India

12:30 a. m. Conx Moya 0 Comments



Un relato de #Hzlqdbs para Maskao Magacín (agosto, 2018)
Una oportuna conversación le había llevado a recuperar aquel CD con etiqueta de Discoplay, que llevaba con ella veinticinco años pero nunca había hecho sonar entero. Coincidió con su amigo en que cuanto mayor se hacía, más abría los oídos. Eso era lo bueno de madurar, aunque tuviera sus contrapartidas. Consistía en hacerse más sabios pero a la vez más achacosos. Todo en la vida tenía un precio.
Ella fue una joven enamorada del rock y fascinada por la India. Cumplía todos los requisitos para caer en el orientalismo más repleto de estereotipos. Su mente, colonizada por todos los tópicos posibles, viajaba a una India inventada, a través de música, literatura, películas y los pocos objetos que podía permitirse comprar en La Semana de la India de El Corte Inglés.
Se había acercado con su mejor amiga al Hipercor que llevaba pocos años abierto en aquella ciudad dormitorio donde vivían ambas. Los escasos objetos que allí encontraron no fueron de su agrado. Se veían como saldos de saldos. Así que organizaron un salto el siguiente fin de semana a Madrid. La tienda se encontraba repleta de dorados, brocados, elefantes, tejidos con estampados étnicos a todo color, objetos de madera labrada, artesanías, muebles y textiles. Revolvían brillantes collares y pulseras, incienso, frasquitos de pachuli, tikas y bindis para la frente, henna y khol. Rebuscaban entre cajas pintadas, cofres, arcones y pañuelos de seda. Ahorró todo el dinero que le había entregado la madrina por su cumpleaños, 5.000 pesetas, una auténtica fortuna para ella. Con su crujiente billete morado compró una pequeña caja de madera, en cuya tapa aparecía el dibujo de una mujer recostada, un monedero de cuero con unos elefantes y una colcha amarilla que pretendía poner sobre la cama de su habitación. Completó la compra con curry y unas varitas de incienso de sándalo, usarlo era para ella el colmo de la sofisticación, además de una blusa de color canela con mangas transparentes.
Las dos amigas regresaron a casa, satisfechas y dispuestas a pasar una tarde de cine viendo una vez más “Oriente y Occidente”, grabada de la segunda cadena en VHS. Les encantaba aquella película de James Ivory, en gran parte por la perfecta ambientación a la que acostumbraba el director. Fascinadas por la ropa que lucían Greta Scacchi y las actrices indias, se morían por conseguir un look similar a la casaca verde botella y el pañuelo rojo y collar de ámbar que vestía Julie Christie, protagonista de la parte de la historia que transcurría en la India actual.
Intentaban hacerse con ropa parecida en el Rastro y en las tiendas de segunda mano que empezaban a descubrir. De tanto mirarlo, tenía manoseado un catálogo de moda donde Naomi Campbell y Claudia Schiffer aparecían como dos jóvenes errantes en una caravana zíngara, vistiendo delicadas blusas vintage, blusones de tela desteñida, chalecos de ante y flecos, prendas de ganchillo, collares de cuentas de colores y zuecos de madera, a la manera de los ídolos musicales influidos por la estética de la India.     
Para ella fueron todo un descubrimiento aquellas canciones que mezclaban con desigual fortuna la música rock con el sitar o la tabla. Le apasionaban esos aires orientales, misteriosos y rebosantes de sensualidad. Con mucho esfuerzo se había ido grabando de la radio en una cinta TDK canciones como el “Hurdy Gurdy Man” de Donovan, el “Paint in black” de los Rolling Stones o el “See My Friends” de los Kinks. También canciones de los Beatles, sus preferidas, “Love You To”, “Norwegian Wood”, en la que Harrison tocó el sitar aún a la manera occidental, o la luminosa “The Inner Light”.
Cuando en el instituto les encargaron un programa contra el racismo en el taller de radio en el que participaba, propuso abrirlo con un collage sonoro de músicas del mundo. Flamenco, ritmos africanos, pinceladas de música árabe y unas notas de música china de ambiente. Decidió comenzarlo con los primeros compases de “Within You Without You”, la fascinante canción de George Harrison, su beatle preferido, para el Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band. Aquel montaje, que tanto les costó ensamblar, fue alabado por su profesor.
Probó por primera vez la cocina india en un restaurante del centro, invitada por la madrina. Quedó decepcionada por la anodina decoración y por no poder sentarse a comer en el suelo, como veía en las películas de un ciclo de cine indio que emitían aquel año en televisión. La comida resultó deliciosa, comenzando por un pan de lentejas acompañado de diferentes salsas y samosas de pollo, con un inconfundible sabor a curry, una especia imposible de encontrar en el mercado donde su madre acostumbraba a hacer la compra. Se había agenciado un bote en aquella Semana de la India pero su madre se negaba a usarlo. Comieron pollo con leche de coco, a ninguna le gustaba el cordero, y arroz basmati con frutos secos. De postre unas bolas de leche y harina aromatizadas con agua de rosas y especiadas con cardamomo y azafrán. Ella pidió además un té de jazmín.
La aparición de un hombre que portaba un sitar fue una maravillosa sorpresa. Vestido con una casaca azul metálico, se colocó sobre unos cojines decorados con espejitos, delante de un bello tapiz rojo con bordados plateados, el único rincón del restaurante que para ella merecía la pena, y empezó a tocar aquel fascinante instrumento. El sonido luminoso y punzante, que nunca había escuchado en directo, le llegó muy dentro, le pareció como si ya hubiera vivido aquella escena en otra ocasión. Una lágrima de emoción se deslizó por su mejilla.
Llegó el deseo de autenticidad, de hallar la verdad velada tras la idealización. Después de aquella revelación, decidió que necesitaba escuchar la verdadera música de la India. La respuesta llegó en forma de regalo de su primo más pequeño. El muchacho eligió a voleo, extrañado por las rarezas de su prima pero deseoso de complacerla, un CD blanco con una deidad hindú pintada en rojo. “RAMNAD KRISHNAN. Vidwan. Ella esperaba sitar pero cuando pulsó el play comenzó a cantar un anciano, que sonaba como si no tuviera dientes. ¿Qué era aquello? Adelantó cada canción del CD. No había ningún tema instrumental. No había sitar. Qué desilusión.
Aquel CD permaneció acumulando polvo en una de las baldas altas de la estantería durante años, hasta que la conversación con su amigo se lo recordó. Para entonces se había despojado de estereotipos y tópicos. La India no era un escenario de cuento, sino un enorme país de pujante economía, repleto de problemas y desigualdades. Con los años logró profundizar a través de diferentes lecturas. Se abrió a las músicas del mundo y a la diversidad cultural, y estuvo preparada al fin para entender aquel disco. Ramnad Krishnan era un intérprete clásico de música carnática, la música del sur de la India, diferente a la indostaní, la música del norte. El intérprete, fallecido en 1973, se acompañaba en aquella grabación de violín, un instrumento de percusión llamado mridangam, un pandero o kanjira y la tanpura, el instrumento de cuerda que genera ese sonido zumbante, tan característico en la música de la India. Orientada a lo vocal, en la música carnática se utilizan menos instrumentos que en la música del norte de la India, y no hay piezas exclusivamente instrumentales. En aquella música tradicional y austera no había espacio para el sitar.
Los años la hicieron evolucionar hacia visiones más realistas. Fue descorriendo velos y lo que encontraba poco tenía que ver con aquella visión juvenil y romántica. Nada era tan bonito como lo imaginaba. O sí lo era, tal vez de otra forma. El viaje resultaba interesante y el balance, positivo. Estaba convencida de que no le gustaba lo bonito si en realidad era mentira.
Nunca le confesó a su primo lo que había sucedido con el disco. Tendría que descubrirlo a través del relato que había inspirado aquella historia.

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