¿Quién eres tú para señalarle con el dedo?
Próxima parada…
En esta estación de metro suele bajar mucha
gente, siempre acostumbro a echar una mirada rápida por si encuentro un asiento
libre para poder continuar mi lectura con comodidad. Hay suerte y logro sentarme.
Inmersa en la lectura y con música en mi MP3 apenas me doy cuenta de lo que
sucede a mi alrededor. No obstante, veo que sube un músico a nuestro vagón y se
dispone a sacar una guitarra de la funda, una flauta andina pende de su cuello.
De repente el tipo que está a mi lado se levanta del asiento y se planta frente
a él. Con el dedo levantado ha empezado a gritarle, diciendo que no puede tocar
en el vagón y que va a llamar a seguridad. Muestra una desproporcionada
agresividad, teniendo en cuenta que al otro ni siquiera le ha dado tiempo a
sacar la guitarra.
Los pasajeros observamos la secuencia sin
saber qué hacer. El músico le dice que por supuesto piensa tocar y mi vecino de
asiento, como respuesta, redobla los gritos. Exclama entre aspavientos que nos
está molestando a todos. No me gusta meterme en polémicas en el transporte
público pero no puedo quedarme callada, esto no lo quiero a consentir. Le pido
que hable por él, que a mí no me molesta en absoluto. El hombre me dedica un
gesto malhumorado, y es entonces cuando le presto atención por primera vez.
Aparenta unos treinta y pocos años, va vestido con un polo color vino y
pantalones de pinzas, lleva en la mano un móvil de tamaño considerable y entre
las piernas sujeta una cartera que parece de cuero. Es en este preciso momento
cuando otros pasajeros reaccionan. Algunos le reprenden afirmando que a ellos
tampoco les molesta y que tiene derecho a tocar si quiere.
A estas alturas el músico, visiblemente
ofendido, decide cambiar de vagón. “Eres un estúpido”, espeta al hombre, que
escenifica un amago de agresión. Por supuesto no pasa a mayores, se nota que es
de los que gritan mucho pero actúan poco. O nada.
Una vez que el músico se ha marchado en
nuestro vagón continúa la polémica. El estricto defensor de las normas
pronuncia las palabras mágicas “yo pago mi billete” y “yo pago mis impuestos”.
Me levanto de su lado y prefiero seguir a pie lo que me queda de viaje.
Algunos viajeros alaban mi reacción, pero
lo cierto es que aquí sólo hay un villano y ningún héroe. Como resultado de la
trifulca, el músico se ha marchado del vagón y el hombre continúa cómodamente
sentado en su asiento. Nada de lo que alegrarnos.
Es el momento de salir del vagón para hacer
transbordo, dentro dejamos al tipo vociferando. Una señora latina le reprende
diciéndole que ha hablado así al músico porque era extranjero. En respuesta a
la señora, el tipo le grita que se deje de “victimismos”. Blanquea su racismo.
Who are you to wave your finger?
Mientras salgo del vagón la pantalla del
MP3 indica que empieza a sonar “The pot” de Tool, una banda que me gusta
especialmente, aunque alguna vez me hayan dicho que no es música para una
mujer. El machacón punteo de bajo y la certera percusión retumban en mi cabeza.
Siento la extraña sensación de que las notas se van introduciendo dentro de mí.
Una poderosa guitarra se eleva y me envuelve. Se genera un remolino que me
devuelve al interior y trae al músico de nuevo hasta el vagón. Me estoy
asustando. ¿Qué pasa?
Me encuentro sentada en el mismo sitio y el
hombre que está a mi lado se levanta como impulsado por un resorte. Apunta con
el índice al músico:
– No tienes derecho a tocar aquí. Que no
puedes tocar. Vete. ¡Voy a llamar a seguridad!
Me doy cuenta de que la música parece sonar
fuera del MP3. ¿La estará escuchando el resto de pasajeros? Siento que el
volumen sube y sube. Por los gestos que hace el hombre parece que las notas del
bajo le lastiman pero sigue metiéndose con el músico.
– Nos estás molestando a todos. ¡Basta!
Decido intervenir. Me parece haber vivido
antes este momento y mis palabras no obedecen a un impulso fruto de la
indignación. No puedo explicarlo, me siento obligada a pronunciarlas.
– A mí no me molesta – le respondo al
hombre, que me mira mal.
El músico decide cambiarse al siguiente
vagón.
– Eres un estúpido.
Pero no suena convincente. En este momento
un hombre rapado con gafas de pasta, en el que no me había fijado antes, se
levanta de su asiento y le pide al músico que se quede donde está. Después se
dirige al hombre.
– ¿Quién te crees que eres para señalarle
con el dedo? – le espeta.
Zumba el bajo y la batería parece empujar
al tipo, que permanece de pie.
– ¿Te crees superior a él? – vuelve a
preguntar el viajero.
El bajo bombea, como un latido. Hirientes
punteos de guitarra acompañan a la batería, que se expande por el vagón.
–
Estás demasiado acelerado para ser tan temprano. Parece que no te ha sentado
bien el desayuno.
Observo al viajero, que me recuerda mucho a
alguien. Pero, ¿a quién?
– Tengo todo el derecho a quejarme, yo pago
mis impuestos. ¿Acaso los paga él? – protesta el hombre.
En el vagón asistimos expectantes a la
discusión, que está tomando un camino inesperado.
– Los sacrosantos impuestos que dan derecho
a todo. ¿Por qué será que la mayoría que esgrimís ese argumento tan manido
tenéis mucho por lo que callar?
El viajero continúa con su ataque al
estricto defensor de la legalidad.
– ¿Tienes asegurada a la señora que te
limpia la casa? ¿No es cierto que haces lo imposible, incluso maniobras fuera
de la ley, para pagar menos impuestos?
El hombre se ve enredado en la música y en
los argumentos del viajero, que no para de lanzarle andanadas.
– El músico cotiza por su trabajo en un
fast food. Sin embargo, su esposa cobra en negro por cuidar a una anciana.
Un momento, ¿cómo tiene esa información?
– Tú te estás planteando desde hace tiempo
contratar a una mujer inmigrante para que cuide de tu madre. En casa no tenéis
tiempo para dedicarle, estáis demasiado ocupados ganando dinero y tirándolo.
Bien, no es asunto mío. Pero buscas mano de obra barata y desesperada, que no
pueda quejarse cuando le digas que no vas a asegurarla.
Nadie se atreve a hablar.
El hombre del polo color vino tampoco es
capaz de responder. Mudo de sorpresa, abre y cierra la boca, pero no encuentra
argumentos.
– Le dijo la sartén al cazo... – remata el
viajero que a estas alturas nos parece que lo sabe todo.
Pasa a la acción y hostiga al hombre,
mientras prosiguen los golpes de batería.
– Te mereces una patada en la boca que te
arregle esa cabeza de culo.
Contenemos la respiración.
– Pero no voy a ser yo quien te la dé. Y
ahora, haznos a todos el favor de abandonar el vagón – remata el justiciero.
La guitarra y la batería discuten,
redoblando su intensidad. La canción le da al hombre el empujón definitivo.
Está fuera del vagón. La música finaliza.
Entramos a la estación en la que hago
transbordo. Me acerco a la puerta y veo que también se levanta el misterioso
hombre que parece saberlo todo. Se dirige al músico y le dice que empiece a
tocar.
– Pero después de que me haya bajado del
tren – concluye con cierta sorna.
Cuando salimos, me viene por fin a la mente
a quién me recuerda el hombre rapado. Le busco para comentarle su
extraordinario parecido con Maynard James Keenan, el cantante de Tool, la banda
que no sé si he estado escuchando sólo yo o todo el vagón. Me pregunto si los
conocerá. Sin embargo, no lo veo por ningún lado. Examino el rostro de los
viajeros que suben junto a mí en las escaleras mecánicas. Miro a lo largo del
andén. Pero no hay forma, no doy con él. Definitivamente lo he perdido.
Empiezo a dudar si he vivido esto o no.
Noto que mi bolso pesa más de lo normal. Lo abro y rebusco entre los objetos de
siempre. De repente encuentro algo que no tenía que estar aquí. Se trata de una
especie de llave inglesa, una herramienta de aspecto fálico.
Como el célebre logo de Tool.
Mi colaboración para el 7 Aniversario del blog Tina´s Heart Shaped Boxes
Quiero agradecer a Tina la invitación,
nunca me habían propuesto algo así y me ha encantado participar. En este relato
he intentado unir dos cosas que están presentes en mi día a día, el Metro y la
música. La canción elegida es The pot de Tool, un descubrimiento muy reciente.
Mi intención es que la acción se vaya siguiendo mientras se escucha la música.
Espero haberlo conseguido. Con este relato he pretendido darle la vuelta a una
historia de las que podemos vivir un día cualquiera en el transporte público.
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