Ni sumisas ni abnegadas
Una colaboración para MiCiudadReal.es
Encuentro un asiento libre al fin. Me
dispongo a seguir tranquilamente con la lectura de mi libro.
Ensimismada en sus páginas no me fijo en la
señora que ha entrado en el vagón pidiendo un asiento hasta que la tengo
delante de mí. Parece ser que su acompañante tiene un problema o algún tipo de discapacidad.
Me levanto y le cedo el sitio. Él se sienta de inmediato.
– No, no, no. Tú no tienes que levantarte
mientras que éste permanece sentado.
Por primera vez me fijo en la mujer, que se
ha quedado pegada a mi izquierda. Seca, con un moño muy estirado, me recuerda a
Doña Urraca, uno de aquellos personajes de mis tebeos infantiles.
Ella me agarra del brazo. No comprendo.
¿Por qué me toca? Me zafo de ella.
Ahora entiendo. Hay un chico joven en el
asiento de al lado. Lleva cascos, parece que va escuchando música. Ella quiere
que el muchacho se levante.
– Tú tienes que sentarte. Que se levante
él.
– Disculpe, pero igual que se puede
levantar él me puedo levantar yo. Usted no es nadie para darme órdenes.
Esto es el colmo.
– Qué poca vergüenza. Permitir que se
levante una mujer, mientras él permanece sentado.
¿Por qué no se limita a aceptar el asiento
y se calla?
– Oiga, que no me he dado cuenta de que
había pedido asiento.
El chico intenta defenderse.
– Con lo de la igualdad todo se ha
estropeado.
Escucho pronunciar “igualdad” con asco y
desprecio. Veo que quien habla ahora es una mujer joven, muy maquillada y muy
repeinada. Situada al lado de la señora, viste un traje negro de minifalda y se
adorna con bisutería brillante y un bolso de charol.
Una mujer en contra de la igualdad. Qué
pena.
A la señora la igualdad también le molesta.
Me indignan esos que gritan “ni machismo ni
feminismo”. Son los que afirman que las mujeres tienen a los hombres acorralados
por las denuncias falsas o que el paro aumenta por la incorporación de la mujer
a la vida laboral. Nos querrían ver como amas de casa, todo el día limpiando y
cocinando, cuidando de la familia, sin derecho a decidir más que el color de
las cortinas. Quieren que tan solo seamos cocineras y limpiadoras, madres y
cuidadoras. Gratis. Sin autonomía ni expectativas.
A las que pedimos igualdad nos consideran
un peligro porque pensamos por nosotras mismas y porque somos independientes.
Y hay mujeres que están en contra de que
seamos iguales.
– Ahí le tienen, como si no hubiera nacido
de madre…
– Señora, no me falte al respeto.
El chico se ha puesto colorado.
– Por favor, ya está bien.
Intervengo yo.
La gente nos mira con curiosidad. Nadie más
defiende al chico. El resto del vagón calla. Y otorga. Lo que no sé es a quién.
Las dos mujeres no vuelven a decir nada. El
ambiente es tenso y el chico baja la cabeza.
Hastiada, me bajo del vagón al llegar a mi
parada. Todo el día trabajando duro para seguir peleando también en el metro. Agotador.
Sin tiempo para sentarme al llegar a casa,
empiezo a preparar la cena.
Rebeca siempre remolonea cuando tiene que
ayudar. Por más que les digo que todos debemos responsabilizarnos de las tareas
del hogar y que si ellos estudian, sus padres trabajamos muy duro, mi hija apenas
se muestra colaboradora. Su hermano es diferente. Es mucho más comprensivo a
pesar de ser más pequeño.
Miro orgullosa a mi hijo. Arturo se lleva
muy bien con las chicas. Siempre está rodeado de amigas porque sabe escuchar a
las mujeres. Ojalá no cambie con la edad.
Arturo ya ha entrado en la cocina para
empezar a poner la mesa. Ve los boquerones que estoy rebozando y me da un beso.
Le encantan.
– ¿Ha subido ya tu padre de bajar la
basura?
Sé que mi marido aprovecha todas las noches
el momento de bajar a la calle para fumar a escondidas. Hago como que no me
entero pero no puedo creer que de verdad piense que no me doy cuenta.
Al final le tengo que pegar un grito a mi
hija para que ayude a su hermano.
– ¿Boquerones? Mamá, sabes que no me
gustan, y con el rebozado me sale celulitis.
Con dieciséis años y lo flaca que está… Celulitis.
– Tienes que comer pescado. Así que deja de
protestar de una vez. Y ayuda a tu hermano.
Cómo me preocupa Rebeca. Qué adolescencia
más difícil la de mi hija. No entiendo estos tiempos de redes sociales,
anorexia y bullying. Rebeca tiene menos apoyo de sus amigas del que tuve yo.
Las encuentro demasiado competitivas entre ellas.
Tampoco comprendo la forma en que se
relaciona con los chicos. Mi hija ha tenido problemas con un chaval con el que
anduvo saliendo. El tipo le controlaba el teléfono, vigilaba lo que ponía en
redes sociales, se metía con su ropa y no le gustaba que tuviera amigos. Lo más
triste es que ella se dejaba mangonear. El maldito patriarcado incrustado en un
mocoso con aparato y acné.
Veo en Rebeca a la criatura alegre y
revoltosa que fue. Es aún tan indefensa… Mientras rebusca con desgana en el
cajón de los cubiertos me acerco a darle un beso.
– Mamá, quita, hueles a pescado.
Me quedo como si me hubiera alcanzado un
rayo. Ella siente el daño que me ha hecho.
– ¡Es que es un olor que no soporto!
Hago un esfuerzo para frenar las ganas de
llorar. Querría llevarla siempre de mi mano, evitarle cualquier sufrimiento,
ahorrarle cualquier esfuerzo. Pero lucho contra esos pensamientos. Daría la
vida por mis hijos pero la maternidad abnegada está por completo en contra de
mis creencias.
Nos cuesta un triunfo cenar sin televisión
y sin móviles así que, cuando por fin nos sentamos a la mesa, decido contarles
lo que me ha pasado hoy en el metro.
– ¡¡Bien, mami!!
Mi niño todavía ve en su madre a una
heroína.
– Mamá, ya estás con las batallitas
feministas.
Regaño a Rebeca. Esta discusión ya la hemos
tenido en ocasiones. Le explico una vez más la necesidad de tener claros sus
derechos y de hacerse respetar.
– Mamá, si me comporto como una rancia,
ningún chico se me va a acercar.
Mi marido y yo nos miramos disgustados. Me
pregunto qué estamos haciendo tan mal.
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