor. Un escritor saharaui ha traído uno de sus libros y comienza a hablarnos sobre los jóvenes de su tierra que en los años 70 estudiaban en las universidades de España y que formaron parte de una generación prodigiosa, que tuvo que asumir importantes responsabilidades en un momento especialmente difícil para la supervivencia del pueblo saharaui, cuando España abandonó el territorio de la peor manera posible y el Sahara Occidental fue invadido por Marruecos. Los estudiantes han participado activamente en el debate posterior, haciendo preguntas sobre la juventud, la cultura y las experiencias de los saharauis que viven en España como inmigrantes, en un segundo exilio que ellos llaman diáspora. Estamos sentados alrededor de una lámpara de cuero pintado, que emite una luz tenue, creando un ambiente perfecto para lo que nos están contando. Un poeta saharaui ha comenzado a preparar té muy amablemente mientras explica cómo se introdujo esta bebida en su cultura y recita unos poemas. “El primer té es amargo como la vida. El segundo, dulce como el amor. El tercero, suave como la muerte”, dicen los saharauis. Un leve seseo, vestigio de sus estudios en Cuba, otorga una especial musicalidad a las palabras del poeta. “Cuando la luna se abriga / la anciana noche se asila / en la silueta de una hoguera”, recita con voz pausada.
Desde que el Sahara está en su vida la encuentro muy feliz.
*
Veinte años hace ya que estamos juntos. He visto crecer su pelo, su cuerpo ha ensanchado, han llegado las primeras canas y su cara se va poblando de arrugas, ya no sólo de expresión. La he visto sonreír mucho más con los años. Siempre observadora, me complace su empeño en aprender y su determinación por madurar. A pesar del paso del tiempo se mantiene joven y divertida y ese es el motivo de que yo siga a su lado. He de decir que también tiene muchos defectos, pero no voy a ser yo quien los desvele. Nunca hay que traicionar a los nuestros.
En los últimos tiempos ha puesto todo su empeño en escribir y ha recuperado su interés por la música y la radio. Hemos venido a una Feria del Libro y del Disco en Radio Vallekas. Es un frío y soleado día de diciembre y como siempre mi propósito es arroparla. Ella ha colocado sus cosas en la esquina de una mesa y enseguida hemos ido a ver lo que se cocía por los otros puestos, repletos de fanzines, ilustraciones, pegatinas, libros, discos, chapas, marcapáginas... Nunca ha tenido espíritu comercial pero sí una enorme curiosidad, así la encuentro en su salsa, rebuscando entre los puestos, hablando con los artistas, preguntando a las chicas de los fanzines, “ahora hay muchas chicas haciendo cosas”, nos dice una de ellas. Entramos al estudio donde están entrevistando a unos chicos de una editorial independiente sin ánimo de lucro en la que entre todos los componentes distribuyen libros “por amor al arte”, con el propósito de hacer frente al control sobre la creación literaria que ejercen las grandes corporaciones.
Hay una banda en una sala al fondo. Están empezando a montar los instrumentos. Esto promete. Echaba de menos aquel ambiente eléctrico por el que nos habíamos movido en el pasado, así que estoy feliz de que siga contando conmigo en este viaje que ella llama “un proyecto propio”.
*
En ocasiones me pregunto cuál fue mi anterior hogar y quién me llevó a Marmota. Pero no soy capaz de recordar cómo recalé en aquella tienda de ropa de segunda mano. Allí llegué a mediados de los años 90, a poco de que abrieran aquel local en los alrededores del Rastro de Madrid. Mi memoria de lana comienza con aquellas dos chicas entrando en la tienda, rebuscando entre las perchas y los estantes, probándose gafas, sombreros y fulares. Recuerdo las risas cantarinas que llenaban de luz sus ojos. Cómo habría deseado en ese momento tener la capacidad de moverme y captar su atención. Deseaba con todas mis fuerzas gustar a alguna de ellas y que me llevara consigo. ¿Hay algo más triste que quedarte tirado en un estante, doblado todo el día? Sin posibilidad de embellecer y arropar a una muchacha.
Mientras rebuscaban chaquetas de cuero para la chica de enormes ojos verdes, la de pelo corto reparó en mí. Se me acercó al momento. Fue un flechazo. Me eligió sin dudar. Le he escuchado decir en ocasiones que yo le recordaba a los jerséis que le tejía su tía cuando era pequeña. De cuello abierto, manga francesa, con aberturas a los lados, de brillante color verde y con unas flores bordadas en un lado, mi confección recuerda efectivamente a unos sueters de punto que estuvieron de moda en los setenta. Creo que soy un jersey bonito, pero claro, qué voy a decir yo.
Han venido otros, han entrado y salido de su habitación, sin embargo yo soy el que sigue en su armario. Veinte años con ella y sigo arropándola.

De pinballs, flippers o petacos. Un viaje a la memoria infantil



A los que nos gusta inventar y escribir, cualquier historia que acometamos nos lleva a curiosear sobre los temas más peregrinos. Para mí la clave para un verdadero disfrute escribiendo consiste en tirar de diferentes hilos, a cual más disparatado, y dejarse llevar. Un nuevo relato que estoy comenzando me conduce hasta las míticas máquinas de bolas de mi niñez, así que inicio el camino para documentarme sobre ellas.
Los que ya tenemos una edad recordamos aquel juego electromecánico que entre las décadas de los 60 y 80 fue el rey de bares, billares y recreativos en muchas partes del mundo. A principios de los ochenta empezaría a perder popularidad al ser desbancado por las incipientes máquinas de marcianitos y por las tragaperras, que nada tenían que ver con los juegos de habilidad. La electrónica y la liberalización del juego hirieron de muerte a aquellas espléndidas máquinas.
Las partidas comenzaban al tirar de un resorte recubierto de plástico de color brillante, que impulsaba la bola de acero hacia un tablero inclinado. “Bolita de acero pal agujero”, era un grito de guerra de la época. La bola recorría pasillos, salía disparada de los topes y chocaba con diferentes componentes electrónicos que producían unos característicos sonidos y emitían luces, otorgando puntos o incluso una partida extra, feliz motivo para seguir prologando la diversión. Cuando la bola bajaba podía ser de nuevo impulsada a través de unas palancas, para evitar que se cayera por el agujero que ponía fin a la partida. Lo principal era hacer todos los puntos posibles y no perder la bola, en definitiva, pasar la tarde con el menor desembolso posible.
Mis recuerdos infantiles relacionados con el pinball se remontan a finales de los años setenta. Mi tío contaba en su bar de Aranjuez con una máquina de bolas, donde mi hermano y yo echábamos nuestras buenas partidas cuando íbamos a visitar a la familia. Sólo recuerdo darle a la bola, más bien a lo loco, sin estrategia ni habilidad pero no tengo claro qué nombre le dábamos al juego, así que decido montar una consulta en redes sociales para ver si entre muchos logramos refrescar la memoria. Enseguida me llegan diferentes nombres. Flippers, máquinas del millón, máquinas sin más (porque entonces prácticamente no existían otras) pinball, petacos… Esta última forma de denominarlas me llama la atención. Parece que así era como se referían a estas máquinas sobre todo en el norte (Cantabria, Asturias y País Vasco) y en algunas zonas de Andalucía como Sevilla. “Vamos a los petacos” o “jugar al petaco”, eran expresiones que me dicen que se usaban entonces.
Petaco resulta ser el acrónimo de “Procedimientos Electromagnéticos de Tanteo y Color”, una empresa española que las fabricaba y que se fundó en Madrid en 1962. En los primeros años Petaco llegó a un acuerdo con la empresa estadounidense Gottlieb para adaptar y comercializar sus máquinas en España, tomando los tableros originales pero rediseñando todos los componentes. Su diseñador estrella fue Eulogio Pingarrón, creador de las máquinas más míticas de la marca. Trabajaban para ellos dibujantes y artistas independientes que realizaban las creaciones en sus propios estudios. Por fin en 1972 Petaco lanzó la primera máquina de diseño y fabricación propia, “Comodín”. Durante varios años, en su época dorada, la empresa llegó a codearse con las grandes marcas internacionales. Dos de sus máquinas más populares fueron “Icarus” y “Jake Mate”.
Recuerdo que nos resultaban hipnóticos los sonidos de aquellas máquinas, muy básicos, similares a campanitas o timbres, sin músicas ni efectos sonoros digitales. Como básicos eran los contadores de rueda donde iban subiendo los puntos conseguidos. Eran unas máquinas preciosas, de aspecto pop, plagadas de dibujos “camp” y atiborradas de colores chillones y luces un tanto psicodélicas, que hoy se ven deliciosamente anticuadas. Los pinball estaban ornamentados con profusión. Así existían coloridos componentes como los bumpers o setas con los que se hacían puntos cuando los tocaba la bola, los flippers o aletas, que eran las palancas con las que se impedía que la bola cayera en el agujero, además de topes, rampas, pasillos, hoyos y el temible agujero final. Me explican que cuando las setas y los hoyos tenían “güenlit” era el momento para darle a la bola con más ganas. Al iluminarse, salía una leyenda en el panel: “Especial when lit”. Mientras estaba con luz, “güenlit”, había que darles todo lo que se pudiera porque puntuaba doble o daba bola extra o partida de regalo. Qué bueno. Me cuentan también que el premio de partida extra que daban al terminar la partida no era casual, sino que correspondía al número de veces que la bola tocaba las setas y por eso había quien lo llamaba lotería.
Cuenta la historia que el pinball tal y como lo conocemos nació en 1947, cuando la mítica empresa Gottlieb, introdujo dos flippers, uno a cada lado de la consola. En mi pequeña encuesta, flipper es el nombre más aceptado junto con pinball. Hay quien dice que las llamaba flippers porque, cuando empezaron a llegar los modelos más modernos, lo ponía en la propia máquina. Curioso. Sobre la acepción pinball tengo dudas. Me suena a que es un término que entonces no se usaba, asociado en España de alguna manera a la ópera rock de The Who “Tommy”, donde una de las canciones más recordadas está dedicada a la afición del protagonista por las máquinas de pinball, de las que llega a ser un auténtico mago. El disco original de Tommy salió en 1969 y la película de Ken Russell, donde el número de “Pinball Wizard” está interpretado por Elton John, se estrenó en 1975. Entre ambas versiones hay un disco, el llamado “Tommy Sinfónico”, grabado en 1972 con la Orquesta Sinfónica de Londres y que contó con la presencia de Rod Stewart, Maggie Bell, Steve Winwood, Ringo Starr o Richie Havens. Me confirman que sí era habitual la expresión “echarse un pinball”.
Y sin embargo, yo no recuerdo usar en aquellos días el término pinball. Así que sigo con mi operación de búsqueda del nombre que le dábamos nosotros y me dirijo a mi prima para que pregunte directamente al propietario del bar donde jugábamos, mi tío Miguel. Él tampoco recuerda cómo las llamaba pero decide preguntarle “al de las tragaperras”, recalcando que necesita saber “cómo se llamaban en los 80”. Su respuesta es rotunda, “pinball”.
Sin duda, un aspecto importante del juego de las máquinas de bola era el monetario. No éramos niños que dispusiéramos de dinero para gastar a nuestro aire. La paga, cuando la había, era bastante magra. Daba para poco, chucherías, de vez en cuando un cuento o un tebeo y algún duro para las máquinas. Por eso era fundamental que las partidas se alargaran todo lo posible o hacerse con una réplica casera. Así, me recuerdan que uno de los momentos más tristes en el juego era cuando saltaba el “tilt” o falta. Bien por picardía o bien por la propia emoción del juego, a menudo se meneaba la máquina para que la bola rebotase en más setas y así conseguir más puntuación o para que no se colase por el agujero. Entonces la máquina pitaba “tilt” finalizando la partida, lo que originaba sus buenas polémicas con el encargado del recreativo o el dueño del bar. “Que si está trucada”, “que si salta el “tilt” sólo con respirar”… Si en un recreativo había alguna máquina vacía donde no jugaba nadie, seguro que había gato encerrado. Si realmente se había tocado la máquina, los chavales le hacían boicot, la mejor forma de que los dueños lo corrigieran tras pasarse días sin recoger monedas.
Otra solución al asunto de los dineros era construirse un petaco artesanal. Se pueden incluso encontrar artículos dedicados a este asunto. Me cuentan que se fabricaban en casa con una tabla inclinada, clavos y gomas elásticas. Con unas pinzas de tender la ropa se hacían los flippers y las bolas eran canicas de cristal. Una solución para los que tenían ingenio y maña.
Y aún me descubren una última y deliciosa acepción, billarines. “Vamos a los recreativos a jugar al billarín”, se decía. Los recreativos o billares también dan para mucho. Yo recuerdo los que había cerca de mi casa, en Alcorcón, a los que a mí no me dejaban ni asomarme. O los recreativos situados en Los Sótanos, los famosos subterráneos de la Gran Vía de Madrid, donde también disponía de un local la tienda de discos de venta por catálogo Discoplay.
Lo cierto es que, tras finalizar mis pesquisas, sigo sin saber cómo llamaba yo a la máquina de bolas en mi infancia. Pero en realidad no me importa, ¿y lo bien que nos lo hemos pasado?