Las llamas que encienden mi corazón
Mi colaboración en el Shukran nº 39
Caminaba cansinamente por las calles de la daira.
Desde hacía unos meses vivía en los campamentos de refugiados, en concreto en
la Escuela 27 de febrero, la mítica escuela de mujeres de la que tanto habían
escuchado en los territorios ocupados, cuando hablar del muhayem sólo podía
hacerse en susurros y con mucho miedo. La escuela se había convertido con los
años en próspera wilaya, y si algo tenía claro cuando decidió marcharse a los
campamentos, era que iba a establecerse allí. Había llegado desde Dajla,
huyendo de la ocupación marroquí y de dos matrimonios desgraciados, con la
intención de empezar una nueva vida. Ya era una mujer mayor, pero cuarenta años
de lucha habían servido para no tenerle ya miedo a nada ni a nadie; después de
vivir bajo el terror marroquí empezar de cero en los campamentos era casi una
bendición.
En los campamentos encontró dificultades y escasez.
Como le comentaron amigas y familiares, de los que llevaba décadas separada,
los campamentos habían dado un increíble cambio, ahora había más de todo,
dentro de la nada cotidiana, pero a veces faltaba ánimo y esperanza. Los
treinta y siete años en la hamada pasaban factura, y aquel maldito estado de
“no paz, no guerra” no ayudaba a que las cosas fueran mejor. Había ya varias
generaciones nacidas fuera del territorio, y el desarraigo y la falta de
expectativas amenazaban con ser un peligro inminente si no se encontraba pronto
una solución.
La nada y la escasez le recordaron que tenía que
hacer compra en las tiendas del mercado, y apenas llevaba dinero. Cavilando
sobre cómo podría estirar su escaso capital, se asustó cuando un hombre se paró
de repente ante ella y le cortó el paso. Dio un respingo, en Dajla ocupada eso
significaba peligro, su corazón empezó a latir muy deprisa… Pero ahora estaba
en el muhayem, miró al hombre a los ojos, sintió cómo la indignación le subía
hasta la frente, nunca más iba a bajar la cabeza ante nadie. Cuando se disponía
a increparle, se vio sorprendida por la amable e inmensa sonrisa del hombre,
que le interpeló con el perfume del español que se hablaba en los años 70 en su
querida Dajla:
– ¡Suilma!, ¡cuánto tiempo!, ¿pero qué haces tú
aquí?
Suilma escrutó aquel rostro. No podía ser, aquellos
ojos claros, aquel pelo castaño, la nariz fina y alargada… aquella boca
decidida. Sin embargo, ese bigote espeso no le cuadraba, la falta de pelo, que
empezaba a ser evidente, tampoco… pero… no había duda…
– ¿¿¿Salama???
– Claro que sí, Salama, de Villa…
Suilma agarró nerviosa su melhfa.
– Ay, Salama, qué viejo estás – no se le ocurrió
otra cosa que decirle.
– Tú sigues igual. Al ver tus ojos, las llamas han
vuelto a encender mi corazón.
Suilma no pudo hacer otra cosa que echarse a reír.
Incorregible Salama. Su orgullo de mujer saharaui no hubiera consentido a
ningún otro decirle algo así en medio de la calle, pero él fue siempre tan
bromista y divertido... Cuánto había echado de menos durante aquellos marchitos
treinta y siete años la camaradería con su gente de Villa….
Salama era entonces tan guapo… su pelo, extrañamente
claro, le llegaba a los hombros en una revoltosa melena. Vestía a la moda que
los jóvenes denominaban “yeye”, los pantalones de campana, con la pernera muy
ancha, y aquellos otros de pana, también anchos, con bolsillos, que los chicos
llamaban banana, y que tanto disgustaba a los padres. También llevaban camisas
estrechas, llenas de colores y dibujos, con los cuellos muy largos. A muchos de
ellos les gustaba lucir joyas de plata, anillos, cadenas y pulseras, y zapatos
de suelas y tacones grandes, los llamaban zuecos. A ella, entonces, le
intrigaba ese nombre “yeye”, quería saberlo todo, no ser como algunas de esas
chicas que no se atrevían a nada, que no hacían nada, que sólo querían estar
guapas y casarse pronto. Ella quería estudiar, quería aprender, quería tomar en
lo posible las riendas de su destino, quería ser diferente, no sabía bien cómo
iba a conseguirlo pero ese deseo estaba dentro de ella, y eso ya era algo.
Salama le explicaba, ansioso por hacerse entender,
el significado de aquella palabra mágica: “yeye”.
– Suilma, es una clave que nos define a los jóvenes
modernos. Viene del inglés, de la música rock, se llama así a los jóvenes que
llevan melenas, que visten de colores, que escuchan la música de los Beatles,
los Rolling o la Credence, lo que escuchamos nosotros.
Ella apenas conocía de esa gente. Por Salama sabía
que los chicos más jóvenes se volvían locos por cintas de esa música
extranjera, de eso que llamaban rock, algunos tenían reproductores de música y
se las intercambiaban. Era una música fuerte, con guitarras eléctricas,
baterías y mucho ruido, mal vista por casi todos los mayores….
– Los jóvenes saharauis de nuestra generación
queremos el avance de nuestra sociedad, la superación de lo antiguo, del
atraso, queremos que avancemos juntos saharauis y españoles, la superación de
la discriminación en nuestra propia tierra.
Aquello le sonó extraño, “saharauis y españoles”,
¿acaso no eran lo mismo?, ¿acaso no eran ellos españoles? Salama sabía más que
ella, era buen estudiante, y a pesar de la melena y aquella música extraña, era
un chico muy trabajador y con mucha conciencia.
A pesar de su afán por aprender y ser también ella
una chica moderna, estaba muy controlada por su familia, como pasaba con todas
las jóvenes saharauis que conocía. Sus padres estaban de acuerdo con que
estudiara, pero de ahí a darle rienda suelta para hacer lo que quisiera,
mediaba un abismo. A ella la controlaban sus padres y la vigilaban sus hermanos
y hermanas mayores. No podía tener contacto con los chicos, y lo de ir a los
guateques y a los clubs donde iban a bailar Salama y sus amigos, ni soñarlo.
Ellos salían a veces por ahí con sus compañeras españolas de instituto.
Aquellas chicas llevaban muy cortos el pelo y las faldas, se pintaban los ojos
muy negros con unas graciosas puntitas hacia arriba y hablaban y reían muy
alto. Se llevaban muy bien con los chicos saharauis, pero con las muchachas era
otra cosa. Ella las miraba con cierta envidia, aunque no lo habría reconocido
ni muerta. Envidiaba su franqueza, su falta de prejuicios, y su libertad para
moverse por la ciudad, bailar, ir a la playa y vestir como les daba la gana.
Cuando alguna vez lo dejó caer ante Salama él le explicó una realidad distinta.
– No creas que las españolas pueden hacer lo que
quieran. Ellas también están bastante controladas por sus familias, y les
cuesta muchas broncas en casa salir y vestir esa ropa. Al fin y al cabo son
mujeres, y las mujeres sufren en todas partes del mundo, no las veas cómo
rivales, tendrá que llegar el día en que seáis aliadas y espero que ese día no
tarde.
Salama y ella eran algo así como novios en secreto.
Sus familias no sabían nada, y ella bien se cuidaba de esconderlo. El joven le
había tratado de dar un anillo de plata para que se lo pusiera pero ella se
negó, no pasaría desapercibido a la escrutadora mirada de su madre, habría
preguntas y no sabría esquivarlas, era muy torpe para mentir, así que le dijo
que no quería el anillo. Salama encontró otra forma de que lo llevara, le
regaló una cadena de plata muy larga y colgó el anillo de ella, así podía
ponérselo por debajo de la ropa sin que nadie lo viera. Él se dejó la uña del
meñique larga, en señal de compromiso hacia ella, pero Suilma le hizo jurar que
no se lo contaría a nadie, ni a sus mejores amigos.
“Al mirar tus ojos las llamas han vuelto a encender
mi corazón”. Salama no había cambiado, seguía siendo un caso, un loco de atar.
Ella era ahora una abuela divorciada, de más de cincuenta años, con toda la
dureza y el dolor de la ocupación cayéndole encima, dos matrimonios
desgraciados, tantas penas como para no acabar de contarlas, con arrugas, más
kilos de los que le gustaría, canas disimuladas con henna, ¿qué quedaba de
aquella jovencita sonriente y llena de ganas de vivir?
Cuidaba tanto su piel en aquellos días de juventud…
Todas las saharauis querían ser blancas, tan blancas como las cristianas, que
tenían piel de leche. Las españolas iban a la playa y se pasaban horas tiradas
al sol, intentando conseguir el color que ellas tenían. La mayoría no lograba
más que ponerse rojas y estropear su piel inmaculada, estaban chifladas… Salama
se reía de aquellos intentos de unas y de otras de cambiar de condición.
– No seas tonta, vuestra piel canela es la que
enciende el amor de los hombres, ese color tostado es el de nuestro desierto,
la henna sólo adquiere su verdadera tonalidad con vosotras, y el aroma del
lebjur y el clavo sólo encuentra cobijo en vuestros cuerpos llenos de gracia.
Salama tenía alma de poeta, y ella le agradecía
aquellas palabras de aliento pero a la vez le hacía daño el recordatorio de que
su piel era morena, ella sabía cómo a los hombres saharauis les volvía locos la
palidez de las cristianas…
– ¿Te acuerdas Suilma de nuestro aspecto aquellos
años, el colegio, la playa, la militancia, los amigos?
– Sí, hace tanto tiempo… nos robaron todos nuestros
sueños…
En los alegres días de Villa ambos habían acordado
una contraseña para que Suilma saliera de la casa cuando Salama rondaba por
allí, sin que su familia se enterara. Él dejaba un dátil en su ventana y ella
salía cuando no había peligro. Romance inocente, no eran más que unos críos…
Con el tiempo supo que Salama y los otros chicos
andaban en algo. Ella había escuchado cosas, se decía que los chicos formaban
parte del Frente. Cuando ella escuchó por primera vez nombrar al Frente
Polisario le sonó extrañísimo.
– ¡Frente Polisario! – exclamó en voz alta.
Sus amigas le chistaron.
– Calla, no
vayan a oírnos.
En poco tiempo aquello se convirtió en un clamor. Se
concienciaron en charlas clandestinas, aprendieron las canciones
revolucionarias, cosieron banderas, se pintaban con bolígrafo la bandera del
Polisario en el brazo, el fervor les inundó. Fueron dos años vertiginosos, en
los que Salama y sus compañeros se dedicaron en cuerpo y alma a la militancia,
se convirtieron en hijos de la revolución, y ella les fue poco a poco perdiendo
la pista. El resto era ya Historia, de la más terrible y de la más amarga. Una
espiral de terror les envolvió y nunca más nada volvió a ser para ellos como lo
que habían conocido.
– ¿Y a dónde vas? – le preguntó Salama.
– A hacer la compra al mercado. – respondió – Aún no
conozco bien las tiendas.
– Te voy a llevar a una de un amigo mío que tiene
buenos precios y muchas mercancías, ¿bien?
Suilma asintió. Cuando llegaron a la tienda Salama
saludó a su amigo y le presentó a la mujer como una buena amiga de los tiempos
de Villa. Se sentaron en la alfombra del interior de la tienda con el dueño. Él
les sirvió unos refrescos y al saber que había llegado de los territorios
ocupados le preguntó por qué había ido a los campamentos. Suilma le resumió los
años de ocupación y penalidades vividos en Dajla, sus infelices matrimonios y
el miedo por la suerte que pudieran correr sus hijos. Su último divorcio le
convenció de que tenía que irse de allí.
– Siento haberme ido, pero no podía más, quiero
seguir luchando pero ahora de otra forma. En Dajla la situación es terrible,
estamos más lejos y en cierta forma más aislados, necesitamos que se conozca
todo el terror al que Marruecos somete a la población saharaui. Me pregunto si
yo podría hacer algo desde aquí.
– ¿Qué es lo que han hecho con nosotros? – se
preguntó el tendero.
Salama respondió al instante.
– Precisamente ahora es tiempo de luchar desde los
campamentos, el fervor por nuestra revolución tiene hoy día peligrosos enemigos
como el desánimo y la apatía, y no podemos dejar que nos venzan. Ahora en
verano regresan jóvenes que viven en España, ya llevamos un par de años
trabajando con ellos. Organizan campañas de limpieza, de ayuda a ancianos, para
entretener a los niños que se quedan en verano, y trabajan con los jóvenes de
aquí, que de verdad lo necesitan. Este año hemos quedado en organizar con ellos
charlas, debates, proyecciones de películas y hacer jornadas de concienciación.
¿Querrías participar con nosotros en algunas actividades, contar con tu
testimonio lo que ocurre en las zonas ocupadas para sensibilizar a nuestra
gente aquí?
Suilma agradeció con toda su alma la propuesta. Esas
llamas sí que encendieron su corazón.
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