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Mi Blade Runner Blues


Es jueves 16 de agosto. Sólo hace unas horas que el mundo ha conocido el fallecimiento de Aretha Franklin. Las redes se llenan de música de la artista, ya inmortal, y su desaparición eclipsa otras efemérides como los 41 años de la muerte de Elvis o el 60 cumpleaños de Madonna. El día se tiñe de nostalgia y yo me preparo para ver por la noche en pantalla grande Blade Runner, una película que me pone melancólica. Voy entrando en ambiente escuchando la colosal banda sonora de Vangelis, una obra clásica a la que sin duda el film debe parte de lo que es. Mi hermano compró el disco a principios de los 90, cuando los dos descubrimos la película en televisión y nos convertimos en entusiastas seguidores de la historia del cazador de replicantes Decker (Harrison Ford) en el espectral Los Ángeles de 2019 que ideó Ridley Scott. Qué vértigo da pensar que el próximo año alcanzaremos una fecha que nos parecía tan lejana cuando vimos la película por primera vez. A Decker, nunca estuvo tan bello Harrison Ford, le encargan ejecutar, “retirar” a cuatro, ¿cinco?, replicantes del modelo Nexus-6, más humanos que los humanos, bellos y perfectos físicamente, elásticos, con una fuerza descomunal, y con un intelecto privilegiado que, fuera de todo pronóstico, desarrollan emociones, sentimientos, apego a la vida y necesidad de trascender.
Volviendo a la inmortal obra de Vangelis, a través de sus sintetizadores me adentro en un ambiente oscuro, denso y pegajoso como el petróleo, el perfecto envoltorio para la propuesta distópica de Ridley Scott. Curiosamente la banda sonora tardó varias décadas en aparecer en el mercado, otra de las extrañas anécdotas que rodean a la película, lo que se saldó con innumerables ediciones piratas. Me llena de escalofríos, en especial el tema “Memories of Green”, que acompaña la escena en la que Rachel (Sean Young) confirma lo que temía, que es una replicante, que sus recuerdos de infancia han sido implantados y en realidad pertenecen a la sobrina del dueño de Tyrell Corporation. Un sutil tour de forcé, con un Decker que abre los ojos con rudeza a una confundida Rachel. Hasta que se da cuenta del daño que le está causando y se apiada de ella. Es entonces cuando Decker descubre que se ha enamorado de un ser al que algún día probablemente se vería obligado a dar caza. Inmortal es el tema de amor, con el saxo tenor de Dick Morrissey, y épica la composición para los títulos de crédito, que no aparece en todos los montajes, y que en España fue sintonía durante muchos años del programa de TVE En portada.
En ese estado de pura emoción volví a ver la película, esta vez en pantalla grande, en versión original y sin la discutida voz en off de Decker. Son muchas cosas curiosas las que rodean a un film considerado de culto, pero incomprendido cuando se estrenó en 1982. Como la cantidad de versiones y montajes que ha sufrido, algo no muy habitual. A los diferentes montajes que se probaron desde antes incluso de su estreno, se unen las versiones llamadas “del director”, más de una, en las que se eliminan las explicaciones de Decker y el final feliz con la escapada en coche, y a las que se añade el sueño del unicornio, un elemento que tanto ha dado que hablar y que explicaría, o no, la verdadera naturaleza del cazador de replicantes.
La predisposición de ánimo y el visionado en el cine de verano de Cibeles me sumergió en el ambiente agobiante de esa ciudad donde no deja de llover, caótica, oscura y sucia, esa torre de Babel que habitan seres solitarios que siempre tienen prisa, esa metrópoli cruel y despiadada. La película, una de las más influyentes de la historia del cine en cuanto a temática y estética, está envuelta en una inconfundible y densa atmósfera, gracias al espectacular manejo de la luz y el claroscuro, a la manera de los pintores flamencos, se me ocurre Caravaggio, con una reducida paleta que incluye variaciones de marrones, grises, ocres y dorados. Más un frío azul metalizado en la secuencia de la muerte de Roy. Magnífica, la fotografía de Jordan Cronenweth.
La escenografía de la película también ha creado escuela. Los coches voladores que se mueven entre la incesante lluvia; el enorme anuncio digital de la mujer japonesa, una imagen prendida en la retina de cualquier amante del cine; la sede de la Tyrell Corporation, sin duda inspirada en los zigurat sumerios; la decadente habitación del magnate, con un toque vampírico en esa enorme cama rodeada de velos blancos y almohadones, a la luz dorada de decenas de velas; la oscura vivienda de Decker, donde a pesar de todo hay lugar para la belleza en el piano rodeado de fotos; la espectral casa donde vive el diseñador genético J.F. Sebastian (William Sanderson), un genio solitario, enfermo y rodeado de inquietantes muñecos mecánicos de su creación; el edificio es el escenario de la violenta lucha entre Decker y Roy (Rutger Hauer) y en su azotea empapada transcurre el mítico alegato del replicante al que le ha llegado la “hora de morir”, escena a la que acompaña otro grandioso tema de Vangelis.
Merece la pena también dedicarle un breve espacio a la ropa, fruto del delicado trabajo de vestuario de Michael Kaplan y Charles Knode. Así, resultan inolvidables las gafas de Eldon Tyrell (Joe Turkell); el corpiño, las botas de legionario romano y el impermeable transparente de la replicante  Zhora (Joanna Cassady), cuánto le deben Robert Rodríguez y Salma Hayek a su baile con la serpiente; o el aspecto postpunk de la replicante Pris (Daryl Hanna), con el áspero pelo amarillo cortado a hachazos, las ligas y ese maquillaje en forma de máscara que se aplica en los ojos. Quiero detenerme en Rachel y su estilo a lo diva de los años cuarenta, con enormes hombreras, mangas anchas acabadas en puños ajustados, pequeños botones forrados, el pelo recogido con “tupé” y los labios en rojo brillante al igual que la perfecta manicura de uñas. Cuando Rachel y Decker se enamoran el aspecto de la protagonista muta en una de aquellas heroínas románticas a lo Cumbres borrascosas, con abundante pelo suelto desordenado, ojos ahumados y tez pálida. Sentirse amada abre a Rachel como una flor.
A través de Blade Runner, una clara influencia para muchas películas posteriores, se hacen profundas reflexiones filosóficas sobre la creación, el sentido de la vida, el abuso y el control sobre el sometido (Es toda una experiencia vivir con miedo, eso es lo que significa ser esclavo), la identidad, la vida y la muerte, el amor, el paso del tiempo y la necesidad de trascendencia, de poder tomar decisiones, de tener el control sobre la propia vida. Casi nada para un thriller muy negro y futurista, aunque ese futuro ya esté aquí.
La película ofrece escenas inolvidables y se clausura con un frenético final, que completa la obra maestra. Por derecho propio la escena del monólogo del feroz Roy, se ha convertido en una de las escenas más recordadas de la historia del cine. He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir… El replicante deja este testamento hablado ante la mirada atónita de su oponente, al que acaba de salvar la vida tras una cruel batalla. Al parecer el actor holandés fue quien dio su forma definitiva a esta melancólica y poética despedida, que ha inspirado a músicos y literatos de todo el mundo. En ese breve monólogo el replicante asume la derrota del tiempo con resignación y, a pesar de que ha sido creado para no sentir, se rebela atesorando una serie de intensas emociones y recuerdos experimentados en su breve vida. La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo, y tú has brillado mucho, Roy.
Finalmente Rachel acepta su destino junto a Decker, el tiempo del que dispongan. “Te quiero”. “Confío en ti”. Se cierran las puertas. Eliminado del montaje el final feliz, se impone la incertidumbre. Hasta que llegó Blade Runner 2049 y nos lo contó, aunque esa ya es otra historia.





“Blade Runner 2049”. Pura melancolía (sin spoilers)


No sé si fue la luna llena o verla en soledad pero “Blade Runner 2049” me dejó sumida en la melancolía. Por lo que no volverá, por el tiempo pasado, por nuestra caducidad, por el sinsentido de la vida. Resulta muy complicado acometer una reseña sobre una obra maestra del cine y su secuela sin caer en digresiones filosóficas o en spoilers, pero vamos a intentarlo.
Este otoño de 2017 se ha estrenado “Blade Runner 2049”, la segunda parte de la legendaria película dirigida por Ridley Scott en 1982, un film mítico, mezcla de cine negro y ciencia ficción, que no tuvo buenas críticas en su estreno. Mirando hacia atrás, se trata de una obra en la que se conjuraron los astros para que el mal ambiente, los problemas de presupuesto, los bandazos de guion y de producción y en definitiva el infierno que supuso su rodaje y su montaje dieran lugar a una película que con el tiempo se ha convertido en un clásico digno de pasar a la historia del cine. Basada en la obra de Philip K. Dick “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, tomó su nombre definitivo, “Blade Runner”, de un guion del escritor beat William S. Burroughs.
Se pueden encontrar en internet decenas de páginas sobre una película en la que los problemas, las casualidades y los cambios de montaje crearon, tal vez sin pretenderlo, una obra profunda, en la que caben diversas interpretaciones y rodeada de una leyenda que la ha convertido en imprescindible. Incluso para los que, como yo, no somos amantes de la ciencia ficción. “Blade Runner” va mucho más allá.
Recuerdo haberla visto hace muchos años en video pero no tengo una imagen nítida de cómo o cuándo sucedió. Fui una adolescente que adoraba a Harrison Ford. Fue una revelación encontrármelo en “Único Testigo”, otra de esas pelis de videoclub que animaron nuestra adolescencia. No me perdí las sagas de La guerra de las galaxias e Indiana Jones, ni sus interpretaciones en el drama romántico “La calle del adiós”, la maravillosa “American Graffiti” (donde tenía una minúscula aparición), “La costa de los mosquitos”, “Juego de patriotas” (que no me gustó), “A propósito de Henry”, el magnífico thriller “Frenético” de Roman Polanski o “El fugitivo”, muchas de ellas vistas en pantalla grande con mis amigas del instituto. Era para nosotras toda una celebración ir a ver la nueva de Harrison Ford.
La imagen de la geisha en una pantalla gigante, la ciudad de Los Ángeles sometida a una constante lluvia ácida, el extraño multiculturalismo, la desolada estética futurista, los coches voladores, el peinado de Rachel (qué mal me caía Sean Young entonces), la grandiosa banda sonora de Vangelis (“Memories of Green” me sigue conmoviendo hasta las lágrimas), el arrebatador carisma de Harrison Ford (de quien se dice que odiaba una película que no entendía), el inolvidable monólogo en el tejado de Roy esos “Momentos que se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia” que al parecer se trató de una improvisación del propio Rutger Hauer. Por no hablar de la eterna discusión de si Deckard, el protagonista interpretado por Harrison Ford, era o no un replicante, apuntalada por el unicornio de origami (hay un guiño en la segunda parte) y los cinco replicantes que se nombran en la película, aunque solo aparezcan en teoría cuatro. ¿Fallo de guion, falta de presupuesto que eliminó a un personaje o magistral vuelta de tuerca del director? Anécdotas que no hacen sino alimentar el mito.
El sentido de la vida, la destrucción del planeta, la explotación del ser humano por el ser humano, la trascendencia, el poder de la creación, la ausencia de futuro, la conciencia de la finitud, la empatía y la capacidad de experimentar emociones… “Blade Runner 2049” repite todos estos ingredientes, añadiendo una figura tiene mucho tirón en el cine estadounidense, el “elegido”. Incluso tiene sus propios “unicornios”, la cifra 06.10.21 y la figurita de un caballo. Y ese es el hándicap de “Blade Runner 2049”, ser demasiado continuista de su antecesora. Ciertamente es larga, casi tres horas, para no contar nada radicalmente original o arrebatador. El respetado director Denis Villeneuve recurre a varios de los personajes del primer film, Deckar, su enamorada la replicante Rachel o el detective Gaff interpretado por Edward James Olmos. Se ha acusado esta continuación de vacía y de resultar reiterativa y explicativa en exceso. Yo soy una narradora con tendencia a la explicación, así que no veo en ello un aspecto necesariamente negativo. No hay que olvidar la voz en off del detective Deckard que aparecía en la primera parte y que fue eliminada en aquel “montaje del director”, que yo disfruté en pantalla grande junto a mi hermano.
La secuela resulta absolutamente fascinante en lo visual, aunque también desde la repetición de lo que ya ofrecía la película del 82. Hay escenarios muy logrados, como el basurero en el que viven los niños huérfanos, la burbuja que habita la “creadora de recuerdos” (atención a esa escena) o el hotel abandonado de Las Vegas donde se desarrolla la última parte de la película. La estética es impresionante y los efectos especiales están perfectamente integrados en la historia. Villeneuve añade además la sustitución de las relaciones afectivas mediante la inteligencia artificial (una simple “codificación de ceros y unos”), en la línea de “Her”, la película de Spike Jonze. Fantástico el sonido, la olla hirviendo en la primera escena de la película, el sonido que enciende y apaga a Joi, la compañera artificial del protagonista, o el ruido que emiten las extrañas “cucarachas robot” que acompañan al villano adquieren una presencia subyugante en la narración. La banda sonora de la secuela se enfrenta a la comparación con la irrepetible partitura de Vangelis, irremediablemente unida a “Blade Runner”. Hans Zimmer hace un gran trabajo, con momentos de perfecto contrapunto a la narración (como con la pieza Sea Wall) pero veo improbable que esta banda sonora se nos quede grabada de la manera en que lo hizo su antecesora.
Además de los ya mencionados intérpretes de la película original, Harrison Ford y Edward James Olmos, y de la presencia de Sean Young de una manera que no voy a desvelar, “Blade Runner 2049” está protagonizado por Ryan Gosling en el papel de K, un blade runner replicante que trabaja para la policía de Los Ángeles con el encargo de “retirar” modelos antiguos. K descubre un secreto que podría tener terribles consecuencias y a partir de ahí comienza una búsqueda que le lleva hasta Deckard, desaparecido desde treinta años atrás. Robin Wright interpreta a su jefe, la teniente Joshi. La holandesa Sylvia Hoeks compone con convicción a la malvada replicante de combate Luv. Muy buenas críticas ha recibido Ana de Armas en el papel de la dulce Joi, el holograma de inteligencia artificial compañera de K. La secuencia de amor “a tres” entre K y Joi a través del cuerpo de una prostituta resulta tiernamente arrebatadora. Peor parado ha salido Jared Letto que interpreta a Niander Wallace, un villano que se queda a medio gas; su composición entre hípster y new wave no ayuda a dar empaque al malvado propietario de Wallace Corporation, la fábrica de replicantes. Nada que ver con el trabajo de Joe Turkel como el viscoso dueño de la Tyrell Corporation, cuya sede recordaba a un zigurat. Como anécdota, parece que su papel iba a ser interpretado por David Bowie.
Lo que Ryan Gosling ha denominado como “extensión” de la original es en definitiva una buena película, con un brillante envoltorio pero fría, sin la emoción y la épica de su mítica predecesora. Un ataque de pura melancolía. (Jesús Herrera Flores es el culpable de esta entrada)