¿Dónde estabas tú en el 89?
Una evocación de #Hzlqdbs para el N22 de MaskaoMagacín
… parafraseando aquel “¿dónde estabas tú en
el 62?”, que fue el slogan utilizado en la promoción de la película “American Graffiti”.
Una cinta de bajo presupuesto rodada por George Lucas a principios de los años
70, que de inmediato se convirtió en una obra de culto. El final del verano y
el final de la adolescencia, la amistad incondicional, la incertidumbre por lo
que está por llegar y el lacerante dolor de la ruptura, el amor platónico e
inalcanzable, la necesidad de aparentar lo que uno desearía ser, coches molones
y buena música a todo trapo… Una jodida maravilla.
Recuerdo haber visto “American Graffiti” en
televisión hace mucho tiempo, cuando se programaban magníficos títulos, un día
sí y otro también. Por suerte en estos últimos años estamos disfrutando de la
recuperación de clásicos en sesiones especiales en pantalla grande.
Precisamente echaba en faltaba esta deliciosa película y el 75 aniversario del
Cine Paz me ha permitido desquitarme.
Es 9 de noviembre, fiesta en Madrid, y yo
me demoro más de la cuenta en salir de casa, por lo que me toca correr, como
siempre. Consigo llegar al cine antes de que se apaguen las luces de la sala,
pero con las prisas no me doy cuenta de que la marca que patrocina el evento ofrece
una ginebra. Estoy rodeada de parejas que agitan sus vasos con gin y hielo.
“¡Qué rica!”, escucho. Y yo, sola. Sola y sin ginebra. No me da tiempo a
compadecerme, empieza la peli y me sumerjo en ella. Aparece la cortinilla de
Universal Pictures. Un dial. Comienza a sonar “Rock Around the Clock” y una
sonrisa enorme se instala en mi cara. Empieza a atardecer y se encienden las brillantes
luces del Mel’s Drive In. Allí se congregan varios coches y comienza la
historia.
Está “American Graffiti” protagonizada por
cuatro amigos que viven la última noche de verano antes de que dos de ellos
partan hacia la universidad. Curt (Richard Dreyfuss), duda en el último momento
si debe marcharse de su ciudad para ir a estudiar; Steve (Ron Howard) tiene muy
claro que quiere ir a la universidad aunque eso suponga separarse de su novia. Allí
permanecerán Terry “El Tigre”, un patoso redomado al que todo le sale mal, con
cara de alelado y enormes gafas de pasta mucho antes de que estuvieran de moda,
y Big John (Paul Le Mat), un guaperas que se ha construido su leyenda local a
base de vencer en todas las carreras de coches en las que participa, aunque
sabe que sus días de gloria están a punto de finalizar, para él no hay futuro.
Ese miedo a lo desconocido que experimenta
Curt es el que recuerdo haber sentido yo al acabar COU. Para nosotros era más
sencillo, claro, seguiríamos en casa de nuestros padres en Alcorcón,
estudiaríamos nuestra carrera en la Complutense o la Carlos III, universidad recién
fundada en aquel lejano 1989, incluso alguno estudiaría en una de aquellas
universidades privadas que aún eran novedad en Madrid. Nos preocupaba coger
soltura en el Metro, que todavía nos resultaba indescifrable, acostumbradas a
bajar a Madrid sólo algunos fines de semana y en tropel, nunca en solitario. La
carrera elegida, o para la que diera la nota, marcaba que estudiáramos o no con
compañeros de clase. Yo conseguí entrar en Ciencias de la Información y no
conocía a nadie.
Era el fin de la adolescencia, era el fin
del sueño. El momento de salir de nuestro entorno, abandonar la protección del
colegio, de separarnos de los amigos de infancia. El comienzo de un tiempo incierto
y emocionante, en el que se nos empezaban a pedir responsabilidades. Sobre
nuestros hombros recaía la primera tarea dura de la vida, labrarnos un
porvenir. Aquello no sonaba demasiado bien.
Nuestras ansias de salir y de libertad eran
las mismas que las de la mocosa Carol (Mackenzie Phillips) aunque en mi caso no
disfrutaría de la noche de Madrid hasta unos meses más tarde, una vez comenzada
la universidad. En los primeros años de carrera andábamos por Bilbao, Alonso
Martínez, Moncloa o Argüelles, pero pronto emigraríamos a barrios que nos
molaban más, sobre todo Huertas, Malasaña y, a mediados de los 90, Lavapiés. Cómo
no soñar con un guaperas que nos llevara a dar una vuelta por la noche en un
coche súper chulo y que, a pesar de poseer la peor reputación, sería respetuoso
con nosotras devolviéndonos con sumo cuidado a la casa familiar. Ese Big John al
que chinchar y con el que protagonizar travesuras, como llenar de nata el
parabrisas y desinflar las ruedas del coche de unas molestas petardas.
En EEUU, gran parte del ocio del fin de
semana consiste en dar vueltas en coche por la ciudad. Así hacen durante toda
una noche nuestros protagonistas. Los coches son personajes a su vez, unos
autos increíbles que con los años se han convertido en míticos, como el Ford Thunderbird
del 56 que conduce “la criatura más perfecta y deslumbrante de la historia” (Suzanne
Somers), el Ford Red Hot Deuce Coupé amarillo del 32 con el que Big John disputa
sus carreras, o el Chevy Impala del 58 que Steve le presta a Terry, y que le
servirá a “El Tigre” para atraerse a Debbie (Candy Clark), la rubia sexy que se
parece a Sandra Dee (aunque a mí me recuerda a Stella Stevens).
No todos teníamos edad para sacarnos el
carnet de conducir. Mi padre se comprometió a pagármelo cuando cumpliera los
dieciocho si iba bien en los estudios. Nunca me decidí y a estas alturas aún no
lo he hecho. Nos desplazábamos en transporte público, haciendo echar humo a
nuestro abono mensual, aparecido sólo tres años antes. Usábamos el Cercanías,
con la estación de San José de Valderas recién abierta aquel año de la mano del
Hipercor. El centro comercial causó sensación en un Alcorcón donde aún no llegaba
el metro ni existían todos los barrios nuevos que se levantaron años después.
También contábamos con las “Blasas”, los autobuses de la empresa De Blas que
paraban en Campamento y finalizaban en Príncipe Pío, parada de metro que aún se llamaba
Norte. Por entonces la estación estaba medio en ruinas, todavía faltaban unos
años para que se construyera el intercambiador de transportes y la línea 10 tal
y como la conocemos hoy.
George Lucas ubica cronológicamente la
acción del film en 1962, una época convulsa donde se pondrá fin al sueño
americano. Ese año estalló la crisis de los misiles y se recrudeció la Guerra
Fría, al año siguiente Kennedy era asesinado en Dallas y Vietnam se convertía
en una auténtica pesadilla para el país. El año en que yo empecé la
universidad, 1989, empezaba a hablarse del agujero de la capa de ozono. En España
el PSOE mantenía su mayoría absoluta y se disolvía Alianza Popular. En EEUU comenzaba
a gobernar George Bush “padre”. El 89 fue el año en que se publicó la fatwa contra
al escritor angloindio Salman Rushdie, por su novela “Los versos satánicos”. Mijaíl
Gorbachov recibía el Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional, tal vez
por haber empezado a cargarse la URSS. Y es que con el 89 llegó la caída del
Muro de Berlín y el principio del fin del llamado Bloque Soviético. En Rumania
caía Ceauşescu. Meses antes se habían producido las Protestas de la Plaza de
Tiananmen, reprimidas con violencia por las autoridades chinas. Terminaba la
Guerra Fría y nos contaron que era “el fin de la historia”. Con la perspectiva
de los años, el mundo no ha ido a mejor, todo lo contrario.
Por si me gustan pocas cosas de “American
Graffitti”, en la peli aparece una emisora pirata, con la voz de un locutor de
radio que es como dios, que todo lo sabe, que todo lo ve, que todo lo anticipa.
Su locución y las llamadas de los oyentes engarzan los diferentes episodios de
la película. Doblado al español por el gran Constantino Romero, la voz del
omnipresente discjockey, que se escucha en los coches de todos los chicos,
pertenece a Wolfman Jack, un famoso locutor que en la película se interpreta a
sí mismo. Nadie conoce la identidad de ese ser invisible y casi mitológico, tal
y como nos pasaba a nosotros en nuestra juventud con nuestros héroes
radiofónicos. En una época tan pre-Internet, yo no sabía cómo era Vicente Caggiao
de Ciclos (aún no lo sé, es un locutor a quien casi nadie recuerda), ni Paco
Pérez Bryan, de “El Búho”, un programa que me fascinaba. A Jesús Ordovás de
Diario Pop sí lo conocíamos por sus apariciones en la tele. Como curiosidad, vi
por primera vez la cara de Julio Ruiz durante mis prácticas de verano en las
Mañanas de Radio Nacional cuando él vino a hablar del Woodstock 94, que
conmemoraba el 25 aniversario del original. En “American Graffiti, los
protagonistas fantasean sobre quién será y dónde estará mítico Hombre Lobo.
Unos suponen que emite desde un barco, otros que desde un avión. “Nunca
atraparán al Hombre Lobo”, dice un miembro de los Faraones, una temida banda de
pandilleros.
La colosal banda sonora de “American
Graffiti” está compuesta por 45 canciones, a pesar de no ser una película
musical. Comienza con el “Rock Around The Clock” de Bill Halley, el primer
éxito del rock y termina con “All Summer Long” de los Beach Boys. Durante esa
larga noche suenan gran parte de los éxitos de los años 50 y principios de los
60. Cómo elegir… Me chifla ese “Since I Don't Have You” de The Skyliners, del
que hicieron una versión los Guns N' Roses; la adolescente “Why Do Fools Fall
In Love” de Frankie Lymon & The Teenagers; “I Only Have Eyes For You” de
The Flamingos, que literalmente me hace flotar, o el colosal “Runaway” de Del
Shannon, el emocional “Smoke Gets In Your Eyes” de The Platters, el gamberro “Chantilly
Lace” de The Big Bopper o ese tan cinematográfico “Green Onions” de Booker T.
& The M.G's, que inevitablemente me conduce a Quadrophenia, en la escena de
Jimmy en el ballroom. Un banquete musical que hace relamerse a los paladares
más exigentes. En aquel inolvidable año 1989 salieron discos como el
maravilloso Cosmic Thing de B-52's. Los Ramones presentaban Brain Drain, el
último álbum en el que participó Dee Dee y que les trajo a tocar a España; fue entonces
cuando empecé a prestar atención a la banda. Otros grupos que sonaban mucho eran
los debutantes The Stone Roses o los extravagantes The Sugarcubes, con la
alucinada Björk al frente, y que empezaban a triunfar fuera de Islandia.
En 1989 tuvo lugar el “segundo verano del
amor”, influenciado por la música electrónica y el acid house. Tears For Fears cantaban “Sowing The
Seeds Of Love”, una canción con reminiscencias beatle. Durante nuestro
viaje de fin de curso a Palma de Mallorca, nos llevaban en autobuses a las
discotecas entonces de moda, Tito’s y BCM, donde se veían smileys por todas
partes y en las que una botella enana de agua costaba un riñón. El grunge ya sacaba
la cabeza, aquel año aparecieron discos de Nirvana o Soundgarden, aunque nosotras
aún no nos enterábamos más preocupadas por los grupos con chica rubia al frente
o The Smiths, banda de la que estábamos literalmente enamoradas, y cuyo
guitarra, Johnny Marr, había sido reclutado por Matt Johnson para The The. Aquel
verano les vimos en directo en lo que fue el primer concierto de mi vida.
Lo más cerca que estábamos en la España
ochentera de camareras sobre patines como la del Mel's Drive-In, era aquella que
aparecía en el anuncio de Martini, muy popular a finales de los 80 y
protagonizado por la bella Nicollette Sheridan. Nuestro país andaba muy escaso
de ese tipo de modernidades, hasta el año 1975 no se abrió en Madrid el primer establecimiento
de una conocida cadena norteamericana de comida basura, en concreto en la Plaza
de los Cubos. No recuerdo en qué año comí mi primera hamburguesa, pero ya era
mayorcita; desde luego fue con mis amigas del cole, con las que acostumbraba a bajar
algún que otro finde al centro. Nuestras excursiones siempre estaban cortadas
por el mismo patrón: comida económica en hamburguesería, VIPS o similar;
película de estreno; ir a mirar discos y libros en Galerías, el Corte Inglés,
la Casa del Libro, Madrid Rock, y con el tiempo en las tiendas de discos que
fuimos descubriendo. Recorríamos una Gran Vía con alma, que nada tiene ya que
ver con la actual, tan estandarizada como las calles centrales de cualquier
ciudad de España. Recuerdo cafeterías como Manila y Nebraska, varias tiendas de
discos, o los llamados “Sótanos de la Gran Vía”, que llegaron a albergar 80
locales y que fueron cerrados por el tremendo concejal Matanzo en 1990. En la
que fuera nuestra avenida más chispeante, había cines, muchos cines, como el
Azul, el Palacio de la Música, el Avenida, el Pompeya o el Rex, todos
desaparecidos; también se podían encontrar numerosas tiendas de ropa, la más
económica era Sepu, ya en franca decadencia, que no tenía nada que ver con Zara
ni ninguna de las cadena de ropa de usar y tirar actuales. Nosotros no
llevábamos faldas con cancan ni chaquetas deportivas; tampoco nos peinábamos
con gomina o coletitas, aunque las chicas usábamos lazos de lana de colores
como diadema y nos adornábamos con pulseras y pendientes de plástico. Se puso
de moda vestir con playeras, no sólo para hacer gimnasia, las Kelme eran
económicas, pero muchos chicos preferían las J' Hayber cuando había más
presupuesto; nos gustaban los vaqueros fantasía y la ropa fosforito, las gafas
de sol chulas eran nuestro objeto de deseo y empezábamos a buscar prendas
“diferentes” con las que pasmar al personal.
Y llega el final. La película termina relatando
lo que les depara el futuro a los cuatro protagonistas, un impactante efecto narrativo
que cierra el círculo. La noche durante la que transcurre “American Graffiti”
es la que muchos querríamos haber vivido. En la película se refleja el miedo
pero también la emoción por lo que está por venir; el inaguantable dolor que
produce la posibilidad de que el ser que amas te mande a la mierda; la dolorosa
sensación de que un tiempo muy querido está a punto de finalizar.
Permanezco en el asiento feliz y
sobrecogida durante unos instantes. A la salida me espera un concierto que
tendrá lugar a un par de calles de donde me encuentro. Busco el lugar con
muchas ganas porque, en definitiva, no tenemos otra cosa más que vivir y
celebrar.
0 comentarios:
Publicar un comentario